3

Cuando llegó al puente Carlos, Maya se dio cuenta de que la estaban siguiendo. Thorn le había dicho una vez que los ojos proyectaban energía y que si uno era lo bastante perceptivo podía notarla cuando se acercaba. En Londres, mientras Maya crecía, su padre contrataba rateros de la calle de vez en cuando para que la siguieran a casa después del colegio. Ella tenía que descubrirlos y golpearlos con los cojinetes de bolas que llevaba en la bolsa de los libros.

Empezó a oscurecer cuando había cruzado el puente y giraba a la izquierda por la calle Saska. Maya decidió dirigirse a la iglesia de Nuestra Señora de las Cadenas que contaba con un patio sin iluminar con tres vías de escape distintas. «Sigue caminando -se dijo-, no mires atrás.» La calle Saska era estrecha y serpenteante. De vez en cuando, una farola arrojaba una luz escasa y amarillenta. Maya pasó ante un callejón, volvió sobre sus pasos y se escondió entre las sombras. Se agachó tras un contenedor de basura y esperó.

Pasaron diez segundos. Veinte. Entonces apareció en la acera el pequeño taxista con aspecto de troll que la había conducido al hotel. «Nunca dudes.» «Actúa siempre.» Cuando el hombre pasó ante el callejón, Maya sacó su estilete y se le acercó por detrás sujetándole los hombros con la mano izquierda y apoyándole la punta del cuchillo en la nuca.

– No te muevas. No corras. -Su voz era suave, casi seductora-. Ahora vas a meterte por la derecha, y no quiero problemas.

Maya lo arrastró hasta las sombras y lo empujó contra el contenedor. En ese momento el cuchillo apuntaba a la nuez del taxista.

– Cuéntamelo todo y no me mientas. Quizá así no te mate. ¿Me has entendido?

Aterrorizado, el troll asintió ligeramente.

– ¿Quién te ha contratado?

– Un norteamericano.

– ¿Cómo se llama?

– No lo sé. Era amigo del teniente Loutka.

– ¿Y cuáles eran tus instrucciones?

– Seguirte. Eso es todo. Recogerte en mi taxi y seguirte esta noche.

– ¿Me espera alguien en el hotel?

– No lo sé. Juro que es la verdad. -Empezó a gemir-. ¡Por favor, no me hagas daño!

Thorn lo habría apuñalado allí mismo, pero Maya decidió que no iba a dejarse arrastrar por aquella locura. Si asesinaba a aquel infeliz hombrecillo, sería su propia vida la que resultaría destruida.

– Voy a salir y a caminar por la calle, y tú vas a largarte en dirección contraria, hacia el puente. ¿Me has entendido?

El taxista asintió rápidamente.

– Sí, sí -murmuró.

– Si te vuelvo a ver serás hombre muerto.

Maya salió a la acera y se encaminó hacia la iglesia. Entonces se acordó de su padre. ¿Y si el troll la había seguido todo el camino hasta el apartamento? ¿Cuánto sabían? Volvió al callejón y escuchó la voz del troll, que sostenía un móvil mientras farfullaba con su jefe. Cuando vio a Maya salir de entre las sombras dio un respingo y dejó caer el teléfono en el suelo de adoquines. Maya lo agarró por el cabello, lo puso en pie y le metió la punta del estilete por la oreja izquierda.

Aquél era el último instante en que la hoja podría detenerse. Maya tenía plena conciencia de la decisión que estaba tomando y del oscuro camino que se abría ante ella. «No lo hagas -pensó-. Todavía tienes una oportunidad.» No obstante, la rabia y el orgullo la empujaron a seguir.

– Escúchame bien porque esto será lo último que oigas: te va a matar un Arlequín.

El hombre forcejeó, intentando zafarse, pero ella empujó el estilete hasta el fondo de su oído y en su cerebro.

Maya soltó al taxista, que se desplomó ante ella. La sangre llenaba la boca del hombre y le salía por la nariz, tenía los ojos abiertos y una expresión de sorpresa, como si alguien acabara de comunicarle una mala noticia.

Limpió el estilete y se lo guardó bajo la manga del suéter. Al abrigo de las sombras, arrastró el cadáver hasta el fondo del callejón y lo cubrió con bolsas de basura que sacó del contenedor. Por la mañana alguien descubriría el cuerpo y avisaría a la policía.

«No corras -se dijo-. No demuestres que estás asustada.» Intentó aparentar tranquilidad mientras caminaba de vuelta hacia el río. Al llegar a la calle Konvikská trepó por una escalera de incendios hasta el tejado de la tienda de lencería y saltó el metro y medio de vacío que lo separaba del edificio de Thorn. No vio ninguna claraboya ni salida de emergencia. Iba a tener que encontrar otro medio de entrar.

Saltó hasta el siguiente tejado y siguió por la manzana de edificios hasta que encontró una cuerda de tender la ropa atada entre dos postes de hierro. La cortó con el cuchillo, regresó a la azotea de su padre y ató un extremo a un conducto de ventilación. Salvo por la única farola de la calle y la luna nueva, que parecía un delgado corte amarillo en el negro cielo, todo estaba oscuro.

Comprobó la cuerda y se aseguró de que aguantaría. Con cuidado pasó por encima del antepecho de la azotea y empezó a bajar, mano sobre mano, hasta una ventana del segundo piso. Al asomarse vio que el apartamento estaba lleno de un humo blanquecino. Maya se apartó y rompió el cristal de una patada. El humo salió por el agujero y se perdió en la noche. Dio unas cuantas patadas más, arrancando los restos de vidrio que el marco todavía sujetaba.

«Demasiado humo -pensó-. Ve con cuidado o quedarás atrapada.» Se dio impulso hacia atrás con la cuerda todo lo que pudo y se introdujo por el hueco. El humo subía hasta el techo y salía por la destrozada ventana. A un metro del nivel del suelo estaba despejado. Maya se puso a cuatro patas y se arrastró por el salón hasta que se topó con el cuerpo del ruso tendido al lado de la mesa. Un agujero de bala en el pecho. Un charco de sangre le rodeaba la parte superior del cuerpo.

– ¡Padre! -gritó.

Se incorporó. Trastabillando dio la vuelta a la pared y encontró una pila de libros y de cojines ardiendo encima de la mesa del comedor. Cerca de la cocina tropezó con otro cuerpo, el de un tipo corpulento con un cuchillo en la garganta.

¿Habían capturado a su padre? ¿Estaba prisionero? Pasó por encima del hombretón y caminó por el pasillo hasta la siguiente habitación. La cama y dos pantallas de lámpara ardían. Las blancas paredes estaban manchadas con huellas de manos ensangrentadas.

Un hombre yacía de costado cerca de la cama. Tenía el rostro vuelto de espaldas a ella, pero Maya reconoció las ropas de su padre y sus largos cabellos. El humo la rodeó mientras se arrodillaba y se arrastraba hacia él a cuatro patas, igual que un niño. Tosía. Lloraba.

– ¡Padre! -gritaba una y otra vez-. ¡Padre!

Y entonces le vio la cara.

Загрузка...