Capítulo 48

Ig era una antorcha humana, un diablo envuelto en un traje de fuego. Las llamas de gasolina le envolvían y ondeaban en el viento desde su carne. Después, tan rápido como había venido, el fuego empezó a decrecer hasta quedar en un simple chisporroteo. En pocos instantes se había apagado por completo y del cuerpo de Ig ascendía una columna de humo aceitoso y negro, gruesa y asfixiante. O, para ser más exactos, lo que para cualquier hombre habría resultado asfixiante para el demonio que se encontraba en el centro era tan refrescante como una brisa alpina.

Se despojó de su túnica de humo y quedó completamente desnudo. La vieja piel se había quemado y la nueva era de un color carmín más intenso y oscuro. Todavía le dolía el hombro izquierdo, aunque la herida se había cerrado y dado paso a una cicatriz blancuzca. Tenía la cabeza despejada; se sentía bien, como si acabara de correr cinco kilómetros y estuviera preparándose para nadar. La hierba a su alrededor estaba negra y humeante. Una línea de fuego avanzaba entre los matorrales secos hacia el bosque. Ig miró hacia el cerezo muerto, cuya silueta se dibujaba pálida contra las copas verdes de los árboles.

Había dejado la casa del árbol de la imaginación en llamas, había quemado el cielo y el cerezo seguía intacto. El viento soplaba en rachas calientes y agitaba las hojas, e incluso desde donde estaba podía ver que la casa del árbol había desaparecido. Aunque era curioso cómo el fuego parecía dirigirse hacia ella, abriendo un camino por entre la hierba en dirección al tronco. Era el viento, que lo encauzaba en línea recta a través del prado enfilándolo hacia el viejo bosque.

Trepó por la puerta de la fundición y tropezó con la trompeta de su hermano.

Terry estaba arrodillado junto a la puerta abierta del horno con la cabeza inclinada. Ig le observó, estaba completamente inmóvil y con expresión de serena concentración, y pensó que, incluso muerto, su hermano tenía aspecto de buena persona. La camisa tersa le cubría la espalda y llevaba los puños cuidadosamente doblados por encima de las muñecas. Ig se arrodilló junto a él. Dos hermanos en actitud orante. Tomó la mano de Terry en la suya y supo que cuando Terry tenía once años le había pegado un chicle en el pelo mientras viajaban en el autobús del colegio.

– Mierda -dijo Ig-. Me lo tuvieron que cortar con tijeras.

– ¿Cómo? -preguntó Terry.

– El chicle que me pegaste en el pelo. En la ruta escolar número diecinueve.

Terry tomó aire y le silbaron los pulmones.

– Estás respirando -dijo Ig-. ¿Cómo es que estás respirando?

– Tengo que hacerlo -respondió Terry-. Muy fuerte. Pulmones. Tocar la trompeta. Ahora. Y antes también. -Pasado un instante añadió-: Es un milagro. Los dos. Haber salido de ésta. Vivos.

– Yo no estaría tan seguro de ello -dijo Ig.

El teléfono de Glenna seguía en el horno, había rebotado contra la pared y se había abierto la tapa. La batería se había caído fuera. Ig pensó que no funcionaría, pero cuando lo abrió escuchó el tono de llamada. La suerte del diablo. Marcó el número de urgencias y le dijo a un operador de voz impersonal que le había mordido una serpiente y que estaba en la fundición junto a la autopista 17, que había gente muerta y también un incendio. Después colgó y trepó hasta el horno para acuclillarse de nuevo junto a Terry.

– Has llamado -dijo éste-. Pidiendo ayuda.

– No -dijo Ig-. Has llamado tú. Escúchame bien, Terry. Déjame decirte lo que vas a recordar y lo que vas a olvidar. Tienes mucho que olvidar. Cosas que han pasado esta noche y cosas que pasaron antes de esta noche. -Mientras hablaba los cuernos le latían con placer animal-. En esta historia sólo hay lugar para un héroe, y todo el mundo sabe que el diablo nunca es el bueno de la película.

Le contó una historia con voz agradable y reconfortante, una buena historia, y Terry asintió mientras escuchaba, como si se tratara de una canción que le gustaba especialmente.


* * *

En pocos minutos concluyó. Ig siguió sentado a su lado un rato y ninguno de los dos habló. No estaba seguro de que Terry estuviera allí; le había ordenado olvidar. Parecía haberse dormido de rodillas. Ig se quedó hasta que escuchó el gemido lejano de una trompeta, tocando una única nota burlona de alarma, el hilo musical de las urgencias: los coches de bomberos. Tomó la cabeza de su hermano entre las manos y le besó en la sien. Lo que vio fue menos importante que lo que sintió.

– Eres una buena persona, Ignatius Perrish -susurró Terry sin abrir los ojos.

– Blasfemo -dijo Ig.

Загрузка...