Capítulo 21

Ig se alejó de la casa de sus padres, del cuerpo destrozado de su abuela y de Terry y su terrible confesión sin saber con exactitud adonde se dirigía. Más bien sabía adonde no pensaba ir, ni al apartamento de Glenna ni al pueblo. Se sentía incapaz de ver otro rostro humano, de escuchar otra voz humana.

En su cabeza trataba con todas sus fuerzas de mantener una puerta cerrada mientras desde el otro lado dos hombres la empujaban, tratando de abrirse paso hasta sus pensamientos. Eran su hermano y Lee Tourneau. Necesitó toda su fuerza de voluntad para impedir que los invasores entraran en su último refugio, para mantenerlos fuera de su cabeza. No sabía lo que ocurriría cuando por fin lo consiguieran, algo que, estaba seguro, terminaría por suceder.

Condujo por la estrecha carretera estatal, atravesando extensos pastos iluminados por el sol y pasando debajo de árboles cuyas ramas colgaban sobre la carretera, pasillos de parpadeante oscuridad. Vio un carro de supermercado abandonado en una cuneta junto a la carretera y se preguntó por qué esos carros terminaban en ocasiones en un lugar así, donde no había nada. Demostraba que cuando alguien abandonaba algo ignoraba por completo qué uso harían de ello otras personas. Ig había abandonado a Merrin una noche -había dejado sola a su mejor amiga en el mundo en un ataque de ira inmadura y de superioridad moral- y mira lo que había pasado.

Recordó cuando había bajado por la pista Evel Knievel subido en el carro de supermercado diez años antes y se llevó la mano a la nariz en un gesto inconsciente; seguía torcida en el punto donde se la había roto. En su mente se formó involuntariamente una imagen de su abuela bajando la larga pendiente de la colina frente a la casa en su silla de ruedas, las grandes ruedas de goma trazando surcos en la ladera de hierba. Se preguntó qué se habría roto al chocar contra la cerca. Esperaba que fuera el cuello. Vera le había dicho que cada vez que le veía sentía ganas de morirse y para Ig sus deseos eran órdenes. Le gustaba pensar que siempre había sido un nieto atento. Si la había matado lo consideraría un buen comienzo. Pero todavía quedaba mucho trabajo por delante.

Le dolía el estómago y lo atribuyó a la infelicidad hasta que empezaron a sonarle las tripas y tuvo que admitir que en realidad estaba hambriento. Trató de pensar dónde podría conseguir comida con un mínimo de interacción humana y fue entonces cuando reparó en El Abismo, a la izquierda de la carretera.

Era el lugar de la última cena, donde había pasado su última noche con Merrin. Desde entonces no había vuelto y sospechaba que no sería bien recibido. Este pensamiento se lo tomó como una invitación y condujo hasta el aparcamiento.

Era primera hora de la tarde, ese intervalo indolente y atemporal que sigue al almuerzo y precede al momento en que la gente empieza a llegar a tomar una copa después del trabajo. Sólo había unos pocos coches aparcados que Ig supuso que pertenecían a los alcohólicos profesionales. El letrero de fuera decía:


ALITAS DE POLLO A 10 CENTAVOS Y CERVEZA BUDWEISER

A 2 DÓLARES.

DESPEDIDAS DE SOLTERA. ENTRA Y PREGÚNTANOS.

AUPA GIDEON SAINTS


Salió del coche con el sol a la espalda proyectando una sombra de casi tres metros de largo, una figura delgada y huesuda con cuernos negros que apuntaban a la puerta roja de El Abismo.


* * *

Cuando cruzó el umbral, Merrin ya estaba allí. Aunque el lugar estaba lleno de universitarios viendo el partido la localizó enseguida. Estaba sentada en su reservado habitual y se volvió para mirarle. La sola visión de Merrin -en especial cuando llevaban un tiempo separados- siempre tenía en él el peculiar efecto de hacerle pensar en su propio cuerpo. No la había visto en tres semanas y después de esta noche no volvería a verla hasta Navidades, pero entretanto habría cóctel de gambas y algunas cervezas y diversión entre las sábanas frescas y recién planchadas de la cama de Merrin. El padre y la madre de Merrin estaban de camping en Winnipesaukee y tenían su casa para los dos solos. A Ig se le secó la boca sólo de pensar en lo que le esperaba después de cenar, y una parte de él no entendía por qué se molestaban en comer y beber. Otra parte de él, sin embargo, sentía que era importante no tener prisa, tomarse su tiempo para disfrutar de la velada.

No era como si no tuvieran nada de qué hablar. Merrin estaba preocupada y no hacía falta ser un genio para entender por qué. Ig se marchaba a las doce menos cuarto del día siguiente en un vuelo de British Airways para trabajar con Amnistía Internacional y estarían separados por un océano durante medio año. Nunca habían pasado tanto tiempo sin verse.

Siempre sabía cuándo Merrin estaba preocupada por algo, conocía todos los síntomas. Se apartaba de él. Se dedicaba a alisar cosas con las manos -servilletas, su falda, las corbatas de él-, como si planchar estas prendas sin importancia sirviera para suavizar el camino hasta algún refugio futuro para los dos. Se olvidaba de reír y hablaba de las cosas con seriedad y madurez. Verla así le resultó gracioso, le hacía pensar en una niña pequeña vestida con las ropas de su madre. Era incapaz de tomarse su seriedad en serio.

No era lógico que estuviera preocupada. Aunque Ig sabía que la preocupación y la lógica rara vez van de la mano. Pero lo cierto es que ni siquiera habría aceptado el trabajo en Londres si ella no se lo hubiera dicho, si no le hubiera empujado a hacerlo. No estaba dispuesta a que dejara pasar esa oportunidad y había rebatido incansablemente todos sus argumentos en contra. Le había dicho que no le pasaría nada por probarlo seis meses. Que si lo odiaba siempre podía volver a casa. Pero no lo iba a odiar. Era justo el tipo de cosa que siempre había querido hacer, su trabajo ideal, los dos lo sabían. Y si le gustaba el trabajo -y así sería- y quería quedarse en Inglaterra, ella se reuniría con él. Harvard tenía un programa de intercambio con el Imperial College de Londres y su tutor de Harvard, Shelby Clarke, era el encargado de seleccionar a los candidatos; así que lo tenía muy fácil. En Londres podrían alquilar un apartamento. Ella le serviría té con pastas en bragas y después echarían un polvo a la inglesa. Ig se quedó sin argumentos, la palabra inglesa para «bragas» siempre le había resultado mucho más sexy que la americana. Así que aceptó el empleo y en verano se marchó a Nueva York para hacer un curso de formación y orientación de tres semanas. Y ahora había vuelto y Merrin ya estaba alisando cosas y a él no le sorprendía.

Caminó hasta la mesa abriéndose paso entre la concurrencia. Se inclinó para besarla antes de deslizarse en el asiento frente a ella. Merrin no le devolvió el beso en la boca, así que tuvo que conformarse con darle un beso rápido en la sien.

Tenía delante de ella una copa vacía de Martini y cuando llegó la camarera pidió otro y una cerveza para Ig. Éste la observó con placer. La suave línea de la garganta, el oscuro brillo de su pelo en la luz tenue, y al principio le siguió la corriente en lo que estaba diciendo, murmurando respuestas cuando se suponía que debía hacerlo y sólo escuchando a medias. No empezó a prestar realmente atención hasta que Merrin dijo que debía tomarse su estancia en Londres como unas vacaciones de su relación, e incluso entonces pensó que le estaba gastando una broma. No se dio cuenta de que hablaba en serio hasta que empezó a decir que sería bueno para los dos pasar tiempo con otras personas.

– ¿Sin la ropa puesta? -preguntó Ig.

– No estaría mal -contestó, y se bebió medio Martini de golpe.

Fue la forma en que dio el trago más que lo que dijo lo que le asustó. Bebía para hacer acopio de valor y por lo menos se había tomado ya un Martini -tal vez dos- antes de que él llegara.

– ¿Me consideras incapaz de esperar unos pocos meses? -preguntó. Se disponía a hacer un chiste sobre la masturbación, pero algo extraño le ocurrió antes de llegar a la frase graciosa. El aliento se quedó atrapado en la garganta y fue incapaz de seguir.

– No quiero preocuparme por lo que pasará de aquí a unos pocos meses. No podemos saber cómo te vas a sentir dentro de unos meses. O cómo me sentiré yo. No quiero que pienses que tienes que volver a casa sólo para estar conmigo. Ni que des por hecho que me voy a trasladar allí. Preocupémonos sólo del presente. Míralo de esta manera. ¿Con cuántas chicas has estado, en toda tu vida?

Ig la miró fijamente. Había visto muchas veces esa expresión de preocupación, de concentración, pero nunca hasta entonces le había dado miedo.

– Sabes perfectamente la respuesta -dijo.

– Sólo conmigo. Y nadie hace eso. Nadie pasa toda su vida con la primera persona con la que se acuesta. Ya no. No hay un solo hombre en el planeta que lo haga. Tiene que tener otras historias, al menos dos o tres.

– ¿Así es como lo llamas? ¿Historias? Qué fina.

– Bueno, vale -dijo ella-. Tienes que follarte a unas cuantas personas más.

Se escuchó una ovación del público del local. Un clamor de aprobación. Un jugador había tocado base con la pelota en la mano.

Ig iba a decir algo pero tenía la boca pastosa y necesitó dar un trago de cerveza. En el vaso sólo quedaba un culo. No recordaba cuándo le habían servido la cerveza ni era consciente de habérsela bebido. Estaba tibia y salada, como un trago de mar. Había esperado hasta hoy, doce horas antes de que partiera al otro lado del océano, para decirle esto, para decirle…

– ¿Estás rompiendo conmigo? ¿Quieres dejarme y has esperado hasta ahora precisamente para decírmelo?

La camarera estaba junto a su mesa con un cuenco de patatas fritas y una sonrisa rígida.

– ¿Queréis pedir ya? -preguntó-. ¿O queréis beber algo más?

– Otro Martini y otra cerveza, por favor -dijo Merrin.

– No quiero otra cerveza -dijo Ig sin reconocer esa voz pastosa y hosca, casi infantil.

– Entonces dos Martinis de lima -dijo Merrin.

La camarera se retiró.

– ¿De qué coño va esto? Tengo un billete de avión, un apartamento alquilado, una oficina. ¡Me esperan el lunes por la mañana para empezar a trabajar y me vienes con esta mierda! ¿Qué es lo que pretendes? ¿Que les llame mañana y les diga: «Gracias por darme un trabajo para el que había otros setecientos candidatos, pero creo que voy a pasar»? ¿Es una especie de examen para ver si me importas más que este trabajo? Porque si es así admitirás que es inmaduro e insultante.

– No, Ig. Quiero que te vayas y quiero que…

– Que me tire a otra.

Merrin encogió los hombros y a Ig le sorprendió lo feas que habían sonado sus palabras.

Pero Merrin asintió y tragó saliva.

– Más tarde o más temprano vas a acabar haciéndolo.

Ig tuvo un pensamiento absurdo formulado con la voz de su hermano: Bueno, así son las cosas. Puedes vivir la vida como un lisiado o como un pringado cobarde. No estaba seguro de que Terry hubiera pronunciado nunca esas palabras, pensó que se las había inventado por completo, y sin embargo le parecía recordarlas con la misma claridad con que alguien recuerda el estribillo de su canción favorita.

La camarera dejó con suavidad el Martini de Ig en la mesa y éste se lo llevó inmediatamente a la boca, bebiéndose un tercio de un trago. Era la primera vez que lo bebía y su sabor fuerte y azucarado le quemó la garganta y le cogió por sorpresa. El líquido descendió poco a poco por su garganta y le llegó a los pulmones. Su pecho era un horno de fundición y la cara le picaba por el sudor. Se llevó la mano al nudo de la corbata y forcejeó con él hasta soltarlo. ¿Por qué se habría puesto una camisa? Se estaba cociendo con ella. Era un infierno.

– Siempre te quedaría la duda de lo que te has perdido -dijo Merrin-. Los hombres sois así. Sólo intento ser práctica. No pienso esperar a que te cases conmigo para que después intentes huir de la crisis de la mediana edad acostándote con la canguro. No estoy dispuesta a que me eches la culpa de todo lo que te has perdido en la vida.

Hizo un esfuerzo por armarse de paciencia, por recuperar un tono calmado, de buen humor. Lo de calmado podía hacerlo, lo del buen humor no.

– No me digas cómo son los otros hombres. Yo sé lo que quiero. Quiero la vida con la que hemos estado soñando todos estos años. ¿Cuántas veces hemos hablado del nombre que le vamos a poner a nuestros hijos? ¿Crees que no era en serio?

– Lo que creo es que eso es parte del problema. Estás viviendo como si ya tuviéramos hijos, como si ya estuviéramos casados. Pero no es así. Para ti los hijos ya existen porque viven en tu cabeza y no en el mundo. Yo ni siquiera estoy segura de querer tener hijos.

Ig se arrancó la corbata y la tiró sobre la mesa. No soportaba la sensación de tener algo alrededor del cuello en aquel momento.

– Pues me has engañado muy bien. Las ochenta mil veces que hemos hablado del tema parecías estar muy convencida.

– No sé qué es lo que quiero. Desde que te conozco no he tenido ocasión de pensar en mi propia vida como algo separado de ti. No ha habido un solo día…

– ¿Así que te estoy agobiando? ¿Eso es lo que me quieres decir? Eso es una gilipollez.

Merrin apartó la cara y miró hacia otro lado esperando a que se le pasara el enfado. Ig inspiró con un estertor sibilante. Se dijo: No grites, y lo intentó de nuevo.

– ¿Te acuerdas de aquel día en la casa del árbol? -preguntó-. La casa del árbol que nunca volvimos a encontrar, con las cortinas blancas. Dijiste que algo así no les pasaba a las parejas normales. Dijiste que nosotros éramos diferentes. Que nuestro amor nos hacía especiales, que dos personas entre un millón tenían lo que teníamos nosotros. Dijiste que estábamos hechos el uno para el otro. Que las señales estaban claras.

– No fue una señal, sólo fue un polvo vespertino en la casa del árbol de alguien.

Ig movió la cabeza despacio de un lado a otro. Hablar con Merrin aquella noche estaba siendo como intentar espantar con las manos una nube de avispas. No servía para nada, dolía, y sin embargo no podía dejar de hacerlo.

– ¿No te acuerdas de que la estuvimos buscando? La buscamos todo el verano y nunca la encontramos. ¿Y de que tú dijiste que nos la habíamos inventado?

– Eso lo dije para que dejáramos de buscarla. Es exactamente de lo que estoy hablando, Ig. ¡Tú y tu pensamiento mágico! Un polvo no puede ser simplemente un polvo. Siempre tiene que ser una experiencia trascendental, que te cambia la vida. Es deprimente, da grima y estoy cansada de hacer como que es algo normal. Joder, ¿te estás escuchando? ¿A qué coño viene ahora hablar de la casa del árbol de los cojones?

– Ya me estoy cansando de tanta palabrota -dijo Ig.

– ¿No te gusta? ¿No te gusta oírme hablar de follar? ¿Por qué, Ig? ¿Te estropea la imagen que tienes de mí? Tú no quieres a alguien real. Quieres una aparición sagrada para machacártela mientras piensas en ella.

La camarera dijo:

– Supongo que todavía no habéis decidido.

Estaba de nuevo de pie junto a su mesa.

– Dos más -dijo Ig y la camarera se marchó.

Se miraron. Ig estaba agarrado a la mesa y se sentía peligrosamente inclinado a volcarla.

– Cuando nos conocimos éramos unos niños -dijo Merrin-. Nuestra relación enseguida fue mucho más seria que la mayoría de las relaciones de instituto. Tal vez podamos volver a estar juntos dentro de un tiempo y comprobar si nos queremos de adultos igual que nos queríamos de niños. No lo sé. Quizá cuando haya pasado algo de tiempo podamos ver qué tiene cada uno que ofrecer al otro.

– ¿Qué tiene cada uno que ofrecer al otro? -repitió Ig-. Estás hablando como un agente de préstamos.

Merrin se acariciaba la garganta con una mano. Tenía los ojos tristes y fue entonces cuando Ig reparó en que no llevaba puesta la cruz. Se preguntó si aquello tendría algún significado especial. La cruz había sido como un anillo de compromiso, mucho antes de que cualquiera de los dos hubiera hablado de estar juntos durante toda la vida. Lo cierto es que era incapaz de recordar haberla visto nunca sin ella, un pensamiento que le llenó el pecho de dolor y vértigo.

– Entonces, ¿ya has pensado en alguien? ¿Alguien a quien follarte con la excusa de reflexionar sobre nuestra relación?

– Eso no es lo que estoy diciendo. Sólo estoy…

– Sí estás diciendo eso. De eso se trata precisamente, lo acabas de decir tú misma. Tenemos que follarnos a otras personas.

Merrin abrió la boca y después la cerró. Volvió a abrirla.

– Sí, supongo que sí. Supongo que eso es parte del problema. Yo también necesito acostarme con otras personas. Si no probablemente te irías a Londres y llevarías una vida de monje. Te será más fácil pasar página si sabes que yo lo he hecho.

– Así que hay alguien.

– Hay alguien con quien he salido… una o dos veces.

– Mientras yo estaba en Nueva York. -No era una pregunta, sino una afirmación-. ¿Quién es?

– No le conoces y no importa.

– De todas maneras quiero saberlo.

– No es importante. Yo no te voy a hacer preguntas sobre lo que hagas cuando estés en Londres.

– Querrás decir sobre con quién lo hago.

– Eso. Lo que sea. No quiero saberlo.

– Pero yo sí. ¿Cuándo pasó?

– ¿Cuándo pasó qué?

– ¿Cuándo has empezado a ver a este tío? ¿La semana pasada? ¿Qué le has dicho? ¿Por qué tenéis que esperar hasta que yo me haya marchado a Londres? ¿O es que no habéis esperado?

Merrin entreabrió los labios para responder e Ig vio algo en sus ojos, algo pequeño y terrible, y entonces notó un sarpullido en la piel y supo algo que no quería saber. Supo que Merrin llevaba todo el verano preparando este momento, desde la primera vez que le animó a aceptar el trabajo.

– ¿Hasta dónde habéis llegado? ¿Ya te lo has follado?

Merrin negó con la cabeza, pero Ig no supo si estaba diciendo que no o negándose a contestar la pregunta. Trataba de contener las lágrimas. Ig no sabía cuándo había empezado aquello y le sorprendió no sentir la necesidad de consolarla. Se sentía presa de un sentimiento que no lograba comprender, una combinación perversa de furia y excitación. Una parte de él se sorprendió al descubrir que le agradaba sentirse víctima de una injusticia, tener una excusa para herirla. Ver cuánto daño era capaz de infligir. Quería acosarla a preguntas. Y al mismo tiempo le vinieron a la cabeza imágenes. De Merrin de rodillas envuelta en una maraña de sábanas, haces de luz brillante que se colaban entre las persianas y dibujaban rayas en su cuerpo, de alguien acariciando sus caderas desnudas. El pensamiento le excitó y le horrorizó a partes iguales.

– Ig -dijo Merrin con suavidad-, por favor.

– Déjatede por favor. Hay algo que no me estás contando. Dime si te lo has follado ya.

– No.

– Bien. ¿Ha estado allí alguna vez? ¿En tu apartamento contigo cuando te llamé desde Nueva York? ¿Allí sentado con la mano debajo de tu falda?

– No. Comimos juntos, Ig. Eso fue todo. Hablamos de vez en cuando. Sobre todo de la universidad.

– ¿Piensas en él alguna vez cuando estás follando conmigo?

– Por Dios, no. ¿Cómo puedes preguntar eso?

– Porque quiero saberlo todo. Quiero saber hasta el más puto detalle de lo que no me estás contando, cada sucio secreto.

– ¿Por qué?

– Porque así me resultará más fácil odiarte.

La camarera estaba rígida junto a su mesa. Paralizada justo cuando se disponía a servirles las bebidas.

– ¿Qué coño estás mirando? -le preguntó Ig, y la chica retrocedió tambaleándose.

La camarera no era la única que les miraba. En las mesas de alrededor la gente tenía las cabezas vueltas hacia ellos. Unos cuantos espectadores les miraban con expresión grave, mientras que otros, en su mayoría parejas jóvenes, les observaban divertidos, esforzándose por no reír. Nada resultaba tan entretenido como una discusión de pareja en público.

Cuando Ig volvió los ojos hacia Merrin ésta se había levantado y estaba de pie detrás de su silla. Tenía la corbata de Ig en la mano. La había cogido cuando él la tiró y desde entonces había estado alisándola y doblándola sin cesar.

– ¿Dónde vas? -preguntó Ig y la sujetó por el hombro cuando intentó escabullirse. Merrin se apoyó en la mesa. Estaba borracha. Los dos lo estaban.

– Ig -dijo-. El brazo.

Sólo entonces se dio cuenta de que le estaba estrujando el brazo, clavando en él los dedos con fuerza suficiente para notar el hueso. Tuvo que hacer un esfuerzo consciente por abrir la mano.

– No me estoy escapando -dijo Merrin-. Necesito un momento para lavarme -añadió llevándose la mano a la cara.

– No hemos terminado esta conversación. Hay muchas cosas que no me estás contando.

– Si hay cosas que no quiero contarte no es por egoísmo. Es que no quiero hacerte daño, Ig.

– Demasiado tarde.

– Porque te quiero.

– No te creo.

Lo dijo para hacerla daño -en realidad no sabía si la creía o no- y sintió una alegría salvaje al ver que lo había conseguido. Los ojos de Merrin se llenaron de lágrimas, se tambaleó y apoyó una mano en la mesa una vez más para recuperar el equilibrio.

– Si no te he dicho algunas cosas ha sido para protegerte. Ya sé lo buena persona que eres y te mereces más que lo que has sacado de estar conmigo.

– Por fin estamos de acuerdo en algo. En que me merezco algo mejor.

Merrin esperó a que siguiera hablando, pero no podía, de nuevo le faltaba el aliento. Merrin se volvió y echó a andar a través de la gente hacia el lavabo de señoras. Ig se terminó el Martini mientras la veía marcharse. Estaba guapa vestida con aquella blusa blanca y una falda gris perla, y reparó en que dos chicos universitarios se volvían a su paso para mirarla y después uno de ellos dijo algo y el otro se rió.

Sintió que la sangre se le espesaba en las venas y las sienes le latían. No vio al hombre que estaba junto a la mesa ni le oyó decir: «Señor»; no le vio hasta que el tipo se inclinó para mirarle a la cara. Tenía cuerpo de culturista, con fuertes hombros que se marcaban bajo una camiseta blanca deportiva pegada y ojos azules y pequeños que sobresalían bajo una frente huesuda y prominente.

– Señor -repitió-, vamos a tener que pedirle a usted y a su mujer que se marchen. No podemos permitir que maltrate al personal.

– No es mi mujer. Es sólo alguien con quien solía follar.

El hombre corpulento -¿barman?, ¿gorila?-dijo:

– Aquí no nos gusta ese tipo de lenguaje. Guárdeselo para otra clase de sitios.

Ig se levantó, sacó su cartera y puso dos billetes de veinte dólares en la mesa antes de dirigirse hacia la puerta. Mientras caminaba le dominó una sensación de justicia. Déjala, fue lo que pensó. Cuando estaba sentado frente a ella, todo lo que quería era sonsacarle todos los secretos y hacer que sufriera todo lo posible en el proceso. Pero ahora que estaba fuera de su vista y que tenía espacio para respirar, sentía que sería un error darle más tiempo para justificar lo que había decidido hacerle. No quería quedarse y darle la oportunidad de diluir su odio con lágrimas, con más charlas sobre cómo le quería. No estaba dispuesto a comprender y tampoco quería sentir compasión.

Cuando volviera se encontraría la mesa vacía. Su ausencia sería más elocuente que cualquier cosa que dijera si se quedaba. No importaba que no tuviera coche. Era adulta, podía buscarse un taxi. ¿No era ése su argumento para follarse a alguien mientras él estuviera en Inglaterra? ¿Demostrar que era realmente adulta?

Nunca en su vida había estado tan seguro de estar haciendo lo correcto, y conforme se acercaba a la salida escuchó lo que parecía una ovación, un ruido de patadas en el suelo y palmas que creció en intensidad hasta que por fin abrió la puerta y se encontró con que estaba diluviando.

Cuando llegó al coche tenía las ropas empapadas. Metió la marcha atrás y arrancó antes siquiera de encender los faros. Puso los limpiaparabrisas a máxima velocidad y éstos empezaron a apartar la lluvia a latigazos, pero el agua seguía cayendo a raudales por el cristal, distorsionando su visión de las cosas. Escuchó un crujido y al mirar hacia abajo vio que se había chocado contra un poste de teléfono.

No pensaba salir a comprobar los daños. Ni se le pasó por la imaginación. Antes de incorporarse a la carretera, sin embargo, miró por la ventana del asiento del pasajero y, aunque la cortina de agua casi la tapaba, pudo ver a Merrin a unos pocos metros, de pie y encogida para protegerse de la lluvia. El pelo le caía en mojados mechones. Le dirigió una mirada de infelicidad a través del aparcamiento pero no le hizo gesto alguno para que se detuviera, para que la esperara o diera la vuelta. Ig pisó el acelerador y se alejó.

Veía el mundo pasar a gran velocidad por la ventana, una confusa sucesión de verdes y negros. Hacia el final de la tarde la temperatura había alcanzado los treinta y seis grados. El aire acondicionado estaba puesto al máximo, llevaba así todo el día. Sentado allí entre ráfagas de aire refrigerado apenas era consciente de que tiritaba con sus ropas empapadas.

Las emociones se acompasaban con su respiración. Al exhalar la odiaba y sentía ganas de decírselo y verle la cara mientras lo hacía. Al inhalar sentía una punzada de dolor por haberse marchado y haberla dejado bajo la lluvia, y quería volver y susurrarle que subiera al coche. La imaginaba todavía allí parada, esperándole. Miró por el espejo retrovisor por si la veía, pero, claro, para entonces El Abismo ya estaba casi un kilómetro atrás. En su lugar vio un coche de policía negro con la sirena en el techo pisándole los talones.

Miró el cuentakilómetros y descubrió que iba casi a noventa por hora cuando el límite era sesenta. Los muslos le temblaban con tal fuerza que casi le dolían. Con el pulso desbocado, aflojó el pie del acelerador y cuando vio un Dunkin' Donuts cerrado a la derecha de la carretera se desvió y detuvo el coche.

El Gremlin seguía circulando a demasiada velocidad y los neumáticos derraparon en la tierra, levantando piedras. Por el espejo lateral vio pasar de largo el coche de policía, sólo que no era un coche de policía, tan sólo un Pontiac negro con baca portaequipajes.

Permaneció temblando detrás del volante mientras esperaba a que el corazón recuperara su ritmo normal. Transcurridos unos minutos decidió que tal vez era un error seguir conduciendo con semejante tiempo, especialmente si tenía en cuenta que además estaba borracho. Esperaría a que dejara de llover; de hecho ya llovía menos. Lo siguiente que pensó es que Merrin tal vez estuviera intentando llamarle a su casa para asegurarse de que había llegado bien, y le alegró imaginar la respuesta de su madre: No, Merrin, no ha llegado todavía. ¿Ha pasado algo?

Entonces se acordó del móvil. Probablemente Merrin probaría a llamarle primero al móvil. Lo sacó del bolsillo, lo apagó y lo tiró al asiento del pasajero. Estaba seguro de que llamaría, y la idea de que pudiera imaginar que le había pasado algo -que había tenido un accidente o que, trastornado, se hubiera estampado adrede contra un árbol- le llenaba de satisfacción.

Lo siguiente que tenía que hacer era dejar de temblar. Echó el asiento hacia atrás y apagó el motor, cogió una cazadora del asiento trasero y se la extendió sobre las rodillas. Escuchó la lluvia tamborileando sobre el techo del coche cada vez más despacio, con la violencia de la tormenta ya extinguida. Cerró los ojos y se relajó al ritmo de la lluvia y no los abrió hasta las siete de la mañana, cuando los rayos del sol se abrieron paso entre las copas de los árboles.

Se apresuró a volver a casa y una vez allí se duchó, se vistió y cogió su equipaje. Aquélla no era la manera en que había planeado marcharse. Sus padres y Vera estaban desayunando en la cocina y los primeros parecieron divertidos al verle correr de un lado a otro, nervioso y desorientado. No le preguntaron dónde había estado toda la noche. Creían saberlo. Su madre esbozaba una pequeña sonrisa e Ig prefirió dejarla así, sonriendo, antes que preocupada por él.

Terry estaba en casa -era el paréntesis estival de Hothouse- y le había prometido llevarle al aeropuerto de Logan, pero aún no se había levantado. Vera dijo que había estado toda la noche por ahí con sus amigos y que no había llegado a casa hasta el amanecer. Había oído su coche y al mirar por la ventana había visto a Terry vomitando en el jardín.

– Es una pena que estuviera aquí y no en Los Ángeles -dijo la abuela-. Los paparazzi se han perdido una buena exclusiva. Gran estrella de la televisión echando la papilla en los rosales. A la revista People le habría encantado. Ni siquiera llevaba la misma ropa con la que había salido de casa.

Lydia pareció menos divertida entonces y picoteó nerviosa el pomelo que estaba desayunando.

El padre de Ig se reclinó en la silla mirando a su hijo.

– ¿Estás bien, Ig? Parece que te pasa algo.

– Me parece que Terry no fue el único que se divirtió anoche -dijo Vera.

– ¿Estás bien para conducir? -preguntó Derrick-. Si esperas diez minutos me visto y te llevo.

– Termínate el desayuno tranquilamente. Es mejor que me vaya antes de que se me haga tarde. Dile a Terry que espero que no hubiera bajas y que le llamaré desde Inglaterra.

Ig besó a todos, les dijo que les quería y salió al frescor de la mañana y a la hierba brillante por el rocío. Recorrió los noventa kilómetros hasta el aeropuerto de Logan en cuarenta y cinco minutos. No se encontró con tráfico hasta la última parte del camino, pasado el circuito de carreras de Suffolk Downs, donde arrancaba una colina en cuya cima había una cruz de diez metros de altura. Estuvo un tiempo parado detrás de una fila de camiones, a la sombra de la cruz. En el resto del país era verano pero allí, bajo la profunda sombra que la cruz proyectaba sobre la carretera, parecía finales de otoño, y por unos instantes tuvo frío. Le parecía recordar vagamente que se llamaba la Cruz de Don Orsillo, pero no tenía ningún sentido. Orsillo era el comentarista deportivo del equipo de béisbol de los Red Sox.

Las carreteras estaban despejadas, pero la terminal de British Airways estaba llena a rebosar e Ig llevaba billete de clase turista, así que tuvo que esperar una larga cola. La zona de facturación estaba llena de voces resonantes, de golpeteos de tacones altos en el suelo de mármol y de mensajes indescifrables emitidos por megafonía. Ya había facturado el equipaje y estaba esperando otra cola, la de los controles de seguridad, cuando sintió antes que oyó cierto alboroto a su espalda. Se volvió y vio a gente apartándose, haciendo sitio para un destacamento de agentes de policía con chalecos antibalas y cascos y armados con fusiles de asalto caminando hacia él. Uno de ellos hacía gestos con las manos señalando hacia la cola de gente.

Cuando les dio la espalda vio que más agentes venían desde el otro lado. Caminaban con los cañones de los fusiles apuntando al suelo y los visores de los cascos cubriéndoles los ojos. Examinaban con los ojos ocultos el tramo de la cola donde estaba Ig. Las armas daban miedo, pero no tanto como la expresión fría y gris de sus caras.

Entonces fue cuando reparó en otra cosa, la más extraña de todas. El oficial al mando, el que había hecho gestos indicando a sus hombres que se desplegaran para cubrir las salidas, parecía estar apuntándole con su fusil.

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