Capítulo 11

Le estaba enviando un mensaje.

Al principio no supo que era ella, ignoraba quién lo estaba haciendo. Ni siquiera sabía que se trataba de un mensaje. Empezó unos diez minutos después de iniciarse la misa, un destello de luz dorada en la periferia de los ojos tan intenso que le hizo parpadear. Se frotó el ojo tratando de hacer desaparecer el borrón cada vez mayor que notaba ante él. Cuando pudo ver algo mejor miró a su alrededor buscando el origen de aquella luz, pero no lo encontró.

La chica estaba sentada al otro lado del pasillo, una fila delante de él. Llevaba un vestido blanco de verano y nunca la había visto antes. No podía dejar de mirarla, no porque pensara que tenía algo que ver con la luz, sino porque era la persona más atractiva de todas cuantas había sentadas en los bancos del otro lado del pasillo. No era el único que pensaba así: un muchacho desgarbado con el pelo tan rubio que parecía blanco estaba sentado justo detrás de ella y a veces parecía inclinarse para mirarle el escote por encima del hombro. Ig nunca había visto antes a la chica, pero el joven le sonaba del colegio, aunque tal vez fuera de un curso superior.

Buscó furtivamente un reloj o una pulsera que pudiera estar atrapando la luz y reflejándola en su ojo. Pasó revista a las personas que llevaban gafas con montura metálica, a las mujeres con pendientes de aro, pero no consiguió identificar a quien emitía aquellos molestos destellos. La mayor parte del tiempo, sin embargo, se dedicó a mirar a la chica, con sus cabellos rojos y los brazos desnudos. Había algo en la blancura de esos brazos que los hacía parecer más desnudos que los de otras mujeres de la iglesia que también iban sin mangas. Muchas pelirrojas tenían pecas, pero ésta parecía esculpida en un bloque de jabón blanco.

Cada vez que dejaba de buscar el origen de los destellos de luz y volvía la cara hacia delante, las ráfagas doradas le atacaban de nuevo como llamas cegadoras. Ese centelleo constante en el ojo izquierdo le estaba volviendo loco, era como una luciérnaga volando en círculos alrededor de su cabeza, aleteando junto a la cara. Hasta dio un manotazo intentando espantarla.

Fue entonces cuando ella se delató ahogando una carcajada, con el cuerpo temblándole por el esfuerzo para contener la risa. Después le miró, una mirada lenta desde el rabillo del ojo, satisfecha y divertida. Sabía que la habían pillado y que no tenía sentido disimular. Ig era consciente de que ella había querido que la pillara, que había seguido enviándole destellos hasta que él la había localizado. Este pensamiento le hizo ruborizarse. Era muy guapa, aproximadamente de su misma edad y llevaba el pelo recogido en una trenza con una cinta de seda del color de las cerezas negras. Sus dedos jugueteaban con una fina cruz de oro que le colgaba del cuello y la hacían girar de manera que, al atrapar la luz del sol, proyectaba un destello cruciforme. Lo hacía sin prisas, convirtiendo el gesto en una suerte de confesión. Finalmente escondió la cruz.

Después de aquello Ig fue incapaz de prestar la más mínima atención a lo que el padre Mould decía desde el altar. Deseaba más que nada que aquella chica le mirara de nuevo, pero durante mucho tiempo no lo hizo, como si mostrara un dulce rechazo. Pero después le dirigió otra mirada lenta y furtiva. Con los ojos fijos en él, hizo tres destellos con la cruz: dos cortos y uno largo. Pasados unos segundos le envió otra secuencia, esta vez tres destellos cortos. Mantenía la vista fija en él mientras le hacía guiños con la cruz y sonreía, pero era una sonrisa ausente, como si se hubiera olvidado de por qué sonreía. Lo concentrado de su mirada sugería que estaba intentando hacerle comprender algo, que lo que hacía con la cruz era importante.

– Creo que es código Morse -dijo el padre de Ig en voz baja con la boca entrecerrada, como un preso hablando con otro en el patio de la cárcel.

Ig se estremeció en una reacción refleja nerviosa. En los últimos minutos el Sagrado Corazón de María se había transformado en un programa de televisión que suena de fondo, con el volumen bajado hasta convertirse en un murmullo. Pero cuando su padre habló, Ig dio un respingo y tomó de nuevo conciencia de dónde estaba. También descubrió alarmado que tenía el pene ligeramente erecto y caliente contra el muslo. Era necesario que volviera a su estado normal. En cualquier momento tendrían que levantarse para el himno final y el bulto sobresaldría bajo sus pantalones.

– ¿Qué? -preguntó.

– Te está diciendo que dejes de mirarle las piernas -dijo Derrick Perrish hablando entre dientes, como hacen en las películas- o te pondrá un ojo morado.

Ig carraspeó tratando de aclararse la garganta.

Para entonces Terry estaba intentando ver qué ocurría. Ig estaba sentado junto al pasillo, con su padre al lado, y junto a éste, su madre y después Terry, de manera que su hermano mayor tenía que alargar el cuello para ver a la chica. Su hermano la inspeccionó detenidamente -ella se había vuelto de nuevo hacia el altar- y después susurró con voz audible:

– Lo siento, Ig, no tienes nada que hacer.

Lydia le dio en la cabeza con el libro de himnos. Terry dijo:

– ¡Joder, mamá!

Y se ganó otro coscorrón.

– Esa palabra no se dice aquí -susurró su madre.

– ¿Por qué no le das a Ig? -protestó Terry-. Él es el que está espiando a las pelirrojas, teniendo pensamientos lascivos. Está ansioso, se le nota en la cara. Mirad esa expresión de avidez.

– De hambre -dijo Derrick.

La madre de Ig le miró y él notó cómo le ardían las mejillas. A continuación su madre miró a la chica, que no les hacía ningún caso y simulaba estar interesada sólo en el padre Mould. Pasados unos instantes Lydia hizo una mueca y miró hacia el altar.

– Esto está bien -dijo-. Estaba empezando a pensar que Ig era gay.

Entonces llegó la hora de cantar y todos se pusieron de pie. Ig miró a la chica de nuevo mientras ésta se levantaba envuelta en un haz de luz y con un halo de fuego sobre su pelo rojo brillante y lustroso. Se volvió y lo miró de nuevo, abriendo la boca para cantar pero emitiendo en su lugar un pequeño gemido, suave pero penetrante. Se disponía a enviarle un nuevo destello con la cruz cuando la delgada cadena de oro se soltó y se deslizó en su mano.

Ig la miró mientras inclinaba la cabeza e intentaba arreglarla. Entonces ocurrió algo que le hizo perder ventaja. El chico rubio y guapo que estaba de pie detrás de ella se inclinó e hizo un gesto torpe y vacilante hacia su cuello. Estaba intentando abrocharle la cadena. La chica dio un respingo y se alejó de él con una mirada sorprendida y poco amistosa.

El chico rubio no se ruborizó ni pareció inmutarse. Parecía una estatua clásica más que un joven, con esa calma obstinada y preternatural, las facciones levemente adustas de un joven césar, alguien capaz, con sólo mover un dedo, de convertir a un puñado de desventurados cristianos en comida para los leones. Años más tarde su corte de pelo, ese casco ajustado rubio pálido, lo popularizaría Marshall Mathers, pero entonces aún resultaba correcto y anodino. También llevaba una corbata que le daba aspecto elegante. Dijo algo a la chica pero ésta sacudió la cabeza. Su padre se inclinó, sonrió al muchacho y se puso a arreglar el colgante.

Ig se relajó. César había cometido un error táctico, al tocarla cuando no se lo esperaba. En vez de seducirla la había molestado. El padre de la chica estuvo un rato intentando arreglar el collar, pero después rió y negó con la cabeza porque no tenía arreglo, y ella rió también y se lo quitó de las manos. Su madre les dirigió a ambos una mirada severa y la chica y el padre se pusieron otra vez a cantar.

Terminó la misa y el murmullo de las conversaciones llenó la iglesia como el agua llena una bañera, como si el templo fuera un contenedor con un volumen particular y su silencio habitual estuviera siendo reemplazado por el ruido. Ig siempre había sido bueno en matemáticas y se puso a reflexionar cobre capacidad, volumen, constantes y, sobre todo, valores absolutos. Después demostraría estar dotado para la ética lógica, pero quizá se tratara de una prolongación natural de su facilidad para resolver ecuaciones y desenvolverse con los números.

Quería hablar con ella, pero no se le ocurría qué decir y en cuestión de segundos perdió su oportunidad. Cuando la chica caminaba entre los bancos en dirección al pasillo le dirigió una mirada, repentinamente tímida aunque sonriente, y enseguida el joven césar estaba a su lado, alto en comparación con ella, contándole algo. El padre de la chica intervino de nuevo, le dio un empujoncito hacia delante y de alguna manera se interpuso entre ella y el joven emperador. El padre sonrió al muchacho, una sonrisa agradable y cordial, pero conforme hablaba, seguía empujando a su hija hacia delante, haciéndola desfilar, aumentando la distancia entre ella y el chico de cara serena, noble y sensata. Éste no pareció inmutarse y no trató de acercarse de nuevo a la chica, sino que asintió paciente e incluso se hizo a un lado para dejar pasar a la madre de la muchacha y otras mujeres de más edad, ¿tías tal vez?

Con su padre dándole empujoncitos no hubo ocasión de hablar con ella. Ig la vio marcharse deseando que volviera la vista y le saludara con la mano, pero no lo hizo. Por supuesto que no lo hizo. En ese momento el pasillo estaba atestado con gente disponiéndose a salir. El padre de Ig apoyó una mano en el hombro de éste dándole a entender que esperarían hasta que aquello se hubiera despejado un poco. Ig vio salir al joven césar. Iba acompañado de su padre, un hombre con un espeso mostacho rubio cuyos extremos le llegaban hasta las patillas, dándole aspecto de uno de los malos de un western de Clint Eastwood, de esos que se colocan a la izquierda de Lee Van Cleef y caen muertos en la primera tanda de disparos de la escena final de la película.

Por fin el tráfico del pasillo disminuyó y el padre de Ig levantó la mano de su hombro para darle a entender que ya podían salir. Ig salió de las fila de bancos y dejó pasar a sus padres, tal y como hacía siempre, para poder hablar con Terry. Miró nostálgico hacia el banco de la chica como si esperara que estuviera de nuevo allí y al hacerlo notó una ráfaga de luz dorada en el ojo derecho, como si todo hubiera vuelto a empezar. Se estremeció, cerró el ojo y después caminó hacia el banco.

La pequeña cruz de oro había quedado olvidada sobre la cadena enrollada, en un rectángulo de luz. Tal vez la había dejado allí y después se había olvidado con la premura de su padre por alejarla del chico rubio. Ig la cogió suponiendo que estaría fría. Pero estaba caliente, deliciosamente caliente, como una moneda olvidada al sol.

– ¿Iggy? -le llamó su madre-. ¿No vienes?

Cerró el puño alrededor del collar, se volvió y echó a caminar deprisa por el pasillo. Tenía que alcanzarla, era su oportunidad de impresionarla, de presentarse como el rescatador de objetos perdidos, de demostrarle que era al mismo tiempo observador y considerado. Pero cuando llegó a la puerta ella había desaparecido. La vio fugazmente en el asiento trasero de una camioneta marrón, sentada con una de sus tías. Sus padres iban delante y el coche acababa de ponerse en marcha.

Bueno, no pasaba nada. Siempre quedaba el domingo siguiente y cuando Ig se la devolviera, la cadena ya no estaría rota y sabría exactamente qué decir cuando se presentara.

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