Capítulo 38

Lee tenía ya una sonrisa preparada para Merrin cuando ésta le abrió la puerta, pero no reparó en ella; de hecho apenas le miró. Lee dijo:

– Le conté a Ig que tenía que pasar aquí el día trabajando para el congresista y me dijo que si no te saco a cenar a un buen restaurante dejará de ser mi amigo.

En el sofá había dos chicas viendo en la televisión un capítulo viejo de Los problemas crecen. Apiladas entre ellas y a sus pies había montones de cajas de cartón. Eran chinas, como la compañera de piso de Merrin, que estaba sentada en el brazo de una butaca hablando a voces por su teléfono móvil con aspecto de estar encantada de la vida. A Lee no le gustaban demasiado los asiáticos en general, criaturas siempre en enjambres, pegadas a una cámara o un teléfono, aunque sí le gustaba el look de colegiala asiática con zapatos negros de hebilla, medias hasta la rodilla y falda tableada. La puerta que daba a la habitación de la compañera de piso estaba abierta y había más cajas apiladas sobre un colchón desnudo.

Merrin examinó la escena con una suerte de perpleja desesperación y después se volvió hacia Lee. De haber sabido que le iba a recibir con esa cara gris sucia, color de agua de fregar los platos, sin maquillaje, el pelo sin lavar y un chándal viejo, se habría ahorrado la visita. Menudo corte de rollo. Ya se arrepentía de haber ido. Se dio cuenta de que seguía sonriendo y se obligó a dejar de hacerlo, mientras pensaba algo apropiado que decir.

– ¿Sigues mala? -preguntó.

Merrin asintió distraída y dijo:

– ¿Quieres que vayamos a la azotea? Hay menos ruido.

La siguió escaleras arriba. No parecía que fueran a salir a cenar, pero Merrin subió un par de Heineken de la nevera, lo cual era mejor que nada.

Eran casi las ocho, pero aún era de día. Los chicos del monopatín estaban de nuevo en la calle y se oía el ruido de las tablas chocando contra el asfalto. Lee caminó hasta el borde de la azotea para mirarles. Un par de ellos llevaban crestas en el pelo y vestían corbatas y camisas abotonadas sólo a la altura del cuello. A Lee nunca le había interesado el mundo del skateboard más que por las apariencias, porque llevar un monopatín bajo el brazo te daba aspecto de alternativo, de chico algo peligroso pero también atlético. No le gustaba fracasar, sin embargo; la mera idea de fracasar le producía frío y parálisis en uno de los lados de la cabeza.

Merrin le rozó la espalda y por un momento pensó que iba empujarle por el tejado y que tendría que retorcerse y aferrarse a su pálida garganta para hacerla caer con él. Merrin debió de ver el susto en su cara porque sonrió por primera vez y le ofreció una de las cervezas. Asintió en agradecimiento y la sostuvo en una mano mientras con la otra se encendía un cigarrillo.

Merrin se sentó en el aparato de aire acondicionado con su cerveza, pero sin bebérsela, sólo haciendo girar el cuello húmedo de la botella entre las manos. Estaba descalza. La verdad es que sus piececitos rosados eran bonitos. Al mirarlos era fácil imaginársela colocando uno entre sus piernas, con los dedos acariciando suavemente su entrepierna.

– Creo que voy a probar lo que me aconsejaste -le dijo.

– ¿Vas a votar al partido republicano? Ya era hora.

Merrin sonrió de nuevo, pero era una sonrisa tenue y lánguida. Apartó la vista y dijo:

– Voy a decirle a Ig que cuando esté en Inglaterra quiero que nos tomemos unas vacaciones el uno del otro. Como un simulacro de ruptura, para que podamos conocer a otras personas.

Lee se sintió como si hubiera tropezado con algo, aunque estaba de pie, quieto.

– ¿Y cuándo piensas decírselo?

– Cuando vuelva de Nueva York. No quiero hablarlo por teléfono. Ni se te ocurra decirle nada, Lee, ni darle una pista.

– No lo haré. -Estaba excitado y sabía que era importante disimularlo. Dijo-: ¿Le vas a decir que quieres que salga con otras personas? ¿Con otras chicas?

Merrin asintió.

– Y tú… ¿vas a hacer lo mismo?

– Le voy a decir que quiero intentar mantener una relación con otra persona, nada más que eso. Le voy a decir que cualquier cosa que pase mientras esté fuera no cuenta. No quiero saber con quién sale y yo no le voy a decir nada de si salgo con otros tíos. Creo que así… todo será más fácil.

Levantó la vista y sus ojos delataban cierta diversión. El viento jugó con su pelo y dibujó tirabuzones con él. Bajo el cielo violeta pálido del atardecer tenía mejor cara.

– Ya me siento culpable.

– Pues no tienes por qué. Escucha, si realmente estáis enamorados el uno del otro lo sabréis dentro de seis meses y querréis volver a estar juntos.

Merrin negó con la cabeza y dijo:

– No… Me parece que esto no va a ser sólo temporal. Este verano he aprendido algunas cosas sobre mí misma, no sé, he cambiado mi forma de pensar sobre mi relación con Ig. Ahora sé que no puedo casarme con él. Y cuando lleve un tiempo en Inglaterra y haya tenido ocasión de conocer a alguien cortaré con él definitivamente.

– Dios -dijo Lee mientras repetía para sí: Este verano he aprendido algunas cosas sobre mí misma. Recordó cuando estuvieron juntos en la cocina de su casa, con su pierna entre las de ella, su mano en la suave curva de la cadera y el aliento suave y agitado en su oreja-. Hace un par de semanas me estabas contando cómo ibais a llamar a vuestros hijos.

– Ya. Pero cuando estás segura de algo lo estás de verdad. Y ahora sé que nunca voy a tener hijos con él. -Parecía más serena, se había relajado un poco, y dijo-: Ésta es la parte en que intervienes para defender a tu mejor amigo y hacerme cambiar de idea. ¿Estás enfadado conmigo?

– No.

– ¿Te he decepcionado?

– Me decepcionarías si siguieras con Ig sabiendo que no tenéis futuro.

– Exacto, a eso es a lo que me refiero. Y quiero que Ig tenga otras relaciones, que esté con otras chicas y que sea feliz. Si sé que es feliz me resultará más fácil pasar página.

– Ya, pero ¡joder! Lleváis juntos toda la vida.

La mano casi le tembló mientras sacaba un segundo cigarrillo. En una semana Ig se habría marchado y estaría sola, sin tener que darle explicaciones sobre a quién se estaba follando.

Merrin hizo un gesto con la cabeza hacia el paquete de tabaco.

– ¿Me das uno?

– ¿En serio? Pensé que querías que yo lo dejara.

– No, perdona: Ig estaba empeñado en que lo dejaras, pero yo siempre he tenido cierta curiosidad por probarlo. Pero, claro, suponía que a Ig le parecería fatal. Así que ahora puedo probar. -Se restregó las manos contra las rodillas y añadió-: ¿Me vas a enseñar a fumar esta noche, Lee?

– Claro.

En la calle algo chocó con estrépito y algunos de los adolescentes prorrumpieron en gritos mezcla de admiración y susto cuando un monopatín salió volando.

Merrin se asomó al balcón de la azotea.

– También me gustaría aprender a montar en monopatín.

– Es un deporte para subnormales -dijo Lee-. Ideal para partirse algo, el cuello por ejemplo.

– Mi cuello no me preocupa demasiado -dijo Merrin. Después se volvió y, de puntillas, le besó en la comisura de la boca-. Gracias. Por hacerme ver ciertas cosas. Te debo una, Lee.

La camiseta escotada le marcaba los pechos y en el aire fresco de la noche se le habían erizado los pezones, que sobresalían bajo la tela. Pensó en ponerle las manos en las caderas, preguntándose si quizá esta noche podrían empezar con un pequeño aperitivo. Pero antes de que pudiera decidirse la puerta se abrió de golpe. Era la compañera de piso mascando chicle y mirándoles con gesto interrogante.

– Williams -dijo-, tienes a tu novio al teléfono. Parece ser que él y sus amigos de Amnistía Internacional se lo montaron ayer juntos, sólo para saber qué se siente, y está como una moto, deseando hacerte un resumen. Parece que tiene un trabajo de puta madre. ¿He interrumpido algo?

– No -dijo Merrin. Después se volvió hacia Lee y le susurró-: Cree que eres un chico malo, lo cual es cierto. Tengo que ir a hablar con Ig. ¿Dejamos lo de la cena para otro día?

– Cuando hables con él, ¿le vas a decir algo sobre…, sobre lo nuestro, sobre lo que hemos hablado?

– No. Oye, que sé guardar un secreto.

– Vale -dijo Lee con la boca seca de deseo.

– ¿Me das un pito? -preguntó la foca china marimacho acercándose a ellos.

– Claro -dijo Lee.

Merrin hizo un gesto de despedida con una mano, cruzó la azotea y desapareció.

Lee sacó un Winston, se lo dio a la compañera de piso y se lo encendió.

– ¿Así que te vas para San Diego?

– Sí. Me voy a vivir con una compañera de instituto. Va a ser genial. Tiene la consola Wii.

– ¿Y tu compañera de instituto también juega a lo de los puntos y las rayas, o vas a empezar a tener que hacerte la colada?

La china entrecerró los ojos, agitó una mano regordeta para despejar la cortina de humo entre los dos y dijo:

– ¿De qué estás hablando?

– Ya sabes, el juego ese en el que dibujas un montón de puntos en fila y después te turnas para unirlos con rayas, tratando de hacer cuadrados. ¿No es a lo que juegas con Merrin para sortear quién hace la colada?

– ¿Ah sí? -dijo la chica.

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