28

Maya estudió el mapa y vio que la interestatal salía de Los Ángeles y conducía directo hasta Tucson. Si seguían el grueso trazo verde llegarían en seis o siete horas. Una ruta directa resultaba eficaz, pero también más peligrosa. La Tabula los estaría buscando en las vías principales. Maya decidió cruzar el desierto de Mojave hacia el sur de Nevada y después coger rutas secundarias hasta Arizona.

La red de carreteras resultaba confusa, pero Gabriel sabía adónde ir. Conducía su moto por delante de Maya como una escolta de policía, haciéndole gestos con la mano para indicarle que aminorara, cambiara de carril o tomara tal o cual salida. Al principio, siguieron la autopista interestatal por el condado de Riverside. Cada treinta y tantos kilómetros pasaban ante un centro comercial con enormes almacenes. Apiñadas en torno a los establecimientos se veían urbanizaciones residenciales de idénticas viviendas, todas con sus tejados de rojas tejas y verdes jardines.

Todas esas aglomeraciones tenían un nombre que aparecía en los carteles de la carretera, pero a Maya se le antojaban tan artificiales como los decorados de cartón piedra de un escenario. Le costaba creer que alguien se hubiera desplazado hasta esos lugares en carretas cubiertas para arar la tierra y levantar una escuela. Las ciudades al borde de la autopista parecían obras deliberadas, como si alguna empresa de la Tabula hubiera trazado toda la comunidad y sus habitantes hubiesen seguido las órdenes al pie de la letra comprando las casas, buscando empleos, teniendo hijos y entregándolos a la Gran Máquina.

Cuando llegaron a un pueblo llamado Twenty Nine Palms salieron de la autopista y se metieron por una carretera de doble dirección que cruzaba el desierto de Mojave. Aquél era un Estados Unidos distinto de las urbanizaciones de las autopistas. Al principio, el paisaje resultó desolado y desierto; luego pasaron por zonas de piedra rojiza, tan parecidas entre sí como las mismísimas pirámides. Había yucas, con sus hojas en forma de espada, y grandes cactos cuyas torcidas ramas recordaban brazos alzados hacia el cielo.

Una vez fuera de la autopista, Gabriel empezó a disfrutar del viaje. Se inclinaba sobre la moto a un lado y a otro, zigzagueando en plena recta desierta. De repente, empezó a ir mucho más deprisa. Maya apretó el acelerador, intentando mantener la distancia, pero Gabriel metió la quinta y abrió gas a fondo. Furiosa, Maya lo vio hacerse cada vez más pequeño hasta que finalmente lo perdió tras el horizonte.

Empezó a preocuparse cuando no lo vio regresar. ¿Y si había decidido olvidarse del Rastreador y desaparecer por su cuenta? ¿Y si le había ocurrido algo malo? Quizá la Tabula lo había capturado y en ese momento esperaban que ella apareciera. Pasaron diez minutos. Veinte. Cuando casi había perdido los nervios, un puntito surgió en la carretera ante ella. Se fue haciendo cada vez más grande, hasta que por fin Gabriel salió de entre la calina. Iba a toda velocidad cuando la sobrepasó en sentido contrario, sonriendo y agitando la mano.

«¡Idiota! -pensó Maya-. ¡Maldito idiota!»

Observándolo por el retrovisor, vio a Gabriel dar media vuelta y acelerar para atraparla. Cuando la adelantó, hizo señales con las largas y tocó la bocina. Luego aminoró y se puso a la altura de la furgoneta. Maya bajó la ventanilla.

– ¡No puedes hacer eso! -le gritó.

Gabriel se llevó un dedo a la oreja y meneó la cabeza: «Lo siento, no puedo oírte».

– ¡No corras tanto! Has de quedarte conmigo.

Gabriel sonrió como un muchacho travieso y volvió a acelerar alejándose de Maya. Nuevamente se perdió en la distancia, tragado por la bruma. Un espejismo apareció sobre el lecho de un lago seco, y la falsa agua rieló bajo el ardiente sol.

Cuando llegaron a la localidad de Saltus, Gabriel se detuvo en un establecimiento que era mitad restaurante, mitad tienda de ultramarinos y había sido construido para parecer una cabaña de troncos de los pioneros del Oeste. Llenó el depósito de gasolina y entró en el edificio.

Maya echó un poco de gasolina en la furgoneta, pagó al viejo del surtidor y entró en el restaurante por una puerta abierta. El lugar estaba decorado con aperos de labranza y lámparas hechas con ruedas de carro. En las paredes colgaban cabezas disecadas de ciervos y cabras montés. Era primera hora de la tarde y no había clientes.

Se instalaron en un reservado y encargaron la comida a una camarera de aspecto aburrido y vestida con un sucio delantal. Los platos llegaron enseguida. Gabriel devoró su hamburguesa y pidió otra mientras Maya tomaba pequeños bocados de su tortilla de champiñones.

Los que conseguían cruzar a otros dominios a menudo se convertían en guías espirituales. Sin embargo, Gabriel Corrigan no mostraba el menor signo de espiritualidad. La mayor parte del tiempo se comportaba como todos los jóvenes a los que les gustaban las motos y se echaban demasiado ketchup en la comida. No era más que un ciudadano cualquiera, del montón. Aun así, Maya se sentía incómoda estando cerca de él. Los hombres que había conocido en Londres estaban encantados de escucharse a sí mismos y le habían prestado atención con un oído mientras esperaban su turno para hablar. Gabriel era diferente: la observaba detenidamente, atendía a lo que ella decía y parecía responder a sus cambios de humor.

– ¿Tu nombre es realmente Maya? -preguntó.

– Sí.

– ¿Y cuál es tu apellido?

– No tenemos.

– Todo el mundo tiene apellido -contestó Gabriel-. Eso a menos que seas una estrella del rock o rey de alguna parte.

– En Londres me hacía llamar Judith Strand. Entré en este país con un pasaporte alemán que decía que me llamaba Gretchen Voss. Tengo más pasaportes de reserva de tres países distintos, pero Maya es mi nombre Arlequín.

– ¿Y qué significa?

– Los Arlequines escogen un nombre especial cuando cumplen quince o dieciséis años. No hay un ritual que deba seguirse. Simplemente uno decide un nombre y lo comunica a la familia. Los nombres no siempre tienen un significado concreto. El Arlequín francés que se hace llamar Linden ha adoptado el nombre de un árbol con hojas en forma de corazón. Una Arlequín irlandesa especialmente feroz se hace llamar Madre Bendita.

– ¿Y tú por qué te llamas Maya?

– Escogí un nombre que molestaba a mi padre. Maya es otro de los nombres de la diosa Devi, consorte de Shiva; pero también significa «ilusión», el falso mundo de los sentidos. Eso es en lo que yo deseaba creer, en las cosas que pudiera ver, notar y oír. No en Viajeros y en mundos diferentes.

Gabriel contempló el pequeño restaurante. En un cartel se leía: «Creemos en Dios. Aparte de Él, que los demás paguen en efectivo».

– ¿Qué hay de tus hermanos y hermanas? ¿También van por el mundo con espadas a la búsqueda de Viajeros?

– Soy hija única. Mi madre provenía de una familia sij que llevaba tres generaciones viviendo en Gran Bretaña. Me dio esto… -Maya alzó la muñeca y mostró un brazalete-. Es un kara y te recuerda que no debes hacer nada que pueda ser motivo de vergüenza o desgracia.

Maya deseaba acabar la comida y salir del restaurante. Cuando estuviera fuera podría ponerse las gafas de sol y ocultar sus ojos.

– ¿Cómo era tu padre? -le preguntó Gabriel.

– No necesitas saber nada de él.

– ¿Era un chiflado? ¿Te pegaba?

– Claro que no. Normalmente estaba en el extranjero intentando salvar a algún Viajero. Mi padre nunca nos decía adónde iba. Nosotras nunca sabíamos si estaba vivo o muerto. Podía saltarse un aniversario o la Navidad, pero después aparecía en cualquier momento inesperado; en esos casos, padre siempre se comportaba como si todo fuera normal y únicamente hubiera salido a tomar una cerveza a la vuelta de la esquina. Supongo que yo lo echaba de menos, pero al mismo tiempo no quería que volviera a casa porque eso significaba reanudar las clases.

– ¿Te enseñó él a manejar la espada?

– Eso fue sólo una parte del adiestramiento. También tuve que aprender kárate, judo, kickboxing y a disparar distintos tipos de armas de fuego. Intentó inculcarme cierta forma de pensar. Si estábamos comprando en una tienda, de repente me pedía que le describiera todas las personas que hubiéramos visto. Si íbamos juntos en el metro me ordenaba que examinara a la gente y estableciera un orden de lucha. Se supone que primero hay que acabar con el más fuerte y continuar hasta el más débil.

Gabriel asintió, como si comprendiera de lo que ella estaba hablando.

– A medida que me fui haciendo mayor -prosiguió Maya-, mi padre contrataba ladrones o drogadictos para que me siguieran por la calle, después del colegio. Yo tenía que detectarlos y descubrir la manera de escapar. Mi entrenamiento siempre tenía lugar en la calle y era tan peligroso como resultara posible.

Estaba a punto de contar la pelea en el metro con los matones del fútbol cuando, por suerte, la camarera llegó con la segunda hamburguesa. Gabriel la dejó a un lado e intentó proseguir con la conversación.

– Parece como si no te gustara haberte convertido en Arlequín.

– Intenté llevar la vida de un ciudadano. Pero no fue posible.

– ¿Te disgusta que así fuera?

– No siempre podemos escoger nuestro camino.

– Se diría que estás enfadada con tu padre.

Aquellas palabras se le colaron por entre la coraza y le llegaron al corazón. Por un momento creyó que iba a ponerse a llorar con tanta fuerza que haría añicos el mundo que la rodeaba.

– Yo… lo respetaba -balbuceó.

– Eso no significa que no puedas estar enfadada con él.

– Olvídate de mi padre -atajó Maya-. No tiene nada que ver con nuestra situación actual. En estos momentos, la Tabula nos anda buscando, y yo intento protegerte. Deja de hacer carreras con la moto. Necesito tenerte a la vista todo el tiempo.

– Estamos en medio del desierto, Maya. Nadie nos ve.

– La Red sigue existiendo aunque tú no veas las líneas. -Maya se levantó y se echó al hombro el estuche de la espada-. Acaba tu comida. Te espero fuera.

Durante el resto del día, Gabriel condujo delante de ella a la misma velocidad de la furgoneta. El sol se fundió con el horizonte mientras seguían viajando hacia el este. A unos sesenta kilómetros del límite de Nevada vieron el cartel de neón verde y azul de un pequeño motel.

Maya metió la mano en su bolso y sacó el GNA. Un número par significaría seguir conduciendo; uno impar, detenerse. Apretó el botón, y el GNA mostró 88.167. Maya hizo señales con las largas y se metió por el camino de gravilla. El motel tenía forma de «U», doce habitaciones y una piscina vacía donde crecían malas hierbas.

Maya se apeó de la furgoneta y se acercó a Gabriel. Necesitaba que compartieran la misma habitación, para que de ese modo pudiera vigilarlo. Aun así, Maya decidió no mencionarlo.

«No lo presiones -se dijo-. Haz que parezca una excusa.»

– No tenemos mucho dinero. Será mejor que compartamos la habitación.

– De acuerdo -contestó Gabriel siguiéndola hasta la iluminada recepción.

La propietaria era una anciana que empalmaba cigarrillo tras cigarrillo y que sonrió burlonamente cuando Maya escribió «Señor y Señora Thompson» en el libro de registro.

– Pagaremos en efectivo -dijo Maya.

– Muy bien, cariño. Intentad no romper nada.

Dos camas deformadas, una mesa diminuta y dos sillas de plástico. La habitación tenía aire acondicionado, pero Maya prefirió no conectarlo: el ruido del ventilador amortiguaría el de cualquiera que se acercara. Abrió la ventana de encima de las camas y se dirigió al cuarto de baño. Un agua tibia goteó de la ducha. Tenía un olor alcalino y le costó aclararse el abundante cabello. Salió vestida con una camiseta y un pantalón corto de deporte. Gabriel entró a continuación.

Maya apartó el cobertor y se deslizó bajo la sábana con su espada descansando a escasos centímetros de su pierna derecha. Cinco minutos después, Gabriel salió del baño con el pelo mojado, en camiseta y calzoncillos. Caminó por la gastada moqueta y se sentó en una esquina del colchón. Maya creyó que iba a decir algo, pero él cambió de opinión y se metió en la cama.

Tumbada boca arriba, se dedicó a situar los sonidos que la rodeaban: el viento que empujaba levemente la puerta de rejilla, el ocasional coche o camión que pasaba por la carretera. Empezó a dormirse, y en el duermevela volvió a ser aquella niña en el túnel del metro, de pie mientras los tres hombres la atacaban.

«No. No pienses en eso.»

Abrió los ojos, volvió ligeramente la cabeza y miró a Gabriel. Tenía la cabeza sobre la almohada, y su cuerpo era una vaga forma bajo el cobertor. Maya se preguntó si tendría muchas novias en Los Ángeles, amiguitas que le hicieran carantoñas y le dijeran «te quiero». Ella desconfiaba de la palabra «amor». Todo el mundo la usaba en canciones y anuncios de la televisión; pero si «amor» resultaba una palabra engañosa, una palabra para ciudadanos, ¿qué era lo más íntimo que un Arlequín podía llegar a decir a otra persona?

Entonces la frase acudió a su mente: lo último que había escuchado decir a su padre en Praga: «Daría mi vida por ti».

Se oyó un crujido cuando Gabriel se removió en la cama, inquieto. Pasaron unos minutos, y entonces él levantó la cabeza de la almohada.

– Esta tarde, cuando estábamos en el restaurante te enfadaste. No debí hacer todas esas preguntas.

– No necesitas saber nada de mi vida, Gabriel.

– Yo tampoco tuve una infancia normal. Mis padres desconfiaban de todo y de todos. Siempre estaban huyendo o escapando de algo.

Se hizo el silencio. Maya se preguntó si debía decir algo. ¿Acaso se suponía que los Arlequines y sus protegidos podían mantener conversaciones íntimas?

– ¿Llegaste a conocer a mi padre? -preguntó ella-. ¿Te acuerdas de él?

– No. Pero me acuerdo de la primera vez que vi la espada de jade. Yo debía de tener cinco o seis años.

Gabriel permaneció en silencio, y ella no hizo más preguntas. Algunos recuerdos eran como cicatrices que se mantenían ocultas a la vista de los demás. Un camión pasó ante el motel. Un coche. Otro camión. Si un vehículo se detuviera en el aparcamiento, ella oiría sus neumáticos aplastando la gravilla.

– Me olvido de mi familia cuando salto en paracaídas o paseo en moto. -Las palabras de Gabriel eran un susurro que se perdía en la oscuridad-. Luego, cuando paro, todo vuelve.

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