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Era casi medianoche cuando llevaron el cuerpo de Gabriel al centro de investigación. Un guardia de seguridad llamó a la puerta del alojamiento del doctor Richardson y le ordenó que se vistiera. El neurólogo se metió un estetoscopio en el bolsillo del abrigo y fue escoltado hasta el exterior del centro del cuadrilátero. El Sepulcro estaba iluminado desde dentro y parecía flotar en la oscuridad como un cubo gigantesco.

Richardson y su escolta se encontraron con una ambulancia privada y una furgoneta negra de pasajeros en la puerta de entrada del complejo y caminaron tras el convoy igual que un par de plañideras siguiendo un cortejo fúnebre. Cuando los vehículos llegaron al edificio de investigación genética, dos empleados de la Fundación se apearon de la furgoneta junto con una muchacha afroamericana. El más joven se presentó como Dennis Pritchett. Era el responsable del traslado y estaba decidido a no cometer errores. El de más edad llevaba el pelo de punta y tenía un rostro de facciones flácidas y aspecto disoluto. Pritchett no dejaba de llamarlo «Shepherd», como si aquél fuera su único nombre. Un tubo metálico y negro le colgaba del hombro y llevaba en la mano una espada japonesa en su funda.

La joven negra contempló fijamente a Richardson, pero éste evitó su mirada. El neurólogo intuyó que se trataba de una prisionera, pero él carecía de autoridad para liberarla. Si ella le hubiera susurrado «por favor, ayúdeme», el neurólogo se habría visto obligado a admitir su propia cautividad y cobardía.

Pritchett abrió la puerta trasera de la ambulancia, y Richardson vio que Gabriel estaba atado a la camilla con las gruesas correas que se utilizaban con los pacientes violentos en las salas de urgencia. El joven estaba inconsciente y su cabeza se bamboleó de un lado a otro cuando la camilla fue retirada del vehículo.

La chica intentó acercarse a Gabriel, pero Shepherd la cogió del brazo y la sujetó con fuerza.

– Olvídelo -le dijo-. Tenemos que llevarlo dentro.

Empujaron la camilla hasta el centro de investigación genética y se detuvieron. Ninguno de los Enlaces de Protección de los presentes los autorizaba a entrar, y Pritchett tuvo que llamar a los servicios de seguridad con su móvil mientras el grupo permanecía en el frío exterior. Al fin, un técnico de Londres sentado ante su ordenador autorizó el acceso para varias de sus tarjetas de identificación. Pritchett entró empujando la camilla y los demás lo siguieron.

Desde que había leído por accidente el informe del laboratorio acerca de los animales híbridos, Richardson había mantenido viva su curiosidad hacia el ultrasecreto bloque de investigación genética. Los laboratorios de la planta baja no tenían nada de imponente: luces fluorescentes en el techo, neveras, mesas de trabajo y un microscopio electrónico. El lugar olía igual que una perrera, pero Richardson no vio animales por ninguna parte y desde luego nada que pudiera merecer el nombre de «segmentado». Shepherd llevó a Vicki hasta el final del pasillo mientras que dejaban a Gabriel en una habitación vacía.

Pritchett se quedó a su lado.

– Creemos que el señor Corrigan ha cruzado a otros dominios. El general Nash desea saber si su cuerpo ha sufrido heridas o no.

– Lo único que llevo encima es mi estetoscopio -replicó Richardson.

– Haga lo que pueda, pero apresúrese. Nash llegará en unos minutos.

El neurólogo palpó con los dedos el cuello de Gabriel buscando un rastro de pulso, pero no lo halló. Sacó un lápiz del bolsillo y le pinchó la planta del pie consiguiendo una reacción muscular refleja. Mientras Pritchett observaba, el neurólogo desabrochó la camisa de Gabriel y lo auscultó con el estetoscopio. Pasaron diez segundos. Veinte. Al fin percibió un latido.

Del pasillo llegaron voces y Richardson se apartó del cuerpo cuando Michael, Nash y su guardaespaldas entraron en el cuarto.

– ¿Y bien? -preguntó Nash-. ¿Cómo está?

– Está vivo -repuso el médico-, pero no sé si ha sufrido algún tipo de daño cerebral.

Michael se acercó a la camilla y acarició el rostro de su hermano.

– Gabe sigue en el Segundo Dominio, buscando la forma de salir. Yo conozco el camino, pero no se lo dije.

– Sabia decisión -comentó Nash.

– ¿Dónde está el talismán de mi padre, la espada japonesa?

Shepherd puso cara de haber sido acusado de robo y entregó de inmediato la espada a Michael, que la colocó sobre el pecho de su hermano.

– No puede dejarlo así para siempre -advirtió Richardson-. Desarrollará úlceras cutáneas y sus músculos se deteriorarán igual que en los casos de pacientes tetrapléjicos o en coma.

El general Nash parecía molesto por el hecho de que alguien planteara objeciones.

– Yo no me preocuparía por eso, doctor. Permanecerá bajo control hasta que lo hagamos cambiar de opinión.

A la mañana siguiente, Richardson intentó mantenerse apartado de la vista de todos y se quedó en el laboratorio neurológico instalado en el sótano de la biblioteca. Le habían concedido acceso a un juego de ajedrez on line que funcionaba en el ordenador del centro de investigación. La actividad lo fascinaba. Sus piezas negras y las blancas del ordenador eran pequeñas figuras de animación con cara, brazos y piernas. Cuando no se movían por el tablero, los alfiles leían sus breviarios mientras los reyes sujetaban sus caballos. Los aburridos peones pasaban el rato bostezando, rascándose y quedándose dormidos.

Cuando Richardson se hubo acostumbrado a que las figuras estuvieran dotadas de vida, pasó a lo que llamaban «segundo nivel interactivo». Allí, las piezas de los distintos bandos se insultaban mutuamente o le hacían sugerencias. Si hacía un movimiento equivocado, la pieza en cuestión discutía la estrategia y después se movía a regañadientes hasta su recuadro. En el «tercer nivel interactivo», Richardson no tenía sino que observar: las figuras se movían por su cuenta, y las más importantes mataban a las de menor rango golpeándolas con mazos o atravesándolas con espadas.

– Qué, doctor, trabajando duro, ¿no?

Richardson levantó la vista, miró tras él y vio a Nathan Boone de pie en la puerta.

– Jugando una partida.

– Bien. -Boone se acercó a la mesa-. Todos necesitamos desafíos que nos estimulen. Así mantenemos despiertas nuestras mentes.

Boone tomó asiento al otro lado de la mesa. Cualquiera que se hubiera asomado habría dicho que se trataba de colegas charlando de algún asunto científico.

– Bueno, ¿cómo está, doctor? Hace tiempo que no charlamos.

El neurólogo miró la pantalla del ordenador. Las pequeñas figuras hablaban unas con otras, esperando para atacar. Se preguntó si se creerían reales; quizá rezaran, soñaran y disfrutaran con sus insignificantes victorias sin darse cuenta de quién las controlaba.

– Yo… Me gustaría volver a casa.

– Lo entiendo. -Boone le ofreció una comprensiva sonrisa-. Cuando todo acabe podrá regresar a sus clases; pero, por el momento es usted un miembro importante de nuestro grupo. Me han dicho que estuvo usted presente anoche, cuando trajeron a Gabriel Corrigan.

– Lo examiné brevemente. Eso fue todo. Sigue con vida.

– Exacto. Está aquí, está vivo y ahora nosotros tenemos que ocuparnos de él. Eso nos enfrenta con un problema un tanto peculiar: cómo se mantiene encerrado en una habitación a un Viajero. Según Michael, si se le tiene completamente inmovilizado, no puede escapar de su cuerpo. Sin embargo, esa situación puede plantear problemas médicos.

– Cierto. Eso mismo fue lo que dije al general Nash.

Boone se acercó y apretó una tecla del ordenador. La partida, con todos sus personajes, desapareció de la pantalla.

– Durante los últimos cinco años, la Fundación Evergreen ha financiado distintas investigaciones de los procesos neurológicos que determinan el dolor. Estoy seguro de que usted está al corriente de que el dolor es un fenómeno bastante complejo.

– El dolor lo controlan distintas zonas del cerebro y se transmite por circuitos nerviosos paralelos -repuso Richardson-. De ese modo, si una parte de nuestro cerebro sufre una lesión, el cuerpo puede seguir reaccionando ante una herida.

– Eso es cierto, doctor, pero nuestros investigadores han descubierto que se pueden implantar cables en cinco regiones distintas del cerebro, siendo las más importantes el cerebelo y el tálamo. Eche un vistazo a esto…

Boone sacó un DVD del bolsillo y lo cargó en el ordenador de Richardson.

– Esto se filmó en Corea del Norte hace un año.

La imagen de un macaco de la India apareció en la pantalla. Se hallaba sentado en una jaula con una serie de cables que le salían del cráneo. Los hilos estaban conectados a un aparato radiotransmisor atado al cuerpo del animal.

– ¿Lo ve? -prosiguió Boone-. Nadie le está haciendo daño. Nadie lo corta o lo quema. Sin embargo, no tiene más que apretar un botón y…

El mono dio un brinco y se retorció entre espasmos de dolor. Luego, se quedó tirado en la jaula gimiendo lastimeramente.

– ¿Lo ha visto? No hay ningún tipo de trauma, pero el sistema nervioso se ha visto afectado por una abrumadora sensación neurológica.

Richardson apenas podía articular palabra.

– ¿Por qué me enseña esto?

– ¿No está claro, doctor? Queremos que inserte cables en el cerebro de Gabriel. Cuando regrese de su viaje, lo liberaremos de sus ataduras. Lo trataremos bien e intentaremos que cambie sus rebeldes opiniones en ciertos asuntos; pero, en el momento en que intente abandonarnos, alguien apretará un botón y…

– No puedo hacer semejante cosa -replicó Richardson-. Se trata de tortura.

– Ese término resulta incorrecto. No hacemos más que proporcionar una reacción inmediata a ciertas elecciones equivocadas.

– Soy médico. Mi misión es sanar a la gente. Esto… Esto está mal.

– Mire, doctor, lo único que tiene que hacer es perfeccionar su vocabulario. El procedimiento no está mal. Simplemente es necesario.

Nathan Boone se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– Estudie la información del disco. Dentro de unos días le enviaremos más datos.

Boone sonrió una última vez y desapareció por el pasillo.

Richardson se sentía como un hombre al que le hubieran diagnosticado un cáncer. Casi podía notar las células malignas extendiéndose por su sangre y huesos. Por culpa del miedo y la ambición, había hecho caso omiso de los síntomas, y en ese momento era demasiado tarde.

Sentado en el laboratorio siguió mirando los distintos monos que aparecían en la pantalla. Pensó que debían escapar de la jaula, huir y esconderse; pero alguien daba una orden, apretaba un botón, y ellos se veían obligados a obedecer.

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