Capítulo 10

Terry estaba apoyado contra la pared, junto a la puerta batiente. No tenía muy buen aspecto, tal vez por efecto del jet lag. Estaba sin afeitar y tenía los párpados hinchados y cargados, como si le hubiera dado un ataque de alergia. Terry era alérgico a todo: al polen, a la mantequilla de cacahuete… En una ocasión había estado a punto de morir por una picadura de abeja. La camisa de seda negra y los pantalones de tweed le quedaban flojos, como si hubiera perdido peso.

Se miraron el uno al otro. No habían estado juntos en la misma habitación desde el fin de semana en que mataron a Merrin y entonces Terry no tenía mucho mejor aspecto, el dolor que sentía por ella y por Ig le había dejado mudo. Poco después se había ido a la Costa Este -en teoría para ensayar, aunque Ig sospechaba que los ejecutivos de la Fox le habían convocado a una reunión urgente para evaluar los daños después de lo ocurrido- y desde entonces no había vuelto, algo que no era sorprendente. A Terry nunca le había gustado demasiado Gideon, ni siquiera antes del asesinato.

Terry dijo:

– No sabía que estabas aquí. No te he oído entrar. ¿Qué te pasa, te han salido cuernos?

– Pensé que necesitaba un cambio de look. ¿Te gustan?

Su hermano negó con la cabeza.

– Quiero decirte algo.

La nuez le subía y bajaba por la garganta.

– Pues únete al club -dijo Ig.

– Quiero decirte algo, pero al mismo tiempo no quiero decírtelo. Me da miedo.

– Suéltalo. No te cortes. Seguro que no es tan malo. No creo que nada de lo que me digas me moleste. Mamá acaba de decirme que no quiere volver a verme y papá que le gustaría que me hubieran metido en la cárcel el resto de mi vida.

– ¡No!

– Sí.

– Joder, Ig -dijo Terry con los ojos llorosos-. Me siento fatal. Por todo. Por cómo te han ido las cosas. Sé perfectamente cuánto la querías. Yo también la quería, de hecho. Era una tía genial.

Ig asintió.

– Quería que supieras… -dijo Terry con voz entrecortada.

– Adelante -le animó Ig con suavidad.

– … Que yo no la maté.

Ig le miró fijamente mientras notaba pinchazos de pequeñas agujas en el pecho. La idea de que Terry hubiera podido violar y asesinar a Merrin jamás se le había pasado por la imaginación. Era imposible.

– Claro que no -dijo.

– Os quería y deseaba veros felices. Nunca le habría hecho daño.

– Lo sé.

– Y de haber sabido que Lee Tourneau iba a matarla habría tratado de impedirlo -continuó Terry-. Creía que Lee era su amigo. Y quería contártelo, pero Lee me obligó a guardar silencio. Me obligó.

– ¿Qué? -gritó Ig.

– Es una persona horrible, Ig -dijo Terry-. No le conoces. Crees que sí, pero no tienes ni idea.

– ¿Qué? -volvió a gritar Ig.

– Nos tendió una trampa a los dos y desde entonces mi vida es un infierno -dijo Terry.

Ig corrió hacia el recibidor, se dirigió a oscuras hasta la entrada y salió dando un portazo. Cuando la luz le dio en los ojos se tambaleó, tropezó en las escaleras y cayó al suelo. Se levantó jadeando. Se le había caído la funda de la trompeta -prácticamente había olvidado que la llevaba- y la recogió de la hierba.

Corrió por el césped sin saber apenas lo que hacía. Tenía húmedas las comisuras de los párpados y pensó que estaba llorando, pero cuando se llevó los dedos a la cara vio que en realidad estaban sangrando. Se tocó los cuernos. Las puntas de éstos habían perforado la carne y la sangre le caía por la cara. Notaba un latido continuo en los cuernos y aunque tenía cierta sensación de dolor también experimentaba un placer nervioso en las sienes, parecido al alivio que sigue al orgasmo. Avanzó a trompicones profiriendo maldiciones, obscenidades entrecortadas. Odiaba el esfuerzo que le costaba respirar, odiaba la sangre pegajosa en las mejillas y las manos, ese cielo demasiado azul, el olor de su cuerpo. Odiaba, odiaba. Odiaba.

Perdido como estaba en sus pensamientos, no reparó en la silla de ruedas de Vera y casi se chocó con ella. La miró brevemente. Se había vuelto a quedar traspuesta y roncaba con suavidad. Esbozaba una leve sonrisa, como si estuviera soñando algo agradable, y la paz y la serenidad que emanaban de su rostro le enfurecieron y le revolvieron el estómago. Quitó el freno a la silla y le dio un empujón.

– Zorra -dijo, mientras su abuela empezaba a rodar colina abajo.

La abuela levantó la cabeza que tenía apoyada en el hombro. Después la volvió a apoyar y la levantó de nuevo, moviéndose un poco. La silla avanzaba traqueteando por el césped recién cortado. A veces una de las ruedas chocaba contra una roca, pero pasaba por encima y seguía rodando. Ig se acordó de cuando tenía quince años y había bajado la pista Evel Knievel montado en un carro de supermercado. Un punto de inflexión en su vida, en realidad. ¿Había ido entonces tan deprisa? Era increíble cómo cogía velocidad una silla de ruedas, la forma en que la vida de una persona cogía velocidad, cómo la vida se transformaba en una bala camino del blanco y era imposible detenerla o desviarla de su trayecto. Lo mismo que la bala, uno no puede saber adónde se dirige, sólo es consciente de la velocidad y la inminencia del impacto. Vera iba probablemente a más de cuarenta por hora cuando la silla se estrelló contra la cerca.

Caminó hacia su coche respirando ahora con tranquilidad. La opresión que había notado en el pecho se había evaporado con la misma rapidez con que había llegado. El aire olía a hierba recién cortada, calentada por el sol de agosto, y al verde de las hojas de los árboles. No sabía adónde iría a continuación, sólo que se marchaba. Una culebra rayada se deslizó por la hierba detrás de él, negra y verde, de apariencia viscosa. La seguía otra y detrás una más. Ig no les prestó atención.

Mientras se sentaba detrás del volante empezó a silbar. Realmente hacía un día estupendo. Dio la vuelta con el coche por el sendero de grava y se dirigió colina abajo. La autopista le esperaba.

Загрузка...