Capítulo 31

Su madre yacía muerta en la habitación contigua y Lee estaba algo borracho.

Sólo eran las diez de la mañana pero la casa ya era un horno. La fragancia de las rosas de su madre, plantadas en el camino que conducía a la casa, se colaba por las ventanas abiertas, un leve dulzor floral que se mezclaba de forma algo desagradable con el hedor a desecho humano, de manera que todo el lugar olía exactamente a mierda perfumada. Tenía la impresión de que hacía demasiado calor para estar borracho, pero sabía que de estar sobrio no soportaría el tufo que despedía su madre.

Había aire acondicionado, pero estaba apagado. Lo había tenido así durante semanas porque a su madre le costaba más respirar con la humedad. Cuando estaban los dos solos en casa apagaba el aire y tapaba a la vieja con un edredón o dos, incluso con más. Después le cerraba el goteo de morfina, para asegurarse de que lo notara bien todo: el peso y el calor. Desde luego él los notaba. Hacia el final de la tarde iba por la casa desnudo y pegajoso por el sudor; era la única manera de soportarlo. Se sentaba con las piernas cruzadas junto a su cama y leía sobre teoría de los medios de comunicación mientras su madre se revolvía débilmente bajo las mantas, demasiado ida para entender por qué ardía de calor dentro de su piel cuarteada y amarillenta. Cuando pedía a gritos algo de beber -«sed» era prácticamente la única palabra que parecía capaz de articular en sus últimos días de demencia senil y fallo renal-, Lee se levantaba e iba a buscar agua fría. Al escuchar el hielo tintinear en el vaso la garganta de su madre se ponía a trabajar, estimulada por la esperanza de saciar su sed, y los ojos se movían dentro de sus cuencas brillantes de excitación. Entonces Lee se acercaba a la cama y se bebía el agua asegurándose de que su madre le veía, con lo que la ilusión se le desvanecía del rostro dejándola confusa y desamparada. Era una broma que siempre surtía efecto. Cada vez que la hacía, su madre le miraba como si fuera la primera vez.

Otras veces le traía agua salada y la obligaba a beberla, ahogándola casi. Un solo trago le bastaba a su madre para retorcerse y atragantarse tratando de escupirla. Era curioso comprobar cuánto tiempo era capaz de sobrevivir. No esperaba que llegara viva a la segunda semana de junio y, sin embargo, contra todo pronóstico, estaban ya en julio y no había muerto.

Ig y Merrin le llevaban DVD, libros, pizza y cerveza. Venían juntos o cada uno por su lado, deseosos de estar con él, de ver qué tal llevaba la situación. En el caso de Ig, Lee pensaba que se trataba de envidia. A Ig le habría gustado que uno de sus padres cayera enfermo y dependiera de sus cuidados. Sería la ocasión de demostrar su capacidad de sacrificio, su estoica nobleza. En el caso de Merrin pensaba que se alegraba de tener una excusa para pasar tiempo con él en aquel horno que era ahora su casa, de beber Martinis, desabrocharse el primer botón de la blusa y abanicarse el escote desnudo. Cuando veía que era Merrin quien se acercaba por el camino, Lee solía recibirla en la puerta sin camisa, disfrutando de estar con ella a solas, los dos medio desnudos. Bueno, los dos y su madre, que realmente ya no contaba.

Tenía instrucciones de llamar al médico si su madre empeoraba, pero opinaba que, dada la situación, morir era un alivio para ella. Con esa idea en la cabeza, la primera persona a la que llamó cuando por fin ocurrió fue a Merrin. Mientras lo hacía estaba desnudo y se sentía bien, de pie en la cocina apenas iluminada, sin nada de ropa y la voz solícita de Merrin hablándole al oído. Le dijo que se vestiría e iría para allá inmediatamente, lo que bastó para que Lee se la imaginara también desnuda, en su dormitorio en casa de sus padres. Braguitas de seda, tal vez. Ropa interior de niña con estampado de flores. Le preguntó si necesitaba algo y le contestó que un amigo.

Después de colgar se tomó otra copa, ron con coca-cola. La imaginó escogiendo una camisa, admirándose en el espejo de la puerta de su armario. Tenía que dejar de pensar en eso, estaba excitándose demasiado. Tal vez debería vestirse. Estuvo pensando si ponerse o no una camisa y por fin decidió que en una mañana así aparecer desnudo de cintura para arriba no resultaría apropiado. La camisa y los vaqueros del día anterior estaban en el cesto de la ropa sucia. Consideró la posibilidad de subir a coger algo limpio al piso de arriba, pero después se preguntó: ¿Qué haría Ig en una situación así? Finalmente decidió ponerse la ropa del día anterior. Una vestimenta arrugada y sucia completaba de alguna manera la pose de dolorosa pérdida. Lee llevaba guiando su comportamiento durante casi una década por la fórmula ¿Qué haría Ig en una situación así? y le había servido para ganarse la vida y permanecer alejado de los problemas; le había mantenido a salvo, a salvo de sí mismo.

Pensó que Merrin llegaría en pocos minutos, el tiempo suficiente para hacer algunas llamadas más. Telefoneó al médico y le dijo que su madre por fin descansaba en paz. Llamó a su padre a Florida. Llamó a la oficina del congresista y habló con él por espacio de un minuto. El congresista le preguntó si quería que rezaran juntos por teléfono y Lee le dijo que sí. Dijo que quería agradecerle a Dios esos últimos tres meses con su madre, que habían sido algo impagable. Los dos permanecieron en silencio unos minutos, ambos al teléfono pero sin decir palabra. Después el congresista carraspeó, algo emocionado, y le dijo a Lee que le tendría en sus pensamientos. Lee le dio las gracias y se despidió.

La última de las llamadas fue a Ig. Pensó que tal vez éste lloraría al oír la noticia, pero, como hacía de vez en cuando, le sorprendió mostrándose calmado y serenamente afectuoso. Lee había pasado los últimos cinco años entrando y saliendo de la universidad, apuntándose a cursos de psicología, sociología, teología, ciencias políticas y teoría de los medios de comunicación, pero en realidad se había licenciado en «estudios de Ig» y a pesar de años de aplicado esfuerzo no siempre era capaz de adelantarse a sus reacciones.

– No sé de dónde sacó fuerzas para aguantar tanto tiempo -le dijo Lee a Ig.

Y éste le contestó:

– De ti, Lee. Las sacó de ti.

No había muchas cosas que hicieran reír a Lee, pero ésta le provocó una carcajada que enseguida transformó en un sollozo ronco y estremecido. Había descubierto, años atrás, que era capaz de llorar a voluntad y que una persona llorando tenía el poder de desviar una conversación en la dirección que quisiera.

– Gracias -dijo, algo que había aprendido de Ig con los años: nada hacía sentirse mejor a las personas consigo mismas que el que alguien les diera las gracias sin necesidad constantemente. Después, con voz áspera y ahogada, añadió-: Te tengo que dejar.

Era la frase perfecta, ideal para ese momento, pero también era cierta, puesto que veía a Merrin en el camino de entrada, al volante de la camioneta de su padre. Ig le dijo que estaría allí enseguida.

La observó a través de la ventana de la cocina mientras subía por el camino, estirándose la blusa, elegantemente vestida con una falda de lino azul y una camisa blanca cuyos botones desabrochados dejaban ver la cruz de oro. Piernas desnudas, zapatos azules abiertos por detrás. Había elegido con cuidado la ropa antes de venir, había decidido qué imagen quería dar. Se terminó el ron con coca-cola de camino a la puerta y la abrió en el momento preciso en que Merrin levantaba una mano para llamar. Lee todavía tenía los ojos brillantes y llorosos de su conversación con Ig y se preguntó si no convendría dejar escapar alguna lágrima, pero después decidió que no. Era mejor dar la impresión de que luchaba por contener el llanto.

– Hola, Lee -dijo Merrin con aspecto de estar conteniendo también las lágrimas. Le colocó una mano sobre la mejilla y después se le acercó.

Fue un abrazo breve, pero durante un instante tuvo la nariz en su pelo y sus pequeñas manos apoyadas en el pecho. El pelo de Merrin desprendía un intenso, casi ácido, olor a limones y menta y Lee pensó que era el perfume más arrebatador que jamás había olido, mejor incluso que el olor a coño mojado. Se había acostado con muchas chicas y conocía todos sus olores, todos sus sabores, pero Merrin era distinta. A veces tenía la impresión de que si no oliera de esa manera podría olvidarse de ella.

– ¿Quién ha venido? -preguntó mientras estaba en la casa con el brazo rodeándole todavía la cintura.

– Eres la primera… -dijo Lee y estuvo a punto de añadir: A la que he llamado. Pero se dio cuenta de que sería un error y además resultaría… ¿qué?… ¿raro? Inesperado. Un error por el momento, en todo caso. Así que en lugar de ello dijo-: En llegar. He llamado a Ig y después a ti. No sé en qué estaba pensando; tenía que haber llamado antes de nada a mi padre.

– ¿Has hablado con él?

– Hace unos minutos.

– Pues ya está. ¿Quieres sentarte? ¿Quieres que me ocupe yo de llamar a la gente?

La condujo hacia el dormitorio de invitados, donde estaba su madre. No le preguntó si quería verla, se limitó a echar a andar y Merrin le siguió. Quería que viera a su madre, quería ver la cara que ponía.

Se detuvieron en el umbral. Lee había encendido el aparato de aire acondicionado junto a la ventana y lo había puesto al máximo en cuanto su madre murió, pero en la habitación aún se respiraba un calor seco y febril. Su madre tenía los brazos marchitos cruzados sobre el pecho y las escuálidas manos agarrotadas, como si tratara de apartar algo de sí. Y lo había hecho, había intentado desembarazarse de los edredones que la cubrían hacia las nueve y media, pero estaba demasiado débil. Los edredones extra estaban ahora cuidadosamente doblados y guardados y una sábana azul limpia era lo único que la cubría. Con la muerte había adquirido facciones de pájaro; parecía un polluelo muerto tras caerse del nido. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás y la boca abierta de par en par dejando ver los dientes empastados.

– Ay, Lee -dijo Merrin apretándole los dedos con los suyos. Había empezado a llorar y Lee pensó que tal vez él debería hacerlo también.

– Intenté taparle la cara con una sábana. Pero no sé, no me parecía bien. Luchó durante tanto tiempo, Merrin…

– Lo sé.

– Pero no me gusta verla así, con los ojos abiertos. ¿Te importaría cerrárselos?

– Claro que no. Tú ve a sentarte, Lee.

– ¿Te tomarás una copa conmigo?

– Por supuesto. Enseguida voy.

Fue a la cocina y le preparó una bebida fuerte. Después se quedó mirando su propio reflejo en el aparador concentrándose en llorar. Le resultaba más difícil que de costumbre, pues en realidad estaba un poco excitado. Cuando Merrin entró en la cocina las lágrimas empezaban a rodar por las mejillas. Se inclinó hacia delante y exhaló con fuerza emitiendo un sonido muy parecido a un sollozo. Ella se le acercó; también lloraba, lo sabía por lo entrecortado de su respiración, aunque no le veía la cara. Fue ella quien le hizo volverse conforme empezaba a respirar con normalidad y rompía en roncos y furiosos sollozos.

Merrin le pasó las manos por detrás de la cabeza, le acercó hacia sí y le habló en susurros.

– Te quería muchísimo -dijo-. Estuviste a su lado en todo momento y eso significó mucho para ella.

Y etcétera, etcétera. Todo cosas por el estilo a las que Lee no prestó atención alguna.

Era casi cuarenta centímetros más alto que ella, de manera que para acercársele tenía que bajar la cabeza. Lee apretó la cara contra su pecho, buscando el hueco entre ambos senos, y cerró los ojos, aspirando aquel casi astringente olor a menta. Con una mano tiró del dobladillo de su blusa, pegándosela al cuerpo pero al mismo tiempo deformando la abertura del escote, de manera que podía ver el nacimiento ligeramente pecoso de sus pechos, la copa de su sujetador. Tenía la otra mano apoyada en su cintura y la movió arriba y abajo por la cadera, y ella no le dijo que parara. Rompió a llorar con la cara entre sus pechos y Merrin le habló en susurros y le meció. Lee le besó el arranque del pecho izquierdo. Se preguntó si ella se había dado cuenta -tenía la cara tan mojada que tal vez no- y empezó a levantar el rostro para ver su expresión, para ver si le había gustado. Pero ella le empujó de nuevo la cabeza hacia abajo, estrechándole contra su pecho.

– Adelante, no te contengas -susurró con voz suave y excitada-. No te cortes. Ya pasó todo y estamos los dos solos. Nadie te va a ver.

Mientras hablaba sujetaba la boca de él contra su pecho.

Lee empezó a notar su erección bajo los pantalones y entonces reparó en la postura de Merrin, con una pierna metida entre su dos muslos. Se preguntó si ver el cadáver también la habría excitado. Había una teoría en psicología según la cual algunas personas encuentran afrodisiaca la presencia de un muerto. Un cadáver era como la tarjeta de «Quedas libre de la cárcel» del Monopoly, una licencia para cometer cualquier locura. Después de follársela, ella podría aplacar su sentimiento de culpa -si es que lo tenía, Lee no creía exactamente en la culpa, más bien en la necesidad de arreglar las cosas para adecuarlas a las normas sociales- diciéndose a sí misma que ambos se habían dejado llevar por la pena, por lo desesperado de sus necesidades. La besó de nuevo en el pecho, y otra vez, y ella no hizo ademán alguno de escapar.

– Te quiero, Merrin -susurró, porque era lo que había que decir en ese momento y lo sabía. Lo haría todo más sencillo, para él y para ella. Mientras lo decía tenía una mano en la cadera de ella y se mecía, obligándola a balancearse sobre sus talones, de manera que tenía el culo apoyado contra la encimera central de la cocina. Le había levantado la falda hasta media altura del muslo, tenía una pierna entre sus muslos y notaba el calor de su pubis apretado contra él.

– Yo también te quiero -dijo, pero su tono ya no era el mismo-. Los dos te queremos, Lee. Ig y yo.

Considerando la postura en que estaban resultó raro que dijera algo así, que sacara a Ig a colación. Merrin bajó las manos de detrás de su cabeza y las posó suavemente en sus caderas. Lee hizo ademán de agarrarle la blusa con la intención de abrírsela -lástima si para ello tenía que arrancar un par de botones- pero se le enganchó una mano en la pequeña cruz que Merrin llevaba al cuello al tiempo que dejaba escapar un sollozo convulso. Tiró de la cruz, se escuchó un leve tintineo metálico y ésta se soltó y se deslizó por la parte delantera de la blusa de Merrin.

– Lee -dijo ésta apartándole-, mi cruz.

La cruz cayó al suelo con suavidad y ambos se quedaron mirándola. Lee se agachó y se la tendió. El sol se reflejó en ella e iluminó la cara de Merrin con un resplandor dorado.

– Te la puedo arreglar.

– Como la otra vez, ¿no? -dijo ella sonriendo, con las mejillas ruborizadas y los ojos llorosos. Jugueteó con la blusa. Un botón se le había desabrochado y Lee le había mojado el inicio de los pechos. Se inclinó hacia delante, puso sus manos sobre las de él y cerró los dedos alrededor de la cruz-. Quédatela y me la das cuando esté arreglada. Esta vez no hace falta que recurras a Ig como intermediario.

Lee se estremeció a su pesar; por un momento se preguntó si Merrin se refería a lo que él pensaba que quería decir con esas palabras. Pero estaba claro que sí, estaba claro que sabía cómo la interpretaría exactamente. Muchas de las cosas que Merrin decía tenían doble significado, uno para consumo público y otro destinado sólo a él. Llevaba años enviándole mensajes.

Merrin le miró con expresión comprensiva y le preguntó:

– ¿Hace cuánto que no te cambias de ropa?

– No sé. Dos días.

– Muy bien. Quiero que quites esa ropa y que te metas en la ducha.

Notó los muslos tensos y la polla caliente contra su muslo. Dirigió una mirada hacia la puerta principal. No le daba tiempo a lavarse antes de hacer el amor.

– Va a venir gente.

– Pero todavía no ha llegado nadie. Hay tiempo. Vamos, te llevo la copa.

Caminó delante de ella por el pasillo, más excitado de lo que había estado en toda su vida y agradecido a sus calzoncillos, que mantenían la polla en su sitio. Pensó que Merrin le seguiría hasta el cuarto de baño y le ayudaría a desabrocharse los pantalones, pero se limitó a cerrar la puerta suavemente detrás de él.

Se desnudó, se metió en la ducha y la esperó bajo el fuerte chorro de agua caliente. Había vapor por todas partes, tenía el pulso acelerado y su erección empezaba a decaer. Cuando Merrin metió una mano entre las cortinas y le alargó una copa, otro ron con coca-cola, pensó que a continuación entraría ella desnuda, pero en cuanto cogió el vaso la mano desapareció.

– Ha llegado Ig -dijo con voz suave y llena de decepción.

– He llegado en tiempo récord -dijo Ig desde algún lugar detrás de Merrin-. ¿Cómo estás, tío?

– Hola, Ig -dijo Lee. La voz de su amigo le sorprendió tan desagradablemente como si de repente se hubiera cortado el agua caliente-. Estoy bien, dadas las circunstancias. Gracias por venir.

El «gracias» no le salió del todo bien, pero supuso que Ig interpretaría la irritación de su voz como una señal de tensión emocional.

– Te traeré algo para que te vistas -dijo Merrin; después los dos se marcharon y escuchó cerrarse la puerta.

Se quedó de pie bajo el chorro de agua caliente, medio furioso porque Ig estuviera ya allí, preguntándose si sospecharía algo -no-, si había imaginado que tal vez… No, no. Ig había venido corriendo porque un amigo le necesitaba. Así era él.

No estaba seguro de cuánto tiempo llevaba allí hasta que le empezó a doler la mano derecha. Se la miró y vio que sujetaba la cruz, con la cadena de oro rodeándole la mano y cortándole la piel. Merrin le había mirado a los ojos con la camisa desabotonada y le había ofrecido la cruz. No podía haberlo dicho más claro, cuando él tenía una pierna entre sus muslos y ella se dejaba hacer. Había cosas que no se atrevía a decir directamente, pero él comprendía bien el mensaje que le estaba enviando. Colgó la cadena con la cruz del cabezal de la ducha y la miró balancearse, destellando en la última luz de la mañana, transmitiendo: Sin moros en la costa. Pronto Ig estaría en Inglaterra y ya no habría necesidad de ser cautos, nada que les impidiera hacer lo que estaban deseando.

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