Capítulo 44

Después de leer el mensaje final de Merrin, de dejarlo a un lado, de leerlo otra vez y de nuevo dejarlo a un lado, Ig salió de la chimenea; necesitaba alejarse un rato del olor a cenizas y carbonilla. Permaneció en la habitación que estaba debajo del horno respirando profundamente el último aire de la tarde antes de darse cuenta de que las serpientes no habían hecho acto de presencia. Estaba solo en la fundición, o casi. Una única serpiente, la serpiente de cascabel del bosque, yacía enroscada en la carretilla, durmiendo hecha un ovillo. Tuvo la tentación de ir y acariciarle la cabeza e incluso llegó a dar un paso hacia ella, pero se detuvo. Mejor no, pensó, y se miró la cruz que llevaba al cuello y después su sombra ascendiendo por la pared en la última luz rojiza del día. Vio la sombra de un hombre alto y flaco. Aún notaba los cuernos en las sienes, sentía su peso, cómo las puntas cortaban el aire fresco del atardecer, pero en la sombra sólo aparecía él. Pensó que si se acercaba ahora a la serpiente, con la cruz de Merrin alrededor del cuello, había muchas posibilidades de que le clavara sus colmillos.

Examinó las dimensiones de su sombra trepando por la pared de ladrillo y comprendió que, si quería, podría irse a casa. Con la cruz al cuello había recuperado su humanidad, si es que aún la quería. Dejaría atrás los últimos dos días, una pesadilla de sufrimiento y pánico, y sería el mismo de siempre. Este pensamiento le produjo un alivio casi doloroso, un placer casi sensual. Podía ser Ig Perrish y no el demonio, ser un hombre y no un horno con patas.

Seguía dándole vueltas a la idea cuando la serpiente de la carretilla levantó su cabeza iluminada por reflejos blancos. Alguien subía por el camino. Al principio Ig supuso que se trataría de Lee, que volvía para recuperar la cruz y cualquier otra prueba incriminatoria que pudiera haberse olvidado.

Pero cuando el coche se detuvo frente a la fundición reconoció el Saturno color esmeralda de Glenna. Lo vio desde la plataforma que presidía una caída de doscientos metros. Glenna salió del coche dejando un reguero de humo tras de sí. Tiró el cigarrillo a la hierba y lo apagó con el pie. Durante el tiempo que llevaba con Ig había dejado de fumar dos veces, y una de ellas había conseguido resistir una semana.

Ig la miró desde la ventana mientras caminaba hacia el edificio. Se había pasado con el maquillaje, siempre lo hacía. Lápiz de labios color cereza oscuro, pelo cardado, sombra de ojos y colorete rosa brillante. Por la expresión de su cara, Ig supo que no quería entrar. Bajo su máscara pintada parecía asustada y triste, casi desvalida. Llevaba unos vaqueros negros ajustados de cintura baja que dejaban ver el comienzo de su trasero, un cinturón de tachuelas y un top blanco que enseñaba su vientre fofo y el tatuaje de la cadera, la cabeza de un conejito de Playboy. Le conmovió verla, todo en ella parecía estar pidiendo a gritos: Por favor, que alguien me quiera.

– ¡Ig! -llamó-. Iggy, ¿estás ahí? ¿Estás por aquí?

Se puso una mano en la boca a modo de amplificador.

Ig no respondió y Glenna bajó la mano.

Caminó de ventana en ventana mirándola caminar entre los matorrales hacia la parte trasera de la fundición. El sol daba al otro lado del edificio, como la pavesa de un cigarrillo chisporroteando en el pálido telón del cielo. Mientras Glenna cruzaba hacia la pista Evel Knievel, Ig se deslizó hasta el suelo por una puerta y se acercó a ella en círculos. Avanzó sigiloso entre la hierba y bajo el rescoldo de luz agonizante. Glenna le daba la espalda y no le vio llegar.

Se detuvo al principio de la pista y se fijó en las marcas de fuego en la tierra, el lugar donde el suelo había quedado calcinado. El bidón rojo de gasolina seguía allí, medio oculto entre la maleza y caído de lado. Ig continuó avanzando, cruzando el prado detrás de Glenna e internándose entre los árboles y matojos, a la derecha de la pista. En la pradera que rodeaba la fundición todavía era por la tarde, pero bajo los árboles había anochecido. Jugueteó inquieto con la cruz, frotándola entre los dedos índice y pulgar, pensando en cómo acercarse a Glenna y en qué le diría. En lo que se merecía de él.

Glenna miró las marcas de fuego en la tierra y la lata roja de gasolina y por último, pendiente abajo, al agua. Ig la veía juntar las piezas de un puzle, reconstruyendo lo ocurrido. Respiraba más fuerte y con la mano derecha buscó algo en el bolso.

– Madre mía, Ig -dijo-. Madre mía.

Sacó un teléfono.

– No lo hagas -dijo Ig.

Glenna se tambaleó sobre sus talones. Su teléfono móvil, suave y rosado como una pastilla de jabón, se deslizó de su mano y cayó al suelo, rebotando en la hierba.

– ¿Se puede saber qué coño estás haciendo? -preguntó pasando del dolor a la furia en el tiempo que necesitó para recuperar el equilibrio. Miró en dirección a una hilera de arándanos y hacia las sombras bajo los árboles-. Me has dado un susto de muerte.

Echó a andar hacia él.

– Quédate donde estás -dijo Ig.

– ¿Por qué no quieres…? -empezó a preguntar, pero luego se detuvo-. ¿Llevas una falda?

Por entre los árboles se coló una pálida luz rosácea que iluminó la falda y el estómago al aire de Ig. Su torso, sin embargo, permanecía en penumbra.

La expresión de sonrojo y furia de la cara de Glenna dio paso a una sonrisa incrédula que revelaba más miedo que diversión.

– ¡Ig! -exclamó-. ¡Ig, cariño!

Se acercó un poco.

– ¿Qué haces aquí?

– Destrozaste nuestro apartamento -dijo Glenna-. ¿Por qué?

Ig no respondió, no sabía qué decir.

Glenna bajó la vista y se mordió el labio.

– Supongo que alguien te contó lo mío con Lee la otra noche.

Por supuesto no recordaba que ella misma se lo había contado el día anterior. Se obligó a mirarle de nuevo.

– Ig, lo siento mucho. Puedes odiarme si quieres. Es algo con lo que ya contaba, pero quiero asegurarme de que estás bien. -Respirando suavemente y en voz baja añadió-: Por favor, déjame ayudarte.

Ig tuvo un escalofrío. Aquello era casi más de lo que podía soportar, escuchar otra voz humana ofreciéndole su ayuda, una voz llena de afecto y preocupación. Sólo hacía dos días que se había convertido en un demonio, pero el tiempo en el que supo lo que significaba ser amado por alguien parecía existir en una suerte de pasado borroso que hacía mucho que había dejado atrás. Le asombraba estar hablando con Glenna con toda normalidad, era como un milagro corriente, tan sencillo y agradable como beberse una limonada bien fresca en un día de calor. Glenna no sentía el impulso de desvelarle sus impulsos secretos o vergonzosos; sus secretos más oscuros eran sólo eso, secretos. Ig se llevó de nuevo la mano a la cruz de Merrin, su pequeño círculo particular y preciado de humanidad.

– ¿Cómo sabías que me encontrarías aquí?

– Estaba en el trabajo viendo las noticias locales y dijeron lo del coche quemado que había aparecido en la orilla del río. Las cámaras estaban demasiado lejos y no podía ver si era el Gremlin, y la señora de la tele decía que la policía no había confirmado aún la marca ni el modelo. Pero tuve un presentimiento, uno malo. Así que llamé a Wyatt Farmes, ¿te acuerdas de Wyatt? Le ayudó a mi primo Gary a pegarse una barba postiza cuando éramos niños, para ver si así le vendían cerveza.

– Me acuerdo. ¿Por qué le llamaste?

– Vi que su grúa era la que había sacado el coche del río. Es a lo que se dedica ahora, tiene un taller mecánico, y supuse que podría decirme qué coche era. Me dijo que estaba tan chamuscado que aún no lo sabían, porque no tenía nada salvo el armazón y las puertas, pero que suponía que se trataba de un Hornet o de un Gremlin, y que seguramente sería un Gremlin porque es un coche que está más de moda últimamente. Y pensé: Madre mía, alguien ha quemado el coche de Ig. Y después me pregunté si contigo dentro. Pensé que tal vez lo habías hecho tú mismo. Sabía que si decidías hacer algo así sería aquí. Para estar cerca de ella. -Le dirigió otra mirada tímida y asustada-. Entiendo que destrozaras nuestro apartamento…

– Tu apartamento. Nunca fue de los dos.

– Yo intenté que lo fuera.

– Ya lo sé. Sé que hiciste lo que pudiste. Pero yo no.

– ¿Por qué quemaste el coche? ¿Por qué estás aquí, vestido con… eso?

Tenía los puños cerrados y apretados contra el pecho. Intentó sonreír.

– Cariño, tienes pinta de haber pasado por un infierno.

– Podría decirse que ha sido así.

– Anda, vamos, sube al coche, Ig. Vamos al apartamento, te quitas esa falda, te das una ducha y volverás a ser persona.

– ¿Y volveremos a donde estábamos antes?

– Exactamente.

Ése era el problema. Con la cruz alrededor del cuello Ig podía volver a ser el mismo de antes, podía recuperar todo lo que tenía, si lo quería, pero no merecía la pena. Si vas a vivir en un infierno entonces ser uno de los diablos puede suponer una ventaja. Se llevó las manos a la nuca, se soltó la cadena de la cruz de Merrin y la colgó de una rama. Después apartó los arbustos y salió a la luz, para que Glenna le viera tal y como era ahora.

Por un instante tembló, después dio un paso atrás, tambaleándose, clavando un tacón en la tierra blanda, que cedió a su peso. Estuvo a punto de torcerse un tobillo antes de recuperar el equilibrio. Abrió la boca para proferir un grito, un verdadero grito de película de terror, un aullido profundo y torturado. Pero de su garganta no salió nada y, casi inmediatamente, su cara redonda había recuperado su expresión normal.

– Odiabas cómo estábamos antes -dijo el diablo.

– Lo odiaba -asintió Glenna, recuperando la expresión de dolor.

– Todo.

– No. Había un par de cosas que me gustaban. Me gustaba cuando hacíamos el amor. Cerrabas los ojos y yo sabía que estabas pensando en ella, pero no me importaba porque podía conseguir que te sintieras bien y eso me bastaba. Y también me gustaba cuando preparábamos el desayuno juntos los sábados por la mañana, un desayuno como Dios manda, con beicon, huevos y zumo, y después veíamos cualquier tontería en la tele y parecías feliz de pasarte todo el día sentado conmigo. Pero odiaba saber que nunca te importaría de verdad. Odiaba saber que no teníamos un futuro juntos y odiaba oírte hablar sobre lo divertida y lo lista que era Merrin. No podía competir con eso, nunca habría podido.

– ¿De verdad quieres que vuelva al apartamento?

– Yo soy la que no quiere volver. Odio ese apartamento. Odio vivir allí, quiero marcharme. Me gustaría empezar de cero en alguna otra parte.

– ¿Y adonde irías? ¿Dónde serías feliz?

– Iría a casa de Lee -dijo. La cara le brillaba y sonreía con una mezcla de dulzura y asombro, como una niña que ve Disneylandia por primera vez-. Iría vestida con una gabardina y no llevaría nada debajo; le daría una agradable sorpresa. Lee está deseando que vaya a verle. Esta tarde me ha mandado un mensaje diciendo que si tú no aparecías deberíamos…

– ¡No! -exclamó Ig con voz ronca y echando humo por la nariz.

Glenna se sobresaltó y se alejó de él.

Ig tomó aire y sorbió el humo que había expulsado. Cogió a Glenna del brazo, la encaminó en dirección del coche y echó a andar. La doncella y el demonio caminaron a la luz del horno del crepúsculo mientras el diablo la aleccionaba:

– No te relaciones con Lee. A ver, ¿qué ha hecho él por ti en toda su vida salvo regalarte una cazadora robada y tratarte como a una puta? Tienes que mandarle a tomar por culo. Te mereces algo mejor. Tienes que dar menos y pedir más, Glenna.

– Me gusta hacer cosas por la gente -dijo Glenna con una vocecilla valiente, como si le diera vergüenza.

– Tú también eres gente, así que ¿por qué no haces algo por ti? -Mientras hablaba, concentraba su voluntad en los cuernos y experimentaba calambres de placer en los nervios que los atravesaban-. Además, piensa en cómo has sido tratada. He destrozado tu apartamento, llevas días sin verme y luego vienes aquí y me encuentras haciendo el maricón vestido con una falda. Tirarte a Lee Tourneau no te servirá para vengarte de mí, necesitas hacer algo más. Te voy a dar una idea. Vete a casa, saca la cartilla del banco, vacía la cuenta y pégate unas buenas vacaciones. ¿Nunca has tenido ganas de dedicarte algo de tiempo a ti misma?

– Sería una pasada, ¿no? -dijo Glenna, pero al instante se le borró la sonrisa y añadió-: Me metería en problemas. Una vez pasé treinta días en la cárcel, y no quiero volver.

– Nadie te va a molestar. No después de haber venido hasta la fundición y haberme pillado aquí con mi faldita de encaje haciendo el maricón. Mis padres no te van a enviar a un abogado; no quieren que cosas como ésta se sepan. Además, toma mi tarjeta de crédito. Me apuesto a que mis padres seguirán unos cuantos meses pagando las facturas. La mejor manera de vengarse de alguien es mirarles por el espejo retrovisor mientras te alejas. Te mereces algo mejor, Glenna.

Estaban junto al coche de ésta. Ig abrió la puerta y la sostuvo para que entrara. Glenna le miró la falda y después a la cara. Sonreía. Y a la vez lloraba, gruesas lágrimas de rímel negro.

– ¿Es lo que te va, Ig? ¿Las faldas? ¿Por eso nunca nos lo pasábamos especialmente bien en la cama? De haberlo sabido habría intentado…, no sé, me habría esforzado más.

– No -dijo Ig-. Sólo la llevo porque no tengo unos leotardos rojos y una capa.

– ¿Unos leotardos rojos y una capa?

Glenna parecía algo confusa.

– ¿No es así como viste el diablo? Como un disfraz de superhéroe. En muchos sentidos creo que Satanás fue el primer superhéroe.

– Querrás decir supervillano.

– No. Héroe, sin duda. Piénsalo. En su primera aventura, adoptaba forma de serpiente para liberar a dos prisioneros a quienes ha encerrado desnudos en una jungla del Tercer Mundo un megalómano todopoderoso. Y ya de paso, amplió su dieta y les inició en su propia sexualidad. Es como un cruce entre Hombre Animal y el doctor Phil.

Glenna rió -una risa extraña, desgarbada y confusa-, pero le entró hipo y se le borró la sonrisa.

– Entonces, ¿dónde piensas ir? -preguntó Ig.

– No sé -dijo-. Siempre he querido ir a Nueva York. Nueva York de noche, con los taxis circulando con las ventanillas abiertas y música extranjera saliendo por ellas. Los vendedores de cacahuetes, esos cacahuetes dulces, por las esquinas. Los siguen vendiendo, ¿no?

– No sé si siguen. Antes desde luego sí, pero no he vuelto desde que murió Merrin. Ve a comprobarlo. Lo vas a pasar genial, como en tu vida.

– Y si largarse es tan bueno -dijo Glenna-, si resarcirme de todo es tan maravilloso, ¿por qué me siento como una mierda?

– Porque todavía no estás allí. Porque sigues aquí, y para cuando te hayas marchado todo lo que recordarás es que me viste vestido para el baile con mi mejor falda azul. Todo lo demás… lo olvidarás.

Para dar esta última instrucción concentró toda su fuerza de voluntad en los cuernos, tratando de que el pensamiento penetrara muy adentro en la cabeza de Glenna, más profundamente de lo que nunca la había penetrado en la cama.

Ésta asintió mirándole con ojos fascinados e inyectados en sangre.

– Olvidar. Vale.

Hizo ademán de meterse en el coche, después vaciló y miró a Ig por encima de la puerta.

– La primera vez que hablé contigo fue aquí. ¿Te acuerdas? Estábamos unos cuantos asando un zurullo. Qué cosa, ¿eh?

– Desde luego -dijo Ig-. De hecho, algo parecido es lo que tengo planeado para esta noche. Adelante, Glenna. Ya sabes, por el espejo retrovisor.

Glenna asintió y se dispuso a meterse en el coche, después se irguió, se inclinó sobre la puerta y le besó en la frente. Vio algunas cosas malas de ella que no sabía; había pecado a menudo y siempre contra sí misma. La sorpresa le hizo dar un paso atrás, con el tacto frío de sus labios aún en la frente y el olor a cigarrillo y a pipermín de su aliento en la nariz.

– Eh -dijo.

Glenna sonrió.

– A ver qué haces, Ig. Pareces incapaz de pasar una sola tarde en la fundición sin jugarte la vida.

– Sí -dijo-. Ahora que lo mencionas, se está convirtiendo en una costumbre.

Caminó de vuelta hasta la pista Evel Knievel para observar la brasa incandescente del sol hundirse en el río Knowles y consumirse poco a poco. Allí de pie, entre la hierba crecida, escuchó un curioso gorjeo que parecía provenir de un insecto desconocido. Lo escuchó con bastante claridad, pues con la oscuridad las langostas se habían callado. De todas maneras agonizaban ya, la maquinaria zumbona de su lascivia decaía conforme el verano tocaba a su fin. Escuchó el sonido de nuevo; procedía de los matorrales a su izquierda.

Se agachó para investigar y vio el teléfono de carcasa rosa semitransparente de Glenna en la hierba pajiza, donde se le había caído. Lo cogió y lo abrió. En el buzón de entrada había un mensaje de texto de Lee:

Q llevs puesto?

Ig se retorció, nervioso, la perilla mientras pensaba. Todavía no sabía si era capaz de hacerlo por teléfono, si la influencia de los cuernos podía transmitirse por radio y ser redirigida desde un satélite. Por otra parte, era un hecho de todos sabido que los teléfonos móviles los carga el diablo.

Seleccionó el mensaje de Lee y pulsó el botón de llamada.

Lee contestó al segundo ring.

– Dime que llevas algo sexy. Ni siquiera tiene por qué ser verdad, se me da muy bien imaginarme las cosas.

Ig abrió la boca pero habló con la voz suave, entrecortada y melosa de Glenna:

– Pues barro y polvo, eso es lo que llevo puesto. Estoy metida en un lío, Lee. Necesito que alguien me ayude. Me he quedado tirada con el puto coche.

Lee vaciló, y cuando habló de nuevo lo hizo con voz baja y medida:

– ¿Y dónde te has quedado tirada, corazón?

– Aquí, en la puta fundición -dijo Ig con la voz de Glenna.

– ¿La fundición? ¿Qué haces allí?

– He venido a buscar a Iggy.

– Pero ¿para qué quieres buscarlo? Glenna, eso ha sido una estupidez. Ya sabes que no es de fiar.

– Lo sé, pero no lo puedo evitar, estoy preocupada por él y su familia también. Nadie sabe dónde está, se ha perdido el cumpleaños de su abuela y no coge el teléfono. Por lo que sabemos, podría estar muerto. No lo puedo soportar y odio pensar que puede haberle pasado algo y que es culpa mía. En parte es también tuya, gilipollas.

Lee dijo riendo:

– Bueno, probablemente. Pero sigo sin entender qué haces en la fundición.

– Le gusta venir por aquí en esta época del año porque es donde murió Merrin. Así que pensé en echar un vistazo y el coche se me ha quedado atascado, e Iggy no está por ninguna parte. La otra noche me hiciste el favor de llevarme a casa. ¿Te importaría repetir?

Lee dudó un momento. Después dijo:

– ¿Has llamado a alguien más?

– Eres la primera persona que se me ha ocurrido -dijo Ig convertido en Glenna-. Vamos, no me hagas suplicar. Estoy de barro basta las orejas. Necesito cambiarme de ropa y lavarme.

– Vale -dijo Lee-. De acuerdo, pero con la condición de que me dejes mirar. Mientras te lavas, quiero decir.

– Eso depende de la prisa que te des en llegar aquí Estoy dentro de la fundición, esperándote. Cuando veas dónde se me ha quedado atascado el coche te vas a reír de mí. Vas a ver, te vas a quedar muerto.

– Estoy deseando verlo -dijo Lee.

– Date prisa, no me gusta estar aquí sola.

– Ya me lo imagino. No debe de haber más que fantasmas. Tranquila, que voy a por ti.

Ig colgó sin decir adiós. Después estuvo un rato agachado sobre las marcas de fuego en la pista Evel Knievel. El sol se había ocultado sin que se diera cuenta y el cielo había adquirido un color ciruela intenso, pespunteado por estrellas. Se irguió y se dirigió de vuelta a la fundición, para prepararse para la llegada de Lee. Se detuvo y recogió la cruz de Merrin de la rama del roble donde la había colgado y también cogió el bidón rojo de gasolina. Aún quedaba un cuarto de su contenido.

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