35

A veces, el doctor Richardson tenía la impresión de que su antigua vida había desaparecido por completo. Soñaba con su regreso a New Haven y se sentía igual que un fantasma salido de Un cuento de Navidad de Dickens, de pie en la calle oscura y fría mientras sus antiguos amigos y colegas estaban en su casa, riendo y bebiendo.

Resultaba evidente que nunca debería haber accedido a vivir en el complejo de investigación del condado de Westchester. Había creído que tardaría semanas en disponer su partida de Yale, pero la Fundación Evergreen parecía tener una considerable influencia en la universidad. El decano de la Facultad de Medicina en persona había dado su conformidad a su año sabático con sueldo íntegro, y después preguntó si la Fundación estaría interesada en financiar el nuevo laboratorio de ingeniería genética. Lawrence Takawa contrató a un neurólogo de la Universidad de Columbia para que fuera todos los martes y jueves a dar las clases de Richardson. Cinco días después de su entrevista con el general Nash, dos individuos de seguridad se presentaron en su casa, lo ayudaron a hacer el equipaje y lo condujeron al complejo.

Su nuevo universo era confortable pero limitado. Lawrence Takawa le había entregado un Enlace de Protección electrónico para que se lo prendiera en la ropa; ese dispositivo era el que determinaba su acceso a los distintos departamentos del centro de investigación. Richardson podía acceder a la biblioteca y al edificio de administración, pero le estaba vedada la zona de ordenadores, el centro de investigación genética y el bloque sin ventanas conocido como El Sepulcro.

Durante su primera semana había trabajado en los sótanos de la biblioteca, practicando sus habilidades como cirujano con cerebros de perros y monos e incluso el gordo cadáver de un tipo de barba blanca a quien el personal llamaba Kris Kringle. En esos momentos, con los hilos de cobre y teflón debidamente insertados en el cerebro de Michael Corrigan, Richardson pasaba la mayor parte del tiempo en su pequeño apartamento del centro administrativo o en alguno de los reservados de lectura de la biblioteca.

El Libro verde le había proporcionado un resumen de las diversas investigaciones neurológicas llevadas a cabo con Viajeros. Ninguno de aquellos informes había sido hecho público, y gruesos trazos negros ocultaban los nombres de los distintos equipos investigadores. Según se desprendía, los científicos chinos habían recurrido a la tortura con un Viajero tibetano; las notas al pie describían shocks eléctricos y químicos. Cuando un Viajero moría durante una sesión de tortura, un discreto asterisco aparecía al lado del número del caso del sujeto.

Richardson creía haber entendido los aspectos clave de la actividad cerebral de los Viajeros. El sistema nervioso producía una leve descarga eléctrica. Cuando el Viajero entraba en estado de trance, la descarga se hacía más potente y mostraba claramente un modelo de pulsación. De repente, todo parecía desconectarse en el cerebro. La respiración y la actividad cardiovascular quedaban reducidas al mínimo. Salvo por un nivel de respuesta básico en la medula oblongata, el paciente se hallaba en un estado de muerte cerebral. Durante esos momentos, la energía neurológica del Viajero se hallaba en otros dominios.

La mayoría de Viajeros mostraba un vínculo genético con algún pariente o familiar que también tenía el mismo don, pero no era sistemático. Un Viajero podía surgir en medio de la China rural o nacer en el seno de una familia de campesinos que nunca había cruzado a otros mundos. En esos momentos, un grupo de investigadores de la Universidad de Utah estaba preparando una base de datos secreta con la genealogía de todos los Viajeros conocidos y sus antepasados.

El doctor Richardson no estaba seguro de cuál era la información restringida y cuál la que podía compartir con el resto del personal. Su anestesista, el doctor Lau, y la enfermera de quirófano, la señorita Yang, habían sido trasladados desde Taiwan para el experimento. Cuando los tres se reunían para almorzar en la cafetería, charlaban de asuntos ordinarios o de la afición de la enfermera a los antiguos musicales norteamericanos.

A Richardson no le apetecía hablar de Sonrisas y lágrimas ni de Oklahoma. Lo que le preocupaba era el posible fracaso del experimento. No contaban con ningún Rastreador para que guiara a Michael y su equipo tampoco había recibido ningún narcótico especial que pudiera hacer que la Luz del Viajero saliera del cuerpo de éste. El neurólogo había enviado un correo electrónico solicitando la colaboración de los demás grupos que trabajaban en el complejo. Doce horas más tarde recibió un informe del laboratorio del edificio de investigación genética.

El informe describía un experimento relacionado con la regeneración celular. Richardson había estudiado esa especialidad en sus clases de biología de la universidad. Él y su colega de laboratorio habían cortado un platelminto en doce trozos; unas semanas más tarde había doce versiones nuevas e idénticas de la criatura original. Ciertos anfibios, como la salamandra, podían perder una extremidad y regenerarla. La Agencia de Proyectos de Investigación del Departamento de Defensa de Estados Unidos había invertido millones de dólares en experimentos de regeneración con mamíferos. El Departamento de Defensa aseguraba que su intención era que los veteranos mutilados pudieran regenerar los miembros perdidos, pero corrían rumores de proyectos más ambiciosos. Un científico incluso había llegado a comentar a un congresista que, en el futuro, los soldados estadounidenses podrían sobrevivir a graves heridas de bala, curarse ellos mismos y seguir combatiendo.

Según parecía, la Fundación Evergreen había ido mucho más allá que aquellas investigaciones iniciales. El informe del laboratorio describía el modo en que un animal híbrido llamado «segmentado» era capaz de dejar de sangrar en un par de minutos tras haber sido gravemente herido y cómo se podía regenerar una espina dorsal completa en menos de una semana. Cómo habían conseguido los científicos semejantes resultados era algo que el informe no explicaba. Richardson estaba leyéndolo por segunda vez cuando Lawrence Takawa apareció en la biblioteca.

– Acabo de enterarme de que ha recibido usted información no autorizada de nuestro grupo de investigación genética.

– Me alegro de que haya sido así -contestó Richardson-. Esta información resulta muy prometedora. ¿Quién está al frente del programa?

En lugar de responder, Takawa sacó el móvil y marcó un número.

– Por favor, ¿pueden enviar a alguien a la biblioteca? -Solicitó-. Gracias.

– ¿Qué ocurre?

– La Fundación Evergreen todavía no está en condiciones de hacer públicos sus descubrimientos. Si menciona usted este informe a quien sea, el señor Boone lo considerará una violación de las normas de seguridad.

Un vigilante entró en la biblioteca, y Richardson notó que se le encogía el estómago. Takawa seguía de pie al lado del reservado con expresión inofensiva.

– El doctor Richardson necesita que le cambien el ordenador -anunció como si se hubiera producido algún tipo de avería.

Al instante, el vigilante desconectó el aparato, lo cogió y se lo llevó de la biblioteca. Lawrence miró el reloj.

– Es casi la una, doctor. ¿Por qué no se va usted a almorzar?

Richardson pidió un emparedado de ensalada de pollo y un plato de sopa de cebada, pero se sentía demasiado tenso para dar cuenta de ambos. Cuando regresó a la biblioteca, vio que le habían instalado un nuevo ordenador en su reservado de lectura. El informe del laboratorio ya no estaba, pero el personal de informática le había instalado un avanzado simulador de ajedrez. El neurólogo intentó no pensar en las consecuencias negativas, pero le costó controlar sus pensamientos. Jugó nerviosamente al ajedrez el resto del día.

Una noche, después de la cena, Richardson se quedó en la cafetería del personal e intentó leer un artículo del New York Times acerca de algo llamado «Nueva Espiritualidad» mientras un grupo de jóvenes programadores sentado a una mesa cercana hacían ruidosas bromas acerca de un videojuego pornográfico.

Alguien le dio un golpecito en el hombro y se volvió. Eran Lawrence Takawa y Nathan Boone. Hacía semanas que Richardson no había visto al responsable de seguridad y había llegado a la conclusión de que la aprensión que le inspiraba carecía de fundamento. Con Boone observándolo, sus miedos regresaron. En aquel hombre había algo que resultaba muy intimidatorio.

– Tengo estupendas noticias -anunció Lawrence-. Uno de nuestros contactos acaba de llamar para comentarnos algo acerca de una droga llamada «3B3» sobre la que hemos estado haciendo averiguaciones. Creemos que puede ayudar a Michael a cruzar a otros dominios.

– ¿Quién ha desarrollado esa droga?

Lawrence se encogió de hombros, como si la respuesta careciera de importancia.

– No lo sabemos.

– ¿Puedo leer los informes del laboratorio?

– No hay ninguno.

– ¿Dónde puedo conseguirla?

– Usted va a venir conmigo -dijo Boone-. Iremos a buscarla juntos. Si encontramos al suministrador tendrá que hacer una rápida evaluación.

Los dos hombres partieron de inmediato y condujeron hasta Manhattan en el todoterreno de Boone. Éste llevaba un móvil con micrófono y auriculares, y durante el trayecto contestó una serie de llamadas sin decir nunca nada concreto ni mencionar nombre alguno. A juzgar por sus comentarios, Richardson dedujo que los hombres de Boone estaban buscando en California a alguien cuyo guardaespaldas era una mujer muy peligrosa.

– Si la encuentran, tengan cuidado con sus manos y no se pongan a su alcance -dijo Boone a alguien-. Yo diría que dos metros y medio es una distancia prudente.

Se produjo una pausa durante la que Boone recibió más información.

– No creo que la mujer irlandesa se encuentre en Estados Unidos -dijo-. Mis fuentes en Europa me dicen que se ha ocultado por completo. Si la encuentran, respondan con contundencia extrema. Es sumamente peligrosa. ¿Están al corriente de lo ocurrido en Sicilia? ¿Sí? Pues tomen buena nota.

Boone desconectó el teléfono y se concentró en la carretera. Las luces del salpicadero se reflejaban en sus gafas.

– Doctor Richardson, me han llegado noticias de que tuvo usted acceso no autorizado a cierta información del grupo de investigaciones genéticas.

– Fue un accidente, señor Boone. Yo no intentaba…

– Pero no vio nada, ¿no?

– Por desgracia, sí. Yo…

Boone fulminó a Richardson como si el médico fuera un muchacho cabezota.

– Usted no vio nada -repitió Boone tajante.

– No. Supongo que no.

– Bien.

Boone se metió en el carril derecho y tomó la salida hacia Nueva York.

– Entonces no hay ningún problema.

Eran casi las diez de la noche cuando entraron en Manhattan.

Richardson contempló por la ventanilla a los mendigos que rebuscaban entre los cubos de basura y a un grupo de mujeres jóvenes que reía al salir de un restaurante. Tras el tranquilo entorno del centro de investigación, Nueva York se le antojó ruidoso y caótico. ¿Realmente había estado allí de visita con su ex mujer y había ido al teatro y a cenar? Boone condujo hasta el East Side y aparcó en la calle Veintiocho. Se apearon del vehículo y caminaron hacia las oscuras torres del hospital Bellevue.

– ¿Qué hacemos aquí? -preguntó Richardson.

– Vamos a encontrarnos con un amigo de la Fundación Evergreen. -Boone le dirigió una rápida mirada de aprobación-. Esta noche descubrirá usted cuántos nuevos amigos tiene en este mundo.

Boone presentó su tarjeta a la aburrida mujer de recepción, y ésta los dejó pasar para que tomaran el ascensor hasta la planta de psiquiatría. Un vigilante uniformado montaba guardia tras un parapeto de plexiglás en el sexto piso. El guardia no se sorprendió cuando Boone sacó la automática de la sobaquera y metió el arma en una pequeña taquilla gris. Entraron en la sección. Un hispano bajito y vestido con una bata de laboratorio los estaba esperando; sonrió y extendió los brazos como si les diera la bienvenida a una fiesta de cumpleaños.

– Buenas noches, caballeros. ¿Quién de ustedes es el doctor Richardson?

– Soy yo.

– Es un placer conocerlo. Soy el doctor Raymond Flores. La Fundación me avisó de que vendrían esta noche.

El doctor Flores los acompañó por el pasillo. A pesar de que ya era tarde, unos cuantos pacientes varones vestidos con pijamas verdes y batas de algodón todavía deambulaban por los corredores. Todos ellos estaban drogados y se movían lentamente. Sus ojos parecían como muertos, y sus zapatillas hacían sonidos siseantes al rozar el suelo de baldosas.

– Así que usted trabaja para la Fundación… -preguntó Flores.

– Sí. Estoy al frente de un proyecto especial -repuso Richardson.

Flores pasó ante una serie de puertas que correspondían a las habitaciones de distintos pacientes y se detuvo ante una cerrada con llave.

– Alguien de la Fundación llamado Takawa me pidió que buscara a gente ingresada bajo los efectos de esa nueva droga que circula por las calles, la 3B3. Nadie ha llevado a cabo todavía su análisis químico, pero parece un alucinógeno muy potente. La gente que lo toma tiene visiones de otros mundos.

Flores abrió la cerradura, y todos entraron en una celda de aislamiento que apestaba a vómitos y orines. La única luz provenía de una solitaria bombilla protegida por una rejilla de alambre. Un joven vestido con una cazadora de tela yacía en el suelo de baldosas verdes. Tenía la cabeza afeitada, pero un débil rastro de cabello rubio empezaba a crecerle en el cráneo.

El paciente abrió los ojos y sonrió a los tres hombres que tenía de pie ante sí.

– Buenos días. ¿Por qué no se quitan los cerebros y se ponen cómodos?

Flores se alisó las solapas de la bata y sonrió amablemente.

– Terry, éstos son los señores que quieren saber del 3B3.

Terry parpadeó varias veces, y Richardson se preguntó si aquel sujeto sería capaz de contarle algo. De repente, empezó a empujar con las piernas, arrastrándose por el suelo hasta alcanzar la pared y sentarse.

– En realidad no es ninguna droga. Es una revelación.

– ¿Se inyecta, se inhala o se traga? -El tono de Boone era tranquilo y deliberadamente inexpresivo.

– Es líquida. De un color azul claro, como un cielo de verano. -Terry cerró los ojos unos segundos y los volvió a abrir-. Me la tomé en la disco y después me vi saliendo de este cuerpo mío y volando, cruzando agua y fuego hasta un bosque muy bonito. Pero apenas pude quedarme unos pocos segundos. -Parecía decepcionado-. El jaguar tenía los ojos verdes.

El doctor Flores miró a Richardson.

– Nos ha contado esta historia muchas veces y siempre acaba con el jaguar.

– ¿Y cómo puedo conseguir 3B3? -preguntó Richardson.

Terry cerró los ojos y sonrió serenamente.

– ¿Sabe usted lo que cobra ese tío por una dosis? Trescientos treinta y tres dólares. Dice que es un número mágico.

– ¿Y quién se está haciendo rico? -preguntó Boone.

– Pío Romero. Siempre está en el Chan-Chan Room.

– Se trata de una sala de baile del centro -explicó Flores-. Tenemos varios pacientes que han salido de allí con una sobredosis.

– El mundo es demasiado pequeño -susurró Terry-. ¿Se dan cuenta? No es más que una canica lanzada al agua.

Siguieron a Flores de nuevo al pasillo. Boone se apartó de los dos médicos e inmediatamente llamó a alguien por el móvil.

– ¿Ha examinado a otros pacientes que hayan consumido la misma droga? -preguntó Richardson.

– Éste ha sido el cuarto que hemos ingresado en los últimos dos meses. Les administramos una combinación de Fontex y Valdov durante unos días hasta que caen en un estado catatónico. Luego, les bajamos la dosis y los devolvemos lentamente a la realidad. Al cabo de un tiempo, los jaguares desaparecen.

Boone acompañó a Richardson de vuelta al todoterreno. Recibió dos llamadas telefónicas, contestó que sí a ambas y después desconectó el móvil.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó Richardson.

– La siguiente parada es el Chan-Chan Room.

Ante la entrada de la sala de baile de la calle Cincuenta y tres había estacionadas limusinas y coches en doble fila. Tras un cordón de terciopelo, una multitud esperaba para que los porteros la cacheara con sus detectores de metales portátiles. Las mujeres que hacían cola llevaban todas escuetos vestidos o faldas muy cortas.

Boone pasó con el coche ante el gentío y se detuvo al lado de un sedán, a media manzana de distancia. Dos hombres se apearon del coche y se dirigieron al lado de la ventanilla de Boone. Uno de ellos era un afroamericano de baja estatura ataviado con una lujosa chaqueta de ante. Su compañero era blanco y del tamaño de un delantero de fútbol americano; llevaba una guerrera militar y tenía el aspecto de querer coger unos cuantos peatones y arrojarlos por la calle.

El negro sonrió.

– Eh, Boone. Ha pasado tiempo, tío. -Señaló con la cabeza a Richardson-. ¿Quién es tu amigo?

– Doctor Richardson, le presento al detective Mitchell y a su socio, el detective Krause.

– Hemos recibido su mensaje, así que nos hemos acercado y hemos charlado con los porteros de la sala. -Krause tenía un vozarrón grave y profundo-. Dicen que ese tal Romero ha llegado hará una hora más o menos.

– Ustedes dos -dijo Mitchell-, vayan a la salida de incendios. Nosotros lo sacaremos.

Boone subió la ventanilla y condujo hasta el final de la calle. Aparcó a un par de bloques de distancia, metió la mano bajo el asiento y sacó un guante de cuero negro.

– Venga conmigo, doctor. Puede que Romero tenga alguna información para nosotros.

Richardson siguió a Boone hasta el callejón donde se encontraba la salida de emergencia del Chan-Chan. A través de la puerta de hierro sonaba una música rítmica y martilleante. Unos minutos más tarde, la puerta se abrió y los detectives Mitchell y Krause arrojaron al asfalto a un flacucho puertorriqueño. Con aire despreocupado, Mitchell fue hasta el tipo y le asestó una patada en el vientre.

– Caballeros, quiero presentarles a Pío Romero. Estaba sentado en una zona VIP bebiendo no sé qué brebaje de frutas con una sombrillita. Eso no está bien, ¿verdad que no? Krause y yo somos servidores de la ley y en cambio nadie nos invita a zonas VIP.

Pío Romero yacía en el suelo, jadeando y recobrando el aliento. Boone se enfundó el guante negro. Contempló al joven como si no fuera más que una caja vacía.

– Escucha atentamente, Pío. No hemos venido a detenerte, pero yo quiero cierta información. Si nos mientes, mis amigos irán por ti y te harán daño, mucho daño. ¿Me has entendido? Demuestra que me has entendido.

Pío se incorporó y se acarició un codo magullado.

– No hago nada malo.

– ¿Quién te suministra la 3B3?

El nombre de la droga hizo que el joven se sentara más tieso.

– Nunca he oído hablar de eso.

– Tú se lo has dicho a unas cuantas personas. ¿Quién te la vende?

Pío se puso en pie e intentó echar a correr, pero Boone lo atrapó. Arrojó al camello contra el muro y empezó a golpearle con la mano derecha. El guante de cuero hacía un ruido seco cada vez que golpeaba en el rostro de Romero. El hombre empezó a sangrar por la boca y la nariz.

Richardson se dio cuenta de que aquella violencia era real, muy real, pero no se sintió implicado en lo que estaba ocurriendo. Era como si se hubiera retirado un paso y contemplara una película en la pantalla de un televisor. Miró a los detectives mientras la paliza continuaba. Mitchell sonreía, y Krause asentía como si fuera un aficionado al béisbol que estuviera presenciando un lanzamiento perfecto.

El tono de Boone era tranquilo y razonable.

– Te he roto la nariz, Pío. Ahora voy a aplastarte los huesos de las fosas nasales bajo los ojos. Esos huesos nunca se soldarán del todo. No son como una pierna o un brazo, así que padecerás dolores el resto de tu vida.

Pío Romero alzó las manos igual que un niño.

– ¿Qué quiere? -gimió-. ¿Nombres? Le daré los nombres que quiera. Le daré todo.

Localizaron la dirección cerca del aeropuerto JFK alrededor de las dos de la madrugada, en Jamaica, Queens. El hombre que fabricaba el 3B3 vivía en una casa de madera con sillas de aluminio atadas con cadenas en el porche. Era un barrio tranquilo de gente humilde, la clase de vecindario donde la gente barría los caminos de acceso y colocaba efigies de piedra falsa de la Virgen María en sus jardines. Boone aparcó su todoterreno y le dijo a Richardson que saliera. Ambos caminaron hacia los dos detectives que seguían sentados en su vehículo.

– ¿Necesita ayuda? -preguntó Mitchell.

– Quédense aquí. El doctor Richardson y yo vamos a entrar. Si surgen problemas les avisaré con el móvil.

La sensación de desapego que Richardson había experimentado mientras Boone golpeaba a Romero se había esfumado durante el trayecto hasta Queens. En esos momentos tenía miedo y estaba cansado, deseaba alejarse de aquellos tres individuos, pero sabía que era imposible. Tiritando por el frío, siguió a Boone por la calle.

– ¿Qué va a hacer? -le preguntó.

Boone se detuvo en la acera y contempló una luz en una de las ventanas del segundo piso.

– No lo sé. Primero tengo que evaluar el problema.

– Odio la violencia, señor Boone.

– Y yo también.

– Ha estado usted a punto de matar a ese joven.

– Ni de lejos. -Nubecillas de vapor salían de la boca de Boone al hablar-. Necesita usted repasar la historia, doctor. Todos los grandes cambios se han basado en el dolor y la destrucción.

Los dos hombres caminaron por el sendero de la casa hasta la puerta de atrás. Boone subió al porche y acarició el marco de la puerta con la punta de los dedos. De repente, dio un paso atrás y le dio una patada justo encima del picaporte. Se oyó un seco crujido, y la puerta se abrió.

En la casa hacía mucho calor y apestaba como si alguien hubiera derramado una botella de amoníaco. Los dos hombres cruzaron la oscura cocina. Sin querer Richardson pisó un plato con agua. Por toda la estancia se movían unas criaturas. Boone encendió la luz del techo.

– Gatos -dijo, casi escupiendo las palabras-. Odio los gatos. No se les puede enseñar nada.

Había cuatro felinos en la cocina y dos más en el pasillo. Se movían sigilosamente sobre sus almohadillas mientras sus ojos reflejaban la penumbra con tonos dorados, rosas y verde oscuro. Sus colas se elevaban en el aire igual que signos de interrogación al tiempo que sus bigotes percibían el ambiente.

– Arriba hay luz -dijo Boone-. Veamos quién hay en casa.

Subieron en fila india por la escalera de madera hasta el segundo piso. Boone abrió una puerta y entraron en una buhardilla que había sido convertida en laboratorio, con mesas y recipientes de vidrio, un espectrógrafo, microscopios y un mechero Bunsen.

Un anciano estaba sentado en una silla de mimbre con un gato en su regazo. Iba bien afeitado y vestido y llevaba unas gafas bifocales apoyadas en la punta de la nariz. No parecía sorprendido por la intrusión.

– Buenas noches, caballeros -habló el hombre, pronunciando cada sílaba con claridad-. Sabía que al final aparecerían. La verdad es que lo predije. La tercera ley del movimiento de Newton establece que a cada acción le corresponde su equivalente reacción opuesta.

Boone contempló al anciano como si éste fuera a huir.

– Soy Nathan Boone. ¿Cómo se llama usted?

– Lundquist. Doctor Jonathan Lundquist. Si son de la policía, ya se pueden marchar porque no he hecho nada ilegal. No existe ninguna ley contra el 3B3 porque el gobierno si siquiera sabe que existe.

Un gato pardo se frotó contra la pierna de Boone, que lo apartó bruscamente.

– No somos de la policía.

Lundquist pareció sorprenderse.

– Entonces… Sí, claro. Ustedes trabajan para la Hermandad.

Boone tenía todo el aspecto de ir a ponerse el guante y a partirle la cara al anciano. Richardson meneó la cabeza. No iba a ser en absoluto necesario. Se acercó al viejo y se sentó en una silla plegable.

– Soy el doctor Phillip Richardson, neurólogo e investigador en la Universidad de Yale.

A Lundquist pareció complacerle conocer a otro científico.

– Y ahora trabaja para la Fundación Evergreen.

– Sí. En un proyecto especial.

– Hace muchos años presenté una solicitud para unos fondos, pero ni siquiera respondieron a mi carta. Eso fue antes de que supiera acerca de los Viajeros gracias a ciertas páginas rebeldes de internet. -Lundquist rió en voz baja-. Pensé que sería mejor si trabajaba por mi cuenta, así no tendría que cumplimentar formularios ni aguantar a nadie mirándome por encima del hombro.

– ¿Ha estado usted intentando duplicar la experiencia de los Viajeros?

– Es mucho más que eso, doctor. Lo que he intentado hallar es la respuesta a ciertas preguntas fundamentales. -Lundquist dejó de acariciar al gato persa, que saltó de su regazo-. Hace unos años, me encontraba en Princeton enseñando química orgánica. -Miró a Richardson-. Mi trayectoria profesional era buena, pero no deslumbrante. Más que la simple química, lo que siempre me había interesado era la visión general, otras áreas de la ciencia, de modo que una tarde asistí a un seminario del Departamento de Física sobre algo llamado «la teoría de la "brana"».

»Los físicos de hoy en día tienen un problema. Los conceptos que explican el universo, como la Teoría General de la Relatividad de Einstein, no son compatibles con el mundo subatómico de la mecánica cuántica. Algunos físicos han soslayado esa contradicción con la Teoría de las Cuerdas, la idea de que todo está compuesto de diminutos elementos subatómicos que vibran en un espacio multidimensional. La exposición matemática tiene sentido, pero las "cuerdas" son tan pequeñas que no se puede probar empíricamente.

»La teoría de la "brana" abarca un terreno más amplio e intenta ofrecer una explicación cosmológica. "Brana" es la abreviatura de "membrana". Los teóricos creen que el universo perceptible se halla confinado en una especie de membrana de espacio y tiempo. La analogía más frecuente dice que nuestro universo es como los residuos que flotan en la superficie de un estanque, es decir, una fina capa que flota encima de una masa de algo mucho mayor. Toda la materia, incluyendo nuestros cuerpos, se encuentra encerrada en la "brana", pero la gravedad puede filtrarse en la masa o influir sutilmente en nuestros fenómenos físicos. Podría haber otras "branas", otras dimensiones, otros dominios, llámelos como quiera, muy cerca de nosotros; pero nosotros seríamos por completo ajenos a su existencia. Eso se debe a que ni la luz ni el sonido ni la radiactividad pueden escapar de su propia dimensión.

Un gato negro se acercó a Lundquist, y éste le acarició detrás de las orejas.

– Ésa es la teoría expuesta de modo muy simplificado. Y ésa era la teoría que yo tenía en mente cuando asistí a la conferencia que dio un monje tibetano en Nueva York. Me encontraba allí, escuchándolo hablar de los seis planos distintos de la cosmología budista, y entonces caí en la cuenta de que estaba describiendo las «branas», las distintas dimensiones y las barreras que las separan. De todas maneras, existe una diferencia crucial: mis colegas de Princeton no conciben la posibilidad de trasladarse a esos lugares. Sin embargo, para un Viajero es posible. El cuerpo no puede conseguirlo; pero la Luz que hay en nuestro interior, sí.

Lundquist se recostó en su silla y sonrió a sus visitantes.

– Esa conexión entre la física y la espiritualidad me hizo ver la ciencia desde un nuevo punto de vista. En estos momentos estamos rompiendo átomos y desmenuzando cromosomas. Bajamos a lo más profundo de los océanos y contemplamos el espacio, pero en realidad no nos dedicamos a estudiar el universo que hay dentro de nuestro cráneo salvo en lo más superficial. La gente utiliza escáneres y resonancias magnéticas para ver el cerebro, pero todo resulta muy diminuto y fisiológico. Nadie parece comprender lo inmensa que en realidad es la conciencia. Nos ata al resto del universo.

Richardson contempló la buhardilla y vio un gatito sentado sobre una carpeta de piel llena de hojas manchadas. Intentando no alarmar a Lundquist, se levantó y dio unos pasos hacia la mesa.

– Así que entonces empezó con su experimento.

– Sí. Primero, en Princeton. Después me jubilé y me instalé aquí para ahorrar. Recuerde, soy químico, no físico. Por lo tanto, decidí buscar una sustancia que liberara la Luz de nuestros cuerpos.

– Y ha conseguido una fórmula…

– No se trata de la receta de un pastel. -Lundquist parecía molesto-. El 3B3 es algo vivo. Un nuevo tipo de bacteria. Cuando uno se toma el líquido, éste es absorbido por el sistema nervioso.

– Suena peligroso.

– Yo lo he tomado docenas de veces y todavía me acuerdo de sacar la basura los jueves y de pagar el recibo de la luz.

El gatito ronroneó y fue hacia Richardson cuando éste llegó a la mesa.

– ¿Y el 3B3 le ha permitido ver otros mundos?

– No. Ha sido un fracaso. Puede uno tomar tanto como quiera, pero eso no le convertirá en un Viajero. El viaje es muy breve: un leve contacto en vez de un aterrizaje completo. Uno está justo lo suficiente para percibir una o dos imágenes. Luego debe marcharse.

Richardson abrió la carpeta y miró los manchados gráficos y las notas garabateadas.

– ¿Qué pasaría si cogiéramos su bacteria y se la administráramos a alguien más?

– Siéntase como en su casa. Hay un poco en la placa de Petri que tiene usted delante. Pero va a perder el tiempo. Como le he dicho, no funciona. Por eso se la di a ese joven que me quita la nieve de delante de casa, a Pío Romero. Pensé que quizá hubiera algo que no funcionaba en mi consciencia, que quizá otros podrían tomar el 3B3 y cruzar a otros mundos; pero no, no tenía que ver conmigo. Siempre que Romero vuelve por más, le pido que me dé un informe completo. La gente tiene visiones de otros dominios, pero no puede quedarse.

Richardson cogió la placa de Petri de la mesa. Una bacteria verdeazulada flotaba en la solución.

– ¿Es esto?

– Sí. Ahí tiene el fracaso. Vuelvan a la Hermandad y díganles que se metan en un monasterio. Que recen, mediten, estudien la Biblia, el Corán o la cábala. No hay forma de escapar de nuestro miserable y pequeño mundo.

– ¿Y qué pasaría si un Viajero tomara el 3B3? -preguntó Richardson-. Eso lo pondría en camino, y él podría concluir el viaje por sus propios medios.

Lundquist se inclinó hacia delante, y Richardson creyó que el anciano estaba a punto de saltar de su asiento.

– Es una idea interesante, pero ¿acaso no han muerto todos los Viajeros? La Hermandad ha gastado enormes sumas de dinero para acabar con ellos. Pero ¿quién sabe? Quizá quede alguno escondido en Madagascar o en Katmandú.

– Nosotros hemos localizado a un Viajero dispuesto a colaborar.

– ¿Y lo están utilizando?

Richardson asintió.

– No puedo creerlo. ¿Por qué hace tal cosa la Hermandad?

El neurólogo cogió la carpeta y la placa de Petri.

– El suyo es un descubrimiento fantástico, doctor Lundquist. Quiero que lo sepa.

– No me interesan los cumplidos. Sólo las explicaciones. ¿Por qué ha cambiado la estrategia de la Hermandad?

Boone se acercó a la mesa y preguntó en voz baja a Richardson.

– ¿Es esto por lo que hemos venido, doctor?

– Eso creo.

– No vamos a volver, así que será mejor que se asegure.

– Esto es todo lo que necesitamos. Escuche, no quiero que le ocurra nada malo al profesor Lundquist.

– Claro, doctor. Sé lo que siente. No se trata de un delincuente como Romero. -Boone puso una mano en el hombro de Richardson y lo acompañó hasta la puerta-. Vuelva al coche y espere. Tengo que explicar al doctor Lundquist nuestras exigencias de seguridad. No tardaré.

El médico bajó por la escalera, cruzó la cocina y salió por la puerta de atrás. Una corriente de aire helado hizo que le lloraran los ojos. Mientras permanecía en el porche se sintió tan cansado que deseó tumbarse en el suelo y hacerse un ovillo. Su vida había cambiado para siempre, pero su cuerpo seguía bombeando sangre, digiriendo alimentos y quemando oxígeno. Había dejado de ser un científico que escribía sus trabajos y soñaba con el premio Nobel. De algún modo, se había convertido en algo más pequeño, insignificante, en una diminuta rueda de un complejo mecanismo.

Sosteniendo la placa de Petri, Richardson caminó arrastrando los pies. Aparentemente, la conversación de Lundquist con Boone no fue larga porque éste lo alcanzó antes de que llegara al coche.

– ¿Está todo en orden? -preguntó Richardson.

– Naturalmente -repuso Boone-. Sabía que no iba a haber dificultades. A veces es mejor ser claro y directo. Nada de palabras de más. Nada de falsa diplomacia. Me expresé con firmeza y obtuve una respuesta positiva.

Boone abrió la puerta e hizo una burlona reverencia, igual que un chófer insolente.

– Debe de estar usted fatigado, doctor Richardson. Ha sido una noche muy larga. Deje que lo lleve de vuelta al centro de investigación.

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