Capítulo 50

Terry regresó a casa la tercera semana de octubre. Era la primera tarde en que no hacía frío y se encontró sin nada que hacer. Condujo hasta la fundición para echar un vistazo.

El gran edificio de ladrillo se alzaba sobre un prado calcinado, entre montones de basura que habían ardido como hogueras y ahora formaban colinas de cenizas, cristal ahumado y cables carbonizados. El edificio estaba cubierto de hollín y todo el lugar emanaba un ligero olor a quemado.

Pero en la parte de atrás, en el principio de la pista Evel Knievel, se estaba bien, la luz penetraba lateralmente entre los árboles con sus disfraces de Halloween, rojo y oro. Estaban en llamas, ardían como gigantescas antorchas. Abajo, el río emitía un suave murmullo que daba el contrapunto al manso susurro del viento. Terry pensó que no le importaría quedarse allí sentado todo el día.

En las últimas semanas había caminado mucho, había pasado mucho tiempo sentado, observando, esperando. A finales de septiembre había puesto a la venta su casa de Los Ángeles y desde que había regresado a Nueva York iba a Central Park casi todos los días. El programa se había terminado y, sin él, no veía razón alguna para seguir viviendo en un lugar sin estaciones en el que no se podía ir caminando a ninguna parte.

Los de la Fox todavía tenían esperanzas de que volviera; habían emitido un comunicado después del asesinato de su hermano diciendo que Terry había decidido tomarse un año sabático, cuando en realidad había dimitido semanas antes de lo ocurrido en la fundición. Que la gente de la televisión dijera lo que quisiera. No pensaba volver. Tal vez dentro de un mes o dos empezaría a tocar otra vez en locales, aunque no tenía ninguna prisa por volver a trabajar. Todo lo que pasara en el mes siguiente ocurriría porque lo hubiera organizado él. Con el tiempo terminaría por decidir qué hacer con su vida. Ni siquiera se había comprado una trompeta nueva aún.

Nadie sabía lo ocurrido aquella noche en la fundición, y puesto que Terry se había negado a hacer declaraciones y todos los demás protagonistas estaban muertos, circulaban todo tipo de teorías absurdas sobre la noche en que Lee y Eric habían muerto. TMZ había publicado la más demencial de todas. Afirmaban que Terry había ido a la fundición en busca de su hermano y se había encontrado allí a Eric Hannity y a Lee Tourneau, discutiendo. Terry oyó lo bastante para averiguar que habían asesinado a su hermano, que le habían quemado vivo en su coche y estaban buscando pruebas que pudieran incriminarles. Según TMZ, Lee y Eric descubrieron a Terry tratando de escabullirse sin ser visto y le habían arrastrado a la fundición. Tenían intención de matarle, pero primero querían saber si había llamado a alguien, si alguien sabía dónde estaba. Le encerraron en una chimenea en compañía de una serpiente venenosa, tratando de asustarle y hacerle hablar. Pero mientras estaba encerrado empezaron de nuevo a discutir. Terry escuchó gritos y disparos. Para cuando logró salir de la chimenea había un incendio y los dos hombres estaban muertos: Eric Hannity, de un tiro; Lee, traspasado por una horca. Era como el argumento de una tragedia de venganza isabelina, sólo faltaba que hiciera su aparición el diablo. Terry se preguntaba de dónde había sacado TMZ su información, si habrían sobornado a alguien en el departamento de policía, tal vez al detective Carter, ya que su disparatada versión de los hechos se parecía mucho a la declaración que él mismo había firmado.

El detective Carter había ido a verle en su segundo día de hospital. Del primero Terry no recordaba gran cosa. Recordaba llegar a urgencias, a alguien colocándole una mascarilla de oxígeno en la cara y una bocanada de aire frío que olía ligeramente a medicamentos. Recordaba que más tarde había tenido alucinaciones, había abierto los ojos y había visto a su hermano muerto sentado en el borde de su cama. Tenía su trompeta y estaba improvisando un bebop. Con él estaba Merrin, bailando descalza con un vestido corto de seda carmesí, girando al ritmo de la música con su melena pelirroja ondeando. Cuando el sonido de la trompeta se fundió con el pitido intermitente del monitor cardiaco, ambos se evaporaron. Más tarde, esa misma mañana, había levantado la cabeza de la almohada y, tras mirar a su alrededor, había visto a su madre y su padre sentados en sendas sillas apoyadas contra la pared, ambos dormidos y la cabeza de su padre descansando en el hombro de su madre. Estaban cogidos de la mano.

Llegada la tarde del segundo día empezó a sentirse como si se estuviera recuperando de una fuerte gripe. Le dolían las articulaciones, tenía una sed horrible y notaba una gran debilidad en todo el cuerpo… pero, aparte de eso, estaba bien. Cuando su médica, una atractiva asiática con gafas estilo ojo de gato, entró en su habitación para comprobar sus constantes, le preguntó si había estado a punto de morir. La doctora le dijo que sus posibilidades de salir adelante habían sido de una entre tres. Terry le preguntó cómo podía calcular así las probabilidades y ella le contestó que era sencillo. Existían tres clases de serpiente cascabel, y la que le había mordido era la que tenía el veneno menos dañino. De haberse tratado de alguna de las otras dos, no habría tenido ninguna posibilidad de sobrevivir. Así pues, una entre tres.

El detective Carter entró cuando salía la doctora. Con gesto impasible tomó nota de la declaración de Terry, haciendo algunas preguntas pero dejándole que contara la historia de la forma que mejor le pareció, como si en vez de un agente de policía fuera una secretaria tomando una carta al dictado. Después le leyó la declaración introduciendo mínimas correcciones y por último, sin levantar la vista de su bloc amarillo, dijo:

– No me creo una sola palabra de toda esta mierda. -No parecía divertido, ni enfadado. Hablaba con una voz neutra, sin inflexiones. Después levanto la cabeza y le miró por fin-. Lo sabes, ¿no? Ni una sola palabra.

– ¿De verdad? -dijo Terry desde su cama de hospital, una planta por debajo de donde estaba ingresada su abuela con la cara destrozada-. Y entonces, ¿qué piensa usted que ocurrió?

– Se me ocurren otras explicaciones -dijo el detective-. Y todas son más absurdas que la sarta de gilipolleces que me acabas de contar. Lo cierto es que no tengo ni puñetera idea de lo que pasó, maldito seas.

– ¿No lo somos todos? -preguntó Terry.

Carter le miró con antipatía.

– Ojalá pudiera contarle otra cosa, pero eso es lo que pasó de verdad -dijo Terry.

Y lo cierto era que la mayor parte del tiempo, mientras era de día, estaba convencido de ello. De noche, en cambio, cuando trataba de dormirse…, de noche a veces se le ocurrían otras cosas. Cosas malas.


* * *

El sonido de neumáticos en la grava le sacó de su ensimismamiento y, levantando la cabeza, miró hacia la fundición. Segundos después un Saturno color esmeralda dobló la esquina, traqueteando por el paisaje arrasado. Cuando el conductor le vio, detuvo el coche y se quedó dentro mirándole. Después lo puso en marcha otra vez y no frenó hasta que no estuvo a pocos metros de él.

– Hola, Terry -dijo Glenna mientras bajaba del coche. No parecía en absoluto sorprendida de verle allí, era como si hubieran planeado encontrarse.

Tenía buen aspecto, una chica con curvas enfundada en unos vaqueros grises desgastados, una camisa negra sin mangas y un cinturón negro con tachuelas. Llevaba las caderas al aire dejando ver su tatuaje del conejito de Playboy, lo que le daba un toque algo vulgar, pero ¿quién no se había equivocado alguna vez? ¿Quién no se había hecho cosas en el cuerpo de las que ahora se arrepentía?

– Hola, Glenna -dijo-. ¿Qué te trae por aquí?

– A veces vengo aquí a comer -contestó Glenna mientras le enseñaba un bocadillo envuelto en papel blanco-. Se está tranquilo. Es un buen sitio para pensar, sobre Ig y sobre otras cosas.

Terry asintió.

– ¿De qué es?

– De berenjenas a la parmesana. Y también tengo un Dr. Pepper. ¿Quieres la mitad? Siempre me pido el grande, no sé por qué. No puedo comérmelo entero, o al menos no debería. -Arrugó la nariz-. Estoy intentando quitarme cinco kilos.

– ¿Por qué? -preguntó Terry mirándola de nuevo.

Glenna rió.

– Para ya -dijo.

Terry se encogió de hombros.

– Si te viene bien para el régimen, te acepto medio bocadillo, pero que sepas que no tienes nada de lo que preocuparte. Estás estupenda.

Se sentaron en un tronco caído a uno de los lados de la pista Evel Knievel. Con la luz de la tarde el agua lanzaba destellos dorados. Terry no había sido consciente de que tenía hambre hasta que Glenna le dio la mitad de su bocadillo y empezó a comer. Pronto se lo hubo terminado y se estaba chupando los dedos, y compartiendo el último sorbo de refresco. No hablaron y a Terry no le importó. No tenía ganas de hablar por hablar y Glenna parecía darse cuenta de ello. Su silencio no le ponía nervioso. Tenía gracia, en Los Ángeles la gente no era capaz de estarse callada, parecía horrorizarle la idea de pasar un minuto en silencio.

– Gracias -dijo Terry por fin.

– De nada.

Terry se pasó una mano por el pelo. En algún momento en las últimas semanas había reparado en que el pelo empezaba a escasearle en la coronilla y su reacción había sido dejárselo crecer, así que ahora llevaba greñas. Dijo:

– Debería haberme pasado por la peluquería para que me cortaras el pelo. Parezco un león.

– Ya no trabajo allí -dijo-. Ayer hice mi último corte.

– Venga ya.

– En serio.

– Bueno, pues brindo por cambiar de vida.

Ambos dieron un trago de Dr. Pepper.

– ¿Y el último corte qué tal fue? -preguntó Terry-. ¿Tuviste ocasión de lucirte?

– Le afeité la cabeza a un tío. Un tío mayor. Normalmente no te piden que les afeites, eso es más una cosa de chicos jóvenes. Le conoces. Es Dale, el padre de Merrin.

– Sí, le conozco algo -dijo Terry e hizo una mueca en un esfuerzo por no sucumbir a una repentina oleada de tristeza que no entendía muy bien a qué se debía.

Claro que a Ig le habían matado por lo de Merrin. Lee y Eric le habían quemado vivo por lo que pensaban que le había hecho. El último año de Ig había sido muy malo, muy triste, tanto que Terry casi no podía ni pensar en ello. Estaba seguro de que Ig no lo había hecho, nunca habría matado a Merrin. Suponía que ahora ya nunca conocerían el nombre del asesino. Se estremeció al recordar la noche en que Merrin había muerto. Había salido por ahí con el cabrón de Lee -ese repugnante sociópata- e incluso lo estaba pasando bien. Un par de copas, un porro de marihuana barata junto al río y después se había quedado dormido en el coche de Lee y no se había despertado hasta la mañana siguiente. A veces tenía la sensación de que aquélla había sido la última noche en que había sido realmente feliz, jugando a las cartas con Ig y después conduciendo sin rumbo fijo por Gideon en una noche de agosto que olía a cohetes y fogatas. Se preguntaba si había en el mundo un olor más dulce.

– ¿Por qué se quería afeitar la cabeza? -preguntó.

– Me dijo que se muda a Sarasota y que cuando llegue allí quiere sentir el sol en la cabeza desnuda. También porque su mujer odia a los hombres con la cabeza afeitada. O tal vez ya sea su ex mujer. Creo que se marcha a Sarasota sin ella.

Mientras hablaba, Glenna alisó una hoja contra la rodilla, después la cogió por el tallo y la soltó al viento, mirándola mientras se alejaba volando.

– Yo también me mudo, por eso he dejado la peluquería.

– ¿A dónde te vas?

– A Nueva York.

– ¿A la ciudad?

– Sí.

– Pues dame un toque cuando estés allí y te llevaré a un par de clubes de jazz -dijo Terry mientras le escribía su número de móvil en un recibo viejo que guardaba en un bolsillo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Pero tú no vivías en Los Ángeles?

– No. Después de dejar Hothouse ya no tenía sentido quedarme allí y prefiero mil veces Nueva York. ¿Sabes? Es un sitio… como más real.

Le dio el papel con su número de teléfono.

Glenna se sentó en el suelo sujetando el trozo de papel y sonriéndole, con los codos apoyados en el tronco y el sol proyectando motas de luz en su cara. Estaba guapa.

– Bueno -dijo-. Aunque supongo que viviremos en barrios diferentes.

– Por algo Dios inventó los taxis -dijo Terry.

– ¿Los inventó Dios?

– No. Fueron los hombres, para poder llegar a casa sanos y salvos después de una noche de juerga.

– Si lo piensas -dijo Glenna-, casi todas las buenas ideas sirven para que resulte más fácil pecar.

– Eso es verdad -convino Terry.

Se levantaron y dieron un paseo para bajar los bocadillos, rodeando la fundición. Al llegar a la parte delantera Terry se detuvo y contempló de nuevo la gran extensión de tierra calcinada. Era curioso cómo el viento había encauzado el fuego directamente hacia el bosque y después había quemado un solo árbol. Ese árbol en particular. Seguía en pie, un esqueleto rematado por grandes astas ennegrecidas, como cuernos terribles clavándose en el cielo. Al verlo se detuvo, momentáneamente absorto. Luego se estremeció, el aire se había enfriado repentinamente y era más propio de finales de octubre en Nueva Inglaterra.

– Mira eso -dijo Glenna inclinándose para coger algo de entre la negra maleza.

Era una cruz de oro ensartada en una delgada cadena. Al sostenerla en alto se balanceó atrás y adelante, proyectando destellos de luz dorada en su bonita cara de facciones regulares.

– Es chula -dijo.

– ¿La quieres?

– Si me la pongo es probable que acabe envuelta en llamas -dijo Glenna-. Quédatela tú.

– No -dijo Terry-. Es de chica.

La llevó hasta un árbol joven que crecía junto a la fundición y la colgó de una de sus ramas.

– Tal vez quien la perdió vuelva a buscarla.

Siguieron caminando sin hablar gran cosa, sólo disfrutando de la luz del día. Rodearon de nuevo la fundición y fueron hasta el coche de Glenna. Terry no supo con seguridad en qué momento se cogieron las manos, pero para cuando llegaron al Saturno ya las habían entrelazado. Los dedos de Glenna se deslizaron de los suyos con evidente desgana.

Se levantó una brisa que recorrió la explanada, transportando olor a cenizas y el frío del otoño. Glenna se abrazó a sí misma y se estremeció de placer. De lejos llegaba el sonido de una trompeta, una melodía insolente y alegre, y Terry levantó la cabeza, escuchando. Pero debía provenir de un coche que pasaba por la autopista, porque enseguida se calló.

– Le echo de menos, ¿sabes? -dijo Glenna-. No te puedes imaginar cómo.

– Yo también. Aunque es curioso. A veces… A veces le noto tan cerca que tengo la impresión de que si me doy la vuelta le voy a ver. Sonriéndome.

– Sí, yo también tengo esa sensación -dijo Glenna sonriendo. Una sonrisa amplia, generosa, sincera-. Oye, tengo que irme. Nos vemos en Nueva York, a lo mejor.

– A lo mejor no. Seguro.

– Vale. Seguro.

Subió al coche, cerró la puerta y le hizo un saludo con la mano antes de dar marcha atrás.

Terry permaneció allí dejando que la brisa jugueteara con su abrigo y miró de nuevo hacia la fundición vacía, a la tierra arrasada. Sabía que debería sentir algo por Ig, que debería estar roto de dolor…, pero en lugar de ello se preguntaba cuánto tiempo dejaría pasar Glenna antes de llamarle y dónde podría llevarla cuando se vieran en Nueva York. Conocía buenos sitios.

El viento sopló de nuevo, ya no fresco sino directamente gélido, y Terry alargó la cabeza una vez más, por un momento tuvo la sensación de que había escuchado de nuevo una trompeta, un saludo insolente. Era un riff hermosamente ejecutado y al oírlo sintió, por primera vez, deseos de tocar otra vez. Entonces la música se apagó, transportada por la brisa. Era el momento de irse.

– Pobre diablo -musitó Terry antes de subirse a su coche de alquiler y alejarse de allí.

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