Capítulo 45

Supuso que Lee necesitaría al menos media hora para llegar hasta allí, más si venía desde Portsmouth. No parecía mucho tiempo y se alegró de ello. Cuanto más pensara en lo que tenía que hacer, menores eran las posibilidades de que llegara a hacerlo.

Había caminado hasta la entrada de la fundición y se disponía a trepar por la abertura que daba a la sala grande cuando escuchó un ruido de motor de coche a sus espaldas. De inmediato experimentó una descarga de adrenalina que le produjo escalofríos. Las cosas estaban sucediendo a gran velocidad; no era posible que fuera Lee, a no ser que se encontrara ya en su coche cuando Ig le llamó. Pero no era el Cadillac rojo de Lee, sino un Mercedes negro, y por alguna razón Terry estaba al volante.

Ig se agachó y dejó el bidón de gasolina apoyado contra la pared. Estaba tan poco preparado para ver a su hermano -aquí, ahora- que le costó trabajo aceptarlo. Terry no podía estar allí porque su avión ya debía haber aterrizado en California, y a estas alturas Terry tendría que estar ya disfrutando del calor semitropical y el sol del Pacífico en Los Ángeles. Ig le había ordenado marcharse, hacer lo que más le apetecía -que era poner tierra por medio- y eso debía haber bastado.

El coche giró y aminoró la marcha al acercarse al edificio, avanzando entre la hierba crecida y frondosa. Al ver a Terry, Ig se enfureció y se alarmó. Su hermano no pintaba nada allí y ahora casi no tendría tiempo de deshacerse de él.

Se arrastró a hurtadillas por el suelo de cemento, manteniendo la cabeza agachada. Llegó a la esquina de la fundición al mismo tiempo que el Mercedes, entonces apretó el paso y alargó una mano hacia la puerta del asiento del pasajero. La abrió y saltó dentro del coche.

La primera reacción de Terry fue gritar e intentar abrir la puerta de su lado para salir, pero entonces reconoció a su hermano y se detuvo.

– Ig -jadeó-, ¿qué eres? -Su mirada se detuvo en la falda mugrienta y después regresó a la cara de su hermano-. ¿Se puede saber qué coño te has hecho?

Al principio Ig no le entendió, no comprendía por qué estaba Terry tan conmocionado. Pero después reparó en la cruz, que aún sujetaba en la mano izquierda, con la cadena enrollada alrededor de los dedos, y comprendió que estaba neutralizando el poder de los cuernos. Por primera vez desde que había vuelto a casa, Terry estaba viendo a Ig tal y como era. El Mercedes avanzó a trompicones entre los matorrales de verano.

– ¿Por qué no paras el coche, Terry? -dijo Ig-. Antes de que nos caigamos por la pista Evel Knievel y terminemos en el río.

Terry pisó el freno y el coche se detuvo con brusquedad. Los dos permanecieron sentados en silencio. Terry respiraba entrecortadamente con la boca abierta. Estuvo largo tiempo mirando a Ig con expresión vacía y perpleja. Después se echó a reír, una risa convulsa y aterrorizada, pero que vino acompañada de una mueca en los labios que era casi una sonrisa.

– Ig, ¿qué estás haciendo aquí… así?

– Perdona, pero esa pregunta me corresponde hacerla a mí. ¿Qué estás haciendo aquí? Tenías un vuelo hoy.

– ¿Cómo has…?

– Tienes que irte de aquí, Terry. No tenemos mucho tiempo.

Mientras hablaba miró por el espejo retrovisor, vigilando la carretera. Lee estaría a punto de aparecer.

– ¿Tiempo para qué? ¿Qué va a pasar? -Terry vaciló un segundo y luego dijo-: ¿Por qué llevas falda?

– Tú, más que cualquier otra persona, deberías reconocer un homenaje a Motown cuando lo ves.

– ¿Cómo que Motown? ¿De qué hablas?

– De que tienes que largarte de aquí inmediatamente. Más claro, agua. Eres la persona equivocada en el lugar equivocado y en el momento equivocado, Terry.

– Pero ¿de qué me estás hablando? Me estás asustando. ¿Qué es lo que va a pasar? ¿Por qué no haces más que mirar por el espejo retrovisor?

– Estoy esperando a alguien.

– ¿A quién?

– A Lee Tourneau.

Terry palideció.

– Ah -dijo-. Ya. ¿Y por qué?

– Sabes perfectamente por qué.

– Ah. O sea que ya lo sabes. ¿Qué es lo que sabes exactamente?

– Todo. Que estabas en el coche y que habías perdido el conocimiento. Y que lo organizó todo para que no pudieras contar nada.

Terry tenía las manos en el volante y movía los pulgares de arriba abajo. Tenía los nudillos blancos.

– Lo sabes todo. ¿Y por qué sabes que viene hacia aquí?

– Lo sé.

– Le vas a matar -dijo Terry. Era una afirmación, no una pregunta.

– Evidentemente.

Terry observó de nuevo la falda, los pies descalzos y sucios de Ig, su piel enrojecida, que parecía haberse quemado al sol. Dijo:

– Vámonos a casa, Ig. Vamos a casa y hablamos de esto. Mamá y papá están preocupados por ti. Vamos a casa para que sepan que estás bien y hablamos los cuatro. Seguro que pensamos en algo.

– Yo ya lo tengo todo pensado. Deberías haberte marchado a Los Ángeles. Te dije que lo hicieras.

Terry negó con la cabeza.

– ¿Qué es eso de que me dijiste que me fuera? No te he visto en todo el tiempo que llevo aquí. No hemos hablado ni una sola vez.

Ig miró por el espejo retrovisor y vio los faros de un coche. Se volvió en el asiento y miró por la ventanilla trasera. Un coche pasaba por la autopista, al otro lado de la pequeña franja de bosque que separaba la fundición de la carretera. Los faros parpadearon entre los troncos de los árboles en un veloz staccato, una persiana que se abría y cerraba enviando señales de luz: rápido, rápido. El coche pasó de largo sin desviarse, pero era cuestión de minutos hasta que llegara otro que sí se desviaría por el camino de grava hacia donde ellos estaban. Ig bajó la mirada y entonces reparó en la maleta de Terry y en la funda de su trompeta junto a ella.

– Has hecho el equipaje -dijo-. Así que debías de tener planeado irte. ¿Por qué no lo has hecho?

– Lo hice.

Ig le miró, interrogante, pero Terry negó con la cabeza.

– No tiene importancia. Olvídalo.

– No, cuéntamelo.

– Después te lo cuento.

– No, ahora. ¿Qué quieres decir? Si te fuiste, ¿cómo es que estás aquí?

Terry le miró con los ojos brillantes y vacíos de expresión. Tras unos instantes empezó a hablar, meditada y lentamente.

– No tiene ningún sentido, ¿vale?

– No, no vale. Para mí tampoco tiene ningún sentido, por eso quiero que me lo expliques.

Terry se pasó la lengua por los labios resecos. Cuando habló, lo hizo con voz serena pero algo apresurada. Dijo:

– Decidí que me volvía a Los Ángeles. Que tenía que largarme del «pabellón psiquiátrico». Papá estaba cabreado conmigo. Vera está en el hospital y nadie sabe dónde te has metido. Se me metió en la cabeza que no estaba haciendo nada de provecho en Gideon y que tenía que irme, volver a Los Ángeles, ponerme a ensayar y mantenerme ocupado. Papá me dijo que irme así era lo más egoísta que podía hacer, estando como están las cosas, y sabía que tenía razón, pero de alguna manera no me importaba. Lo único que me apetecía era marcharme. Pero según me alejaba de Gideon iba sintiéndome cada vez peor. Si encendía la radio y ponían una canción que me gustaba, empezaba a pensar en cómo adaptarla para tocarla con el grupo. Y entonces me acordaba de que ya no tengo grupo, de que no tengo a nadie con quien ensayar.

– ¿Cómo que no tienes a nadie con quien ensayar?

– No tengo trabajo -dijo Terry-. Me despedí. He dejado Hothouse.

– ¿Qué me estás contando? -preguntó Ig. Al visitar los pensamientos de Terry no había encontrado nada sobre eso.

– La semana pasada. No lo podía soportar. Después de lo de Merrin dejó de ser divertido. De hecho era lo contrario de divertido. Era un infierno. Me refiero a tener que sonreír y fingir que te lo estás pasando bien, y tocar canciones alegres cuando lo que quieres es gritar. Cada vez que tocaba la trompeta, en realidad estaba gritando. Los de la Fox me pidieron que me tomara un fin de semana libre para pensármelo. No es que me hayan amenazado directamente con demandarme por incumplimiento de contrato si no me presento a trabajar la semana que viene, pero sé que eso es lo que hay. Y además me importa tres cojones. No tienen nada que ofrecerme que me pueda interesar.

– Así que cuando recordaste que ya no tienes un programa de televisión fue cuando decidiste dar la vuelta y volver a casa.

– No inmediatamente. La verdad es que me dio un poco de miedo…, era como tener doble personalidad. Una parte de mí necesitaba salirse de la interestatal y volver a Gideon. La otra volvía a imaginar que tenía ensayos. Al final, cuando casi había llegado al aeropuerto de Logan… ¿Sabes esa colina con la cruz gigantesca, la que está justo después de pasar el circuito de carreras de Suffolk Downs?

A Ig se le pusieron los brazos de piel de gallina.

– ¿Como de seis metros de alto? Ya sé cuál es. Antes pensaba que se llamaba Don Orsillo, pero no.

– Don Orione. Es el nombre de la residencia de ancianos que se ocupa de su mantenimiento. Me paré allí. Hay una carretera que lleva hasta la cruz, atravesando el barrio de viviendas protegidas. No llegué hasta la cruz, sólo paré el coche para poder pensar y aparqué a la sombra.

– ¿A la sombra de la cruz?

Su hermano asintió distraído.

– La radio seguía puesta, la emisora de la universidad, ya sabes cuál es. Allí, tan al sur, no llega bien la señal, pero no había cambiado de emisora. Entonces entró el chico que da las noticias y dijo que el puente de Old Fair Road en Gideon estaba ya abierto, después de haber permanecido cerrado unas cuantas horas mientras la policía sacaba un coche que se había incendiado del banco de arena. Oír aquello del coche me dio como mal rollo, así tal cual. Porque llevábamos dos días sin saber nada de ti y porque el banco de arena está al lado de la fundición. Y más o menos ésta es la época del año en que murió Merrin. Me pareció que todo estaba relacionado. Y de repente no entendí por qué tenía tanta prisa por salir de Gideon. No sabía por qué era tan importante para mí marcharme. Así que volví y cuando estaba entrando en el pueblo se me ocurrió que debería acercarme a la fundición, por si se te ocurría venir hasta aquí para estar cerca de Merrin…, y por si te había pasado algo. Sentí que nada era más importante que asegurarme de que estabas bien. Y aquí estoy. Y tú no estás bien.

Miró a Ig de nuevo y cuando volvió a hablar lo hizo con voz vacilante y temerosa:

– ¿Cómo tenías pensado… matar a Lee?

– Una muerte rápida, que es más de lo que se merece.

– ¿Y sabes lo que yo hice y a mí me perdonas la vida? ¿Por qué no matarme a mí también?

– No eres el único en cagarla cuando está asustado.

– ¿Qué quieres decir con eso?

Ig pensó un momento antes de contestar.

– Odiaba cómo te miraba Merrin cuando tocabas la trompeta. Siempre me daba miedo que se enamorara de ti, en lugar de mí, y no podía soportarlo. ¿Te acuerdas de los diagramas de flujo que dibujabas burlándote de la hermana Bennett? Escribí una nota chivándome. La que te hizo sacar un cero en Ética y consiguió que te expulsaran del recital de final de curso.

Terry le miró confundido, como si Ig le hubiera hablado en un lenguaje incomprensible. Después se echó a reír, una risa tensa y débil pero una risa al fin y al cabo.

– Joder. Todavía me duele el culo de la paliza que me dio el padre Mould.

Pero era incapaz de mantener la sonrisa, y cuando ésta se le hubo borrado de la cara, añadió:

– Pero eso no se puede comparar con lo que yo te hice. Ni de lejos.

– Ya lo sé -dijo Ig-. Sólo lo menciono a modo ilustrativo. Es una regla general, cuando la gente está asustada toma malas decisiones.

Terry trató de sonreír pero más bien parecía a punto de llorar. Dijo:

– Tenemos que irnos.

– No -dijo Ig-. Te vas sólo tú. Ahora mismo.

Mientras hablaba bajó la ventanilla del pasajero. Hizo una bola con la cruz y la cadena, y la tiró a la hierba, se deshizo de ella. Acto seguido concentró su fuerza y su voluntad en los cuernos invocando a todas las serpientes del bosque, instándolas a que se reunieran con él en la fundición.

Terry emitió un sonido desde la garganta, un silbido de asombro.

– ¡Aaaaah! ¡Cuernos! Tienes…, tienes cuernos. En la cabeza. Pero…, Dios, Ig, ¿qué eres?

Ig se volvió. Los ojos de Terry eran como platos llenos de terror, un terror inmenso, casi reverencial.

– No lo sé -dijo Ig-. Hombre o demonio, no estoy seguro. La locura es que aún no está decidido. Lo que sí sé es que Merrin quería que fuera una persona y las personas son capaces de perdonar. Los demonios, en cambio…, no tanto. Así que si te perdono es por ella tanto como por mí. Porque Merrin también te quería.

– Tengo que irme -dijo Terry con voz débil y atemorizada.

– Desde luego. No te conviene estar aquí cuando llegue Lee. Si las cosas salen mal podrías resultar herido, y en todo caso piensa en el perjuicio a tu reputación. Esto no tiene nada que ver contigo, nunca lo tuvo. De hecho, enseguida olvidarás esta conversación. Nunca has estado aquí y esta noche no me has visto. Está todo olvidado.

– Olvidado -repitió Terry estremeciéndose y a continuación parpadeando varias veces, como si le hubieran tirado un jarro de agua fría a la cara-. Dios, necesito largarme de aquí. Si quiero volver a trabajar tengo que salir de este puto sitio.

– Así es. Esta conversación se ha terminado y tú también has terminado aquí. Vete. Vete a casa y diles a papá y a mamá que has perdido el vuelo. Quédate con la gente que te quiere y mañana echa un vistazo al periódico. Todo el mundo dice que ya nunca dan buenas noticias, pero creo que mañana te sentirás mejor después de haber visto la primera página.

Ig quería darle un beso en la mejilla a su hermano, pero tuvo miedo, le preocupaba descubrir algún feo secreto que le hiciera replantearse sus deseos de dejarle ir.

– Adiós, Terry.


* * *

Salió del coche y permaneció quieto mientras se alejaba. El Mercedes avanzó lentamente, surcando la hierba crecida. Después trazó lentamente una curva amplia y desapareció detrás de un gran montón de basura, ladrillos, tablones y latas. Fue entonces cuando Ig se dio la vuelta sin esperar a verlo salir por el otro lado; tenía cosas que hacer. Caminó deprisa junto a la pared exterior de la fundición lanzando miradas hacia la línea de árboles que separaba el edificio de la carretera. En cualquier momento esperaba ver faros de coche acercándose entre los abetos, los faros del coche de Lee.

Subió hasta la habitación que estaba detrás del horno. Daba la impresión de que alguien hubiera entrado en ella con un par de cubos llenos de serpientes, las hubiera soltado y después hubiera salido corriendo. Aparecían desde todos los rincones, caían desde lo alto de pilas de ladrillos. La serpiente que había permanecido en la carretilla se desenroscó y cayó al suelo con un ruido seco. Habría unas cien. Suficiente.

Se agachó y levantó la serpiente de cascabel, agarrándola por la parte central del cuerpo; ya no le daba miedo que le mordiera. El animal le miró con los ojos entrecerrados y expresión de afecto. Sacó su lengua negra y le susurró sin aliento frías palabras de cariño al oído. Ig la besó suavemente en la cabeza y la llevó hasta el horno. Mientras la transportaba se dio cuenta de que no podía leer en ella ningún pecado o culpa, de que no tenía recuerdos de haber hecho alguna vez algo malo. Era inocente, como todas las serpientes. Reptar por la hierba, morder a alguien y causarle parálisis, ya fuera con veneno o con la fuerza de sus mandíbulas, tragarse y sentir el bulto peludo, sabroso y escurridizo de un ratón en la garganta, deslizarse por un agujero oscuro y enroscarse sobre un lecho de hojas. Éstos eran placeres puros, de los que el mundo debería estar hecho.

Se inclinó sobre la chimenea y depositó al animal sobre la manta apestosa que cubría el colchón. Después encendió las velas, creando una atmósfera íntima y romántica. La serpiente se enroscó confortablemente.

– Ya sabes lo que tienes que hacer si me cogen -le dijo Ig-. A la siguiente persona que abra la puerta tienes que morderla y morderla. ¿Lo entiendes?

La serpiente sacó la lengua y lamió dulcemente el aire. Ig la tapó con los bordes de la manta para esconderla y después colocó encima el teléfono rosa con forma de pastilla de jabón de Glenna. Si Lee le mataba a él en lugar de al revés, entraría allí a apagar las velas y cuando viera el teléfono querría llevárselo con él. Había sido usado para llamarle y no le convenía ir dejando pruebas por ahí.

Salió por la portezuela y dejó la puerta casi cerrada. La luz de las velas se escapaba por el resquicio abierto, como si el viejo horno estuviera funcionando de nuevo. Agarró la horca, que estaba apoyada contra la pared justo a la derecha de la puerta.

– Ig -susurró Terry a su espalda.

Ig se volvió con el corazón saliéndosele por la boca y vio fuera a su hermano de pie, de puntillas para ver el interior de la fundición.

– ¿Qué haces aquí todavía? -le preguntó nervioso.

– ¿Eso son serpientes?

Terry se alejó de la puerta cuando vio salir a Ig, que aún llevaba en la mano la caja de cerillas. Las tiró al suelo, hacia la lata de gasolina. Después cogió la horca y la apuntó al pecho de Terry. Alargó el cuello para mirar hacia el prado oscuro, pero no vio ningún Mercedes.

– ¿Dónde está tu coche?

– Detrás de ese montón de mierda -dijo Terry haciendo un gesto en dirección a una pila especialmente alta de basura. Después levantó una mano y apartó suavemente las púas de su pecho.

– Te dije que te marcharas.

La cara de Terry brillaba de sudor en la noche de agosto.

– No -dijo.

A Ig le llevó unos segundos procesar aquella inesperada respuesta.

– Sí -dijo, concentrándose en los cuernos tanto que la sensación de presión y calor le resultó, por una vez, desagradable-. No puedes estar aquí y además yo no te quiero aquí.

Terry se tambaleó, como si Ig le hubiera empujado. Pero recuperó la compostura y se quedó donde estaba, con gesto de concentración.

– Y yo te digo que no. No me puedes obligar. Sea lo que sea lo que me estás haciendo, tiene sus limitaciones. Tú me invitas a marcharme y yo decido si acepto la invitación. Y no la acepto. No pienso irme de aquí y dejar que te enfrentes solo a Lee. Eso es lo que le hice a Merrin y desde entonces mi vida es un infierno. Así que si quieres que me vaya, métete en el coche y ven conmigo. Juntos pensaremos en cómo solucionar esto, en cómo ocuparnos de Lee sin que nadie tenga que morir por ello.

Ig emitió un sonido ahogado de rabia desde el fondo de la garganta y arremetió contra Terry blandiendo la horca. Terry dio un salto atrás esquivando las púas. A Ig le enfurecía no tener poder sobre su hermano. Cada vez que arremetía contra él con la horca, Terry la esquivaba con una sonrisa débil, de incertidumbre. Ig se sentía como si tuviera otra vez diez años y estuviera jugando al látigo.

La luz de unos faros de coche se coló por la línea de árboles que separaba la fundición de la carretera. Alguien se acercaba. Ig y Terry dejaron lo que estaban haciendo y miraron hacia la carretera.

– Es Lee -dijo Ig mirando de nuevo furioso a su hermano-. Ya estás desapareciendo. No puedes ayudarme, lo único que vas a hacer es cagarla. Mantén la cabeza agachada y escóndete en algún lugar seguro.

Le amenazó de nuevo con la horca mientras hacía un último intento de usar los cuernos para doblegar a su hermano.

Esta vez Terry no discutió, sino que echó a correr entre los matorrales hacia el montón de desechos. Ig le miró hasta que hubo llegado a la esquina de la fundición. Después trepó hasta la puerta y entró. A su espalda las luces del Cadillac de Lee cortaban la oscuridad como un abrecartas rasgando un sobre negro.

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