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Los cuatro coches siguieron adelante por la autopista, pero Michael continuó conduciendo como si todavía lo persiguieran; Gabriel siguió al Mercedes por la empinada carretera donde se elevaban hacia el cielo lujosas mansiones cuyos cimientos los formaban delgados pilares de metal. Después de dar varias vueltas acabaron en las montañas que dominaban el valle de San Fernando. Michael dejó la carretera y se detuvo en el aparcamiento de una iglesia abandonada y tapiada. Botellas y latas vacías de cerveza se diseminaban por el asfalto.

Gabriel se quitó el casco mientras su hermano se apeaba del coche. Michael parecía furioso y agotado.

– Ha sido la Tabula -dijo Gabriel-. Sabían que madre estaba a punto de morir y que iríamos a la residencia. Nos esperaron en el bulevar y decidieron ir primero a por ti.

– Esa gente no existe. Nunca ha existido.

– ¡Vamos, Michael! Yo mismo vi cómo intentaban sacarte de la carretera.

– No lo entiendes. -Michael caminó por el vacío aparcamiento y dio un puntapié a una lata vacía-. ¿Recuerdas cuando compré aquel primer edificio de Melrose Avenue? ¿De dónde crees que saqué el dinero?

– Me dijiste que provenía de unos inversores de la Costa Este.

– Era de una gente a la que no le gusta hacer la declaración de renta. Tienen un montón de pasta que no pueden meter en una cuenta corriente. La mayor parte de la financiación la aportó un tipo de la mafia llamado Vincent Torrelli, de Filadelfia.

– ¿Cómo se te ocurre hacer negocios con gente como ésa?

– ¿Y qué se suponía que debía hacer? -Michael adoptó un aire desafiante-. El banco no quiso concederme un préstamo. Yo no usaba mi nombre verdadero, así que acepté el dinero de Torrelli y compré el edificio. Hace un año estaba viendo las noticias cuando me enteré de que Torrelli había sido asesinado a las puertas de un casino de Atlantic City. Al dejar de recibir noticias de su familia y amigos interrumpí mis envíos de dinero a un apartado de correos de Filadelfia. Vincent tenía un montón de secretos. Imagino que no debió de hablar con sus socios acerca de su inversión en Los Ángeles.

– ¿Y ahora lo han descubierto?

– Eso creo. No tiene nada que ver con los Viajeros ni con ninguno de los cuentos de mamá. No es más que la mafia que intenta recuperar su dinero.

Gabriel volvió a su motocicleta. Si miraba hacia levante podía ver el valle de San Fernando. Distorsionado por la sucia atmósfera, las luces del valle brillaban con un apagado color naranja. En esos momentos, lo único que deseaba era subir a su moto y largarse al desierto, a algún lugar solitario donde pudiera contemplar las estrellas y el faro de su moto barriera un camino de tierra. Perderse. Deseaba perderse. Habría dado cualquier cosa a cambio de deshacerse de su pasado y de la sensación de hallarse prisionero en una inmensa cárcel.

– Lo siento -dijo Michael-. Las cosas empezaban a ir en la buena dirección, pero ahora lo he jodido todo.

Gabriel observó a su hermano. En una ocasión, cuando vivían en Texas, su madre se había despistado tanto que llegó a olvidarse de que estaban en Navidad. El día de Nochebuena no había un solo adorno navideño en toda la casa. A pesar de todo, Michael apareció al día siguiente con un árbol de Navidad y unos cuantos videojuegos que había birlado en una tienda de electrónica. Poco importaba lo que les sucediera. Siempre serían hermanos. Unidos contra el mundo.

– Olvídate de esos tipos, Michael. Larguémonos de Los Ángeles.

– Dame un día o dos. Quizá pueda llegar a un trato. Hasta entonces nos instalaremos en un motel. Ir a casa no resulta seguro.

Gabriel y Michael pasaron la noche en un motel al norte de la ciudad. Las habitaciones estaban a quinientos metros de la Ventura Freeway, y el sonido del tráfico entraba por las ventanas. Cuando Gabriel se despertó a las cuatro de la madrugada oyó a su hermano hablando a través del móvil en el cuarto de baño. «Puedo elegir -susurraba Michael-, pero tú haces que parezca que no me queda elección posible.»

Por la mañana, Michael se quedó en la cama cubriéndose la cabeza con las sábanas. Gabriel salió, fue a un restaurante cercano y compró unos muffins y café. El periódico del exhibidor mostraba una fotografía de dos hombres huyendo ante un muro de fuego, y un titular que proclamaba: «Fuertes vientos avivan los incendios del sur».

Cuando regresó al cuarto, Michael se había levantado y tomado una ducha. Estaba limpiándose los zapatos con una toalla húmeda.

– Va a venir a verme alguien. Creo que podrá resolver el asunto.

– ¿Quién es?

– Su nombre verdadero es Frank Salazar, pero todo el mundo lo llama «Señor Bubble» [2]. Cuando era un chaval, en Los Ángeles este, se ocupaba de una de esas máquinas que hacen burbujas, en un club de baile.

Mientras Michael miraba las noticias de economía de la televisión, Gabriel se tumbó en la cama mirando el techo. Cerrando los ojos, se situó encima de su moto en la parte alta de la autopista que subía por la montaña hasta Angeles Crest. Reducía marchas, inclinándose en cada curva mientras un mundo verde corría a su alrededor. Por su parte, Michael permanecía de pie, caminando ante el televisor por el estrecho espacio cubierto de moqueta.

Alguien llamó. Michael atisbó por entre las cortinas y abrió la puerta. En el pasillo había un enorme samoano de ancha cara y crespos cabellos. Llevaba una camisa hawaiana encima de la camiseta, y no hacía el menor esfuerzo por ocultar la sobaquera donde tenía una automática del cuarenta y cinco.

– Hola, Deek. ¿Dónde está tu jefe?

– Abajo, en el coche. Primero tengo que comprobar esto.

El samoano entró e inspeccionó el baño y el diminuto vestidor. Deslizó sus manazas bajo las sábanas y levantó los cojines del sofá. Michael seguía sonriendo como si aquello fuera de lo más normal.

– No hay armas, Deek. Ya sabes que nunca llevo.

– La seguridad es lo primero. Eso es lo que el Señor Bubble dice todo el día.

Tras registrar a ambos hermanos, Deek salió y regresó al cabo de un minuto con un guardaespaldas sudamericano, un hombre mayor que llevaba grandes gafas de sol y una camisa de golf color turquesa. El Señor Bubble tenía manchas hepáticas en la piel, y se le veía una cicatriz quirúrgica cerca del cuello.

– Esperad fuera -ordenó a los dos guardaespaldas y a continuación cerró la puerta y estrechó la mano a Michael.

– Me alegro de verte. -Tenía una voz suave y siseante-. ¿Quién es tu amigo?

– Es mi hermano, Gabriel.

– La familia es importante. Haz siempre piña con tu familia. -El Señor Bubble se acercó y estrechó la mano de Gabriel-. Tienes un hermano muy listo. Quizá demasiado listo esta vez -dijo acomodándose en el sillón junto al televisor.

Michael se sentó frente a él en la esquina de la cama. Desde que habían salido huyendo de su granja de Dakota del Sur, Gabriel había visto a su hermano convencer a desconocidos de que tenían que comprar algo o formar parte de algún proyecto suyo. Sin embargo, el Señor Bubble no iba a resultar tan fácil de convencer. Uno apenas podía ver sus ojos tras las gafas ahumadas; además, en sus labios había una leve sonrisa, como si se dispusiera a presenciar una comedia.

– ¿Has hablado con tus amigos de Filadelfia? -preguntó Michael.

– Se tardará un poco en organizar eso. Te protegeré a ti y a tu hermano durante unos días hasta que el problema haya quedado resuelto. Entregaremos el edificio de Melrose a la familia Torrelli. Como pago, me quedaré con tu participación en la propiedad Fairfax.

– Eso es demasiado a cambio de un solo favor -contestó Michael-. De ese modo yo me quedo sin nada.

– Cometiste un error, Michael, y ahora hay gente que quiere matarte. De un modo u otro, el problema debe quedar resuelto.

– Puede que eso sea cierto, pero…

– La seguridad es lo primero. Pierdes el control de los dos edificios de oficinas, pero sigues con vida. -Sin dejar de sonreír, el Señor Bubble se recostó en su asiento-. Considéralo una oportunidad para aprender.

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