Capítulo 26

A media mañana se adentró en el bosque para cagar, agachado junto a un tocón con los pantalones cortos bajados hasta los tobillos. Cuando se los subió había dentro, enroscada, una serpiente de más de treinta centímetros. Gritando, la cogió y la lanzó hacia las hojas.

Se limpió con un periódico viejo pero seguía sintiéndose sucio, así que bajó por la pista Evel Knievel hasta el río. El agua estaba deliciosa y le refrescó la piel desnuda. Cerró los ojos y se alejó de la orilla, adentrándose en la corriente. Las langostas chicharreaban, sus timbales producían un sonido armónico que subía y bajaba, subía y bajaba, como la respiración. Ig respiraba con facilidad, pero cuando abrió los ojos vio culebras de agua nadando a gran velocidad bajo sus pies y gritó de nuevo antes de apresurarse a regresar a la orilla. Caminó con cuidado por lo que creyó que era una larga rama reblandecida por el agua y después saltó y se estremeció cuando ésta se deslizó sobre la hierba mojada y comprobó que era una serpiente ratonera tan larga como él.

Trató de huir de las serpientes refugiándose en la fundición, pero no había escapatoria. Las observó, de cuclillas sobre el horno, congregándose en el suelo debajo de la entrada, deslizándose por aberturas en la argamasa que unía los ladrillos, colándose por las ventanas abiertas. Era como si la habitación detrás del horno de fundir fuera una bañera y alguien hubiera abierto los grifos del agua caliente y fría, sólo que en lugar de agua de ellos salían serpientes. Fluían de todas partes, inundando el suelo en una masa líquida y ondulante.

Las miró angustiado mientras los pensamientos bullían en su cabeza al ritmo del estruendo agudo e histérico de los insectos. Todo el bosque estaba invadido de su canto, los machos llamando a las hembras en una transmisión constante y enloquecedora que no tenía fin.

Los cuernos. Los cuernos estaban transmitiendo una señal, igual que la puta melodía de las langostas. Estaban retransmitiendo una llamada por Radio Serpiente. La siguiente canción está dedicada a todas vosotras, nuestras queridas víboras. Dentro canción: El rock de la serpiente. Los cuernos invocaban a las serpientes de las sombras lo mismo que a los pecados, conminándolos a todos a salir de sus escondites.

Consideró una vez más cortarse los cuernos. En la carretilla había una sierra larga y oxidada a la que faltaban algunos dientes. Pero eran parte de su cuerpo, estaban fusionados a su cráneo, unidos al resto de su esqueleto. Presionó con el dedo pulgar la punta del cuerno izquierdo hasta que sintió un pinchazo intenso, y al retirarlo vio una gota de sangre de color rojo rubí. Los cuernos eran la cosa más real y sólida de su vida en ese momento y trató de imaginarse intentando cortar uno con la sierra. Se puso enfermo sólo de pensar en la sangre manando a chorros y en el insoportable dolor. Sería como amputarse un tobillo a pelo. Harían falta anestesia y la pericia de un cirujano.

Claro que un cirujano, al ver los cuernos, utilizaría la anestesia para dormir a la enfermera y a continuación follársela en la mesa de operaciones cuando estuviera inconsciente. Así que necesitaba encontrar una forma de interrumpir la retransmisión sin cortarse los cuernos, una forma de eliminar a Radio Serpiente de las ondas, acabar con ella de alguna manera.

Y si ello no era posible, entonces tendría que ir a algún lugar donde las serpientes no pudieran seguirle. Llevaba doce horas sin comer y Glenna trabajaba los sábados por la mañana en la peluquería, peinando y depilando cejas. Así que dispondría del apartamento y la nevera para él solo. Además tenía dinero allí y casi toda su ropa. Y tal vez podría dejarle una nota sobre Lee (Querida Glenna: He venido por aquí a comer un sándwich y coger algunas cosas. Estaré fuera un tiempo. Mantente lejos de Lee Tourneau. Él fue quien mató a mi novia. Un beso, Ig).


* * *

Se subió al Gremlin y quince minutos después salió de él tras aparcar en la esquina frente al edificio de Glenna. El calor le golpeó; era como abrir la puerta de un horno encendido al máximo. Sin embargo, no le importó.

Se preguntó si no debía haber dado antes un par de vueltas a la manzana para asegurarse de que no había policía esperándole para detenerle, acusado de amenazar a Lee con un cuchillo el día anterior. Pero decidió arriesgarse. Si Sturtz y Posada le estaban esperando, recurriría a los cuernos, les pondría a montarse un sesenta y nueve. Esta idea le hizo sonreír.

Pero la única compañía que encontró en la escalera vacía fue su sombra, de tres metros de alto y cornuda, abriendo el camino hasta el último piso. Glenna no había echado la llave al salir, cosa extraña en ella. Supuso que habría estado distraída con otras cosas, tal vez preocupada por él, preguntándose dónde estaba. O tal vez simplemente se había dormido y había salido con prisas. Era lo más probable. Normalmente Ig era su despertador, quien la sacaba de la cama y le hacía el café. Glenna no era precisamente madrugadora.

Empujó la puerta. Sólo hacía un día que se había marchado de allí y, sin embargo, mirando ahora la casa, se sentía como si nunca hubiera vivido en ella y estuviera viéndola por primera vez. Los muebles eran chatarra de segunda mano. Un sofá de pana lleno de manchas, un puf con relleno sintético que asomaba por las costuras. Casi no había nada suyo allí, ni fotos ni objetos personales: sólo algunos libros en una estantería, unos cuantos CD y un remo barnizado con nombres escritos. Era del último verano en Camp Galilee -había dado clases de lanzamiento de jabalina-, donde lo habían nombrado monitor del año. Todos los demás monitores habían firmado el remo, al igual que los chicos con los que había compartido cabaña. No recordaba cómo había terminado allí ni lo que tenía pensado hacer con él.

Echó un vistazo a la cocina, separada del salón por una barra llena de migas donde reposaba una caja de pizza vacía. La pila estaba llena de platos sucios sobre los que zumbaba una nube de moscas.

Glenna había dicho varias veces que necesitaban una vajilla nueva, pero Ig se había hecho siempre el loco. Trató de recordar si alguna vez le había hecho un regalo a Glenna y sólo se le ocurrió que solía comprarle cerveza. Cuando estaban en el instituto, Lee al menos había tenido el detalle de robar para ella una cazadora de cuero. Aquel recuerdo le puso enfermo: que Lee hubiera sido, de algún modo, mejor novio que él.

Pero no quería pensar en Lee; le hacía sentirse sucio. Su plan era prepararse un desayuno ligero, coger sus cosas, limpiar la cocina, escribir una nota y marcharse, por ese orden. No quería estar allí si alguien venía a buscarle: sus padres, su hermano, la policía, Lee Tourneau. Estaría más seguro en la fundición, donde las probabilidades de encontrarse a alguien eran escasas. Y de todas maneras, la atmósfera sombría y silenciosa del apartamento, el aire húmedo y pesado le sentaban mal. Nunca le había parecido tan oscuro. Claro que las persianas estaban bajadas y no lo habían estado en meses.

Encontró una cacerola, la llenó de agua, la colocó en la cocina y encendió el fuego al máximo. Sólo quedaban dos huevos. Los sumergió en el agua y los dejó hervir. Después se dirigió por el corto pasillo hasta el dormitorio, evitando pisar una falda y unas medias que Glenna se había quitado y dejado tiradas en el vestíbulo. También en el dormitorio estaban echadas las persianas. No se molestó en encender la luz, pues no necesitaba ver. Sabía dónde estaba cada cosa.

Se volvió hacia el armario y se detuvo extrañado. Todos los cajones estaban abiertos, los suyos y los de Glenna. No entendía nada, él nunca los dejaba así. Se preguntó si alguien habría estado registrando sus cosas, tal vez Terry, intentando averiguar dónde se había metido. Pero no, Terry no haría de detective privado. Había ciertos detalles en todo aquello que le hacían pensar en otra cosa: la puerta principal sin cerrar, las persianas bajadas para que nadie pudiera ver el interior del apartamento, los cajones desvalijados. Todo estaba relacionado de alguna manera; antes de que le diera tiempo a deducir cómo, escuchó el ruido de la cisterna en el cuarto de baño.

Se sobresaltó, pues no había visto el coche de Glenna en el apartamento y no podía imaginarse que estuviera en casa. Cuando se disponía a abrir la boca para llamarla y hacerle saber su presencia, la puerta se abrió y Eric Hannity salió del retrete.

Tenía los pantalones bajados y llevaba en la mano una revista, un ejemplar de Rolling Stone. Levantó la vista y miró a Ig, quien le devolvió la mirada. Eric abrió la mano y el Rolling Stone cayó al suelo. Se subió los pantalones y se abrochó el cinturón. Por alguna razón llevaba puestos unos guantes azules de látex.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó Ig.

Eric sacó una porra manchada de rojo oscuro que llevaba sujeta en el cinturón.

– Bueno -dijo-, Lee quiere hablar contigo. El otro día hablaste tú, pero él también tiene cosas que decirte. Y ya le conoces, siempre le gustar decir la última palabra.

– ¿Te ha mandado él?

– Sólo para que vigilara el apartamento. Por si aparecías por aquí. -Eric frunció el ceño-. El otro día fue de lo más raro. Cuando te presentaste en la oficina con esos cuernos, creo que me hicieron algo en el cerebro, porque hasta ahora mismo me había olvidado de que los tenías. Lee dice que tú y yo hablamos ayer, pero no tengo ni idea de sobre qué.

Mientras hablaba balanceaba con suavidad la porra atrás y adelante.

– No es que importe demasiado, la verdad. La mayoría de las conversaciones no son más que gilipolleces. A Lee le encanta hablar, pero yo soy más bien un hombre de acción.

– ¿Y qué vas a hacer? -preguntó Ig.

– Partirte la cara.

Ig notó una sensación rara en los riñones, como si se le estuvieran llenando de agua.

– Pienso gritar.

– Eso espero -dijo Eric-. Lo estoy deseando.

Ig salió disparado hacia la puerta, pero la salida estaba en la misma pared que la puerta del cuarto de baño y Eric dio un salto hacia la derecha para detenerle. Ig tomó impulso para esquivarle y llegar antes que él a la puerta, mientras un terrible presagio le venía a la cabeza: No lo voy a conseguir. Eric había echado atrás el brazo con el que sostenía la porra, como un jugador de fútbol americano dispuesto a lanzar.

A Ig se le engancharon los pies en algo y cuando trató de dar un paso adelante no pudo. Algo le sujetaba los tobillos y le hizo perder el equilibrio. Eric llegó con la porra y él escuchó el leve silbido que hizo mientras le pasaba por detrás de la cabeza y después el crujido de algo quebrándose cuando golpeó el marco de la puerta y arrancó un pedazo de madera del tamaño del puño de un bebé.

Consiguió extender los brazos antes de estrellarse contra el suelo, lo que probablemente le salvó de partirse la nariz por segunda vez en su vida. Al mirar hacia abajo, entre los codos vio que tenía los pies enredados en las medias de Glenna, unas de seda negra con pequeños diablos estampados. Se liberó de ellas y escuchó a Eric acercándose a su espalda. Pero supo que si intentaba ponerse en pie la porra de madera le daría en plena nuca. Así que apoyó las manos en el suelo y, como pudo, se impulsó hacia delante tratando de alejarse. El agente de la ley apoyó su bota Timberland del número cuarenta y seis en el culo de Ig y empujó. Ig dio con la barbilla en el suelo y se golpeó el hombro con el remo apoyado contra la pared, que se le cayó encima.

Rodó por el suelo a ciegas, tratando de quitarse el remo de encima para poder ponerse en pie. Eric le atacó de nuevo con la porra en alto. Tenía los ojos en blanco y la cara ausente, como les pasaba a todos cuando estaban bajo el influjo de los cuernos. Los cuernos siempre inducían a la gente a hacer cosas terribles y a estas alturas Ig sabía que eran capaces de liberar los peores instintos de Eric.

Se movió sin pensar, sosteniendo el remo con ambas manos, casi como una ofrenda. Su vista se detuvo en algo escrito en el mango: «Para Ig de tu mejor amigo, Lee Tourneau. Para que lo uses la próxima vez que vayas al río».

De un porrazo, Eric partió el remo en dos por la parte más estrecha del mango. La pala saltó por los aires y le golpeó en plena cara. Gruñó y retrocedió tambaleándose. Ig le asestó un estacazo con el mango de madera en la cabeza, que le alcanzó justo encima del ojo derecho, con lo que ganó el tiempo suficiente para apoyarse sobre los codos y ponerse de pie.

No esperaba que Eric se recuperara tan rápido como lo hizo, pero en cuanto estuvo de pie le vio ir hacia él de nuevo con la porra. Ig dio un salto hacia atrás y la porra le pasó tan cerca que le rozó la camiseta. Eric siguió dando porrazos y uno de ellos alcanzó la pantalla del televisor. El cristal se agrietó formando una tela de araña y el monitor emitió un fuerte crujido y un centelleo.

Ig había retrocedido hasta la mesita baja que había enfrente del televisor y por un instante estuvo a punto de tropezar con ella y caerse de nuevo. Pero recuperó el equilibrio mientras Eric recuperaba la porra que había incrustado en el televisor. Ig se volvió y pasó por encima de la mesa y del sofá, que quedó entre ambos. En dos zancadas más estaba en la cocina.

Se giró y vio a Eric mirándole fijamente a través de la ventana que separaba la cocina y el salón. Ig se agachó respirando con dificultad; notaba un pinchazo en un pulmón. Había dos maneras de salir de la cocina -podía ir a la izquierda o la derecha-, pero las dos conducían de vuelta al salón y, por tanto, a Eric; no había otro camino posible a la escalera.

– No he venido aquí a matarte -dijo Eric-. En realidad sólo quería hacerte entrar en razón. Darte una lección para que aprendas a mantenerte alejado de Lee. Pero no sé qué coño me pasa que en cuanto te veo me entran ganas de partirte ese cráneo de lunático, como hiciste tú con Merrin Williams. No creo que alguien a quien le nacen cuernos en la cabeza tenga derecho a vivir. Creo que si te mato le estaré haciendo un favor al estado de New Hampshire.

Los cuernos. Eric estaba actuando movido por los cuernos.

– Te prohíbo que me hagas daño -dijo Ig tratando de manejar a Eric a su voluntad, poniendo toda la concentración y la fuerza de que era capaz en los cuernos. Éstos latieron, pero de dolor y no de placer, como normalmente sucedía. No funcionaban así. No obedecían ese tipo de órdenes. No disuadían a la gente de pecar, por mucho que la vida de Ig dependiera de ello.

– Tú no me prohíbes una mierda -dijo Hannity.

Ig le miró desde la cocina mientras la sangre le ardía en las venas y bullía en sus oídos como agua a punto de hervir. Agua a punto de hervir. Volvió la cabeza hacia la cacerola puesta al fuego. Los huevos flotaban en medio de burbujas blancas.

– Quiero matarte y cortarte esos cuernos asquerosos -dijo Eric-. O tal vez cortártelos primero y luego matarte. Me apuesto a que tienes un cuchillo de cocina lo suficientemente grande. Nadie sabrá que he sido yo. Después de lo que le hiciste a Merrin Williams debe de haber unas cien personas en este pueblo deseosas de verte muerto. Sería un héroe, incluso aunque nadie más se enterara. Mi padre se sentiría orgulloso de mí.

– Sí -dijo Ig concentrándose de nuevo en los cuernos-. Ven a por mí. Lo estás deseando, así que no esperes. Hazlo ahora.

Aquello fue música para los oídos de Eric, quien avanzó de un salto, pero no rodeando la separación entre cocina y salón, sino directamente por la abertura, enseñando los dientes en lo que podía ser una mueca furiosa o una sonrisa horrible. Apoyó una mano en la barra y se lanzó de cabeza hacia la cocina, momento que aprovechó Ig para agarrar el cazo por el mango y tirárselo a la cara.

Eric reaccionó con rapidez, protegiéndose el rostro antes de que le cayeran encima dos litros de agua hirviendo, que le abrasaron el brazo y le salpicaron la calva. Gritó y se dio de bruces contra el suelo de la cocina mientras Ig corría hacia la puerta. A Hannity todavía le dio tiempo de lanzarle la porra, que se estrelló contra una lámpara sobre la mesa de la entrada y la hizo añicos. Pero entonces Ig ya estaba fuera, saltando los escalones de cinco en cinco, como si en vez de cuernos le hubieran salido alas.

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