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La entrada principal del edificio que albergaba la fábrica de ropa del Señor Bubble estaba flanqueada por dos obeliscos de piedra empotrados en el muro de ladrillo. El vestíbulo de la planta baja aparecía lleno de figuras de yeso de tumbas egipcias; y las paredes de la escalera, cubiertas de jeroglíficos. Gabriel se preguntó si habrían contratado a un especialista en la materia para que los pintara o si los habían sacado de una enciclopedia. Cuando caminaba de noche por el desierto edificio, solía acariciar los jeroglíficos y recorrer sus dibujos con los dedos.

Los trabajadores empezaban a llegar temprano a la fábrica todos los días laborables. La planta baja se destinaba a recepción y expediciones; la dirigían jóvenes hispanos que vestían pantalones holgados y camisetas blancas. Los tejidos que llegaban eran enviados a las cortadoras del tercer piso por el montacargas. En esos momentos, se dedicaban a la lencería; las cortadoras extendían los rollos de satén y rayón en grandes mesas y los cortaban con tijeras eléctricas. Las costureras del segundo piso eran inmigrantes ilegales que provenían de México y Centroamérica. El Señor Bubble les pagaba treinta y dos centavos por pieza. Trabajaban sin parar en una sala sucia y ruidosa, pero siempre parecían estar riendo de algo y charlando entre ellas. Varias tenían fotos de la Virgen María enganchadas con cinta a sus máquinas de coser, como si la Santa Madre fuera a velar por ellas mientras confeccionaban rojos corpiños con corazones dorados colgando de la cremallera de la espalda.

Gabriel y Michael habían pasado los últimos días viviendo en la cuarta planta, una zona donde se almacenaban cajas y muebles viejos de oficina. Deek había comprado unos camastros y unos sacos de dormir en una tienda de deportes. El edificio no disponía de duchas, pero por la noche los dos hermanos bajaban a los lavabos del personal y se aseaban con esponjas. Para desayunar tomaban rosquillas y bollos. Un camión de comidas aparcaba todos los días ante la fábrica y unos guardaespaldas les subían burritos de huevo o sándwiches de pavo en cajas de plástico.

Dos salvadoreños los vigilaban durante el día. Cuando los trabajadores se marchaban, Deek aparecía acompañado de un hispano calvo, un antiguo portero de discoteca llamado Jesús Morales. Jesús pasaba la mayor parte del tiempo leyendo revistas de coches y escuchando rancheras por la radio.

Cuando Gabriel se aburría y deseaba conversación bajaba para hablar con Deek. El corpulento samoano debía su apodo al hecho de ser diácono de una iglesia fundamentalista de Long Beach.

– Cada hombre es responsable de su propia alma -había dicho a Gabriel-. Cuando alguien va al infierno deja más sitio en el cielo para los justos.

– ¿Y qué pasa si acabas yendo a parar al infierno, Deek?

– Eso no me va a pasar, colega. Yo voy a ir arriba, a un sitio de los buenos.

– ¿Y si resulta que tienes que matar a alguien?

– Eso depende de la persona. Si realmente se trata de un pecador, entonces habré hecho del mundo un lugar mejor. La basura al basurero. No sé si me entiendes, colega.

Gabriel había subido su Honda y unos cuantos libros hasta el cuarto piso, y pasaba el tiempo desmontando la moto, limpiando cada pieza y volviéndola a montar. Cuando se cansaba leía viejas revistas o una edición de bolsillo de The Tale of Genji.

Echaba de menos la sensación de liberación que lo invadía cada vez que corría con su moto o saltaba de un avión, pero en aquellos momentos se hallaba atrapado en la fábrica. Seguía teniendo pesadillas con el fuego. Se veía dentro de una vieja casa donde contemplaba una mecedora envuelta en feroces llamas amarillas. Jadeaba y se despertaba en la oscuridad. Michael descansaba a unos metros de él, roncando, mientras afuera un camión de la basura vaciaba un contenedor.

Durante el día, Michael caminaba de un lado para otro por la cuarta planta mientras hablaba por el móvil. Intentaba conservar su edificio de Wilshire Boulevard, pero no podía explicar al banco su súbita desaparición. La operación se estaba desmoronando mientras solicitaba un poco más de tiempo.

– Déjalo estar -dijo Gabriel-. Ya encontrarás otro edificio.

– Eso puede tardar años.

– Siempre podemos mudarnos a otra ciudad, empezar una nueva vida.

– Ésta es mi vida. -Michael se sentó en una caja de embalar. Sacó un pañuelo del bolsillo e intentó quitarse una mancha de grasa de la puntera del zapato derecho-. He trabajado duro, Gabe, y ahora tengo la sensación de que todo va a desaparecer.

– Siempre hemos sobrevivido.

Michael meneó la cabeza. Parecía un boxeador que acabara de perder la pelea por el título.

– Quería protegernos, Gabe. Nuestros padres no lo hicieron. Simplemente intentaron ocultarse. El dinero compra la protección. Es como un muro entre tú y el resto del mundo.

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