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Alrededor de las seis de la mañana, Nathan Boone contempló el cielo por encima de las instalaciones del centro de investigación y vio una brumosa franja de sol. Boone tenía la ropa y la piel cubiertas de hollín. El incendio de los túneles estaba aparentemente controlado, pero una densa y negra humareda que apestaba a productos químicos seguía saliendo por los conductos de ventilación. Parecía como si el terreno ardiera.

En el cuadrilátero se veían estacionados varios coches de bomberos y de la policía. Por la noche, sus centelleantes luces de emergencia habían resultado llamativas e imperiosas, pero a la luz del amanecer parpadeaban débilmente. Del vehículo cisterna salían gruesas mangueras de lona parecidas a enormes serpientes que llegaban hasta los tubos de ventilación. Algunas seguían enviando agua a los niveles inferiores mientras un grupo de bomberos de ennegrecidos rostros descansaba y tomaba café en tazas de plástico.

Un par de horas antes, Boone había hecho una evaluación general de la situación. La explosión en los túneles y el consiguiente fallo eléctrico había causado daños prácticamente en todos los edificios. Según parecía, el ordenador cuántico se había desconectado y parte de sus mecanismos habían quedado destruidos. Un joven técnico informático le había comentado que se tardaría entre nueve meses y un año en tenerlo todo a punto de nuevo. Los sótanos estaban inundados; y todos los laboratorios y oficinas ennegrecidos por el humo. Uno de los refrigeradores computarizados del laboratorio de investigación genética había dejado de funcionar, con lo que varios experimentos con especímenes de segmentados se habían echado a perder.

A Boone toda aquella destrucción le traía sin cuidado. Por lo que a él respectaba toda la instalación podría haber quedado convertida en ruinas. El auténtico desastre era que una Arlequín y un conocido Viajero habían logrado escapar.

La actitud del infeliz guardia de seguridad que se sentaba en la garita de la entrada había entorpecido su capacidad para poner inmediatamente en marcha una persecución de los escapados. El joven se había dejado llevar por el pánico y había llamado a la policía y a los bomberos. La Hermandad tenía contactos en todo el mundo, pero Boone no había podido impedir que un grupo de decididos agentes hicieran su trabajo. Mientras los bomberos montaban el puesto de mando y rociaban los túneles con agua, Boone había ayudado al general Nash y a Michael Corrigan a salir del recinto en un convoy con escolta. Luego había pasado el resto de la noche asegurándose de que nadie hallara los cadáveres de Shepherd ni de los tres mercenarios del edificio de administración.

– Disculpe, ¿es usted el señor Boone?

El interpelado miró por encima de su hombro y vio que Vernon McGee, el capitán de los bomberos, se le acercaba. El macizo individuo llevaba en el cuadrilátero desde medianoche, pero aún parecía lleno de energía, casi de buen humor. Boone llegó a la conclusión de que los bomberos de las zonas suburbanas debían de estar aburridos de arreglar aspersores o rescatar gatitos de los árboles.

– Creo que ya estamos listos para llevar a cabo la inspección.

– ¿De qué está hablando? -preguntó Boone.

– El fuego ha sido apagado, pero todavía pasarán algunas horas antes de que podamos entrar en los túneles de mantenimiento. En este momento debemos examinar edificio por edificio para comprobar si alguno ha sufrido daños estructurales.

– Eso es imposible. Tal como le dije anoche, el personal del centro se dedica a una serie de investigaciones ultrasecretas para el gobierno. Casi todas las salas necesitan un pase de seguridad.

El capitán McGee se columpió sobre sus talones.

– Eso me importa un pimiento. Soy el jefe de bomberos y éste es mi distrito. Tengo autorización para entrar en cualquiera de esos edificios por motivos de seguridad pública. Póngame escolta, si eso hace que se sienta usted mejor.

Boone intentó contener su irritación mientras McGee regresaba junto a sus hombres. Quizá los bomberos pudieran llevar a cabo su inspección después de todo. No era imposible. Todos los cuerpos habían sido ya metidos en bolsas de plástico y encerrados en una furgoneta. Más tarde serían llevados a Brooklyn, donde una funeraria de confianza los convertiría en cenizas que arrojaría al mar.

Boone decidió comprobar primero el edificio administrativo antes de que McGee y sus bomberos empezaran a meter las narices. Se suponía que dos vigilantes de seguridad ya estaban en el segundo piso arrancando la moqueta manchada de sangre. A pesar de que las cámaras de vigilancia no funcionaban, Boone siempre daba por hecho que había alguien observándolo. Intentando aparentar tranquilidad, cruzó la zona del cuadrilátero. Su móvil sonó, y cuando se lo llevó al oído escuchó la voz atronadora de Kennard Nash.

– ¿Cuál es la situación?

– El departamento de bomberos va a realizar una inspección de seguridad.

Nash soltó una imprecación.

– ¿A quién hay que llamar? ¿Al gobernador? ¿Podría impedirlo el gobernador?

– No hay motivo para que impidamos nada. Hemos resuelto las principales dificultades.

– Pero descubrirán que alguien inició el fuego.

– Eso es exactamente lo que quiero que hagan. En estos momentos tengo un equipo de hombres en la vivienda de Lawrence Takawa. Dejarán en la mesa de la cocina un artefacto explosivo a medio construir y escribirán una nota de venganza en su ordenador. Cuando los investigadores del incendio se presenten les hablaremos de cierto empleado resentido.

Nash dejó escapar una risita.

– Y entonces se pondrán a buscar a un tipo que ya ha desaparecido. Buen trabajo, señor Boone. Lo volveré a llamar esta noche.

El general Nash puso fin a la llamada sin despedirse siquiera, y Boone se quedó solo ante la entrada del edificio de administración. Si repasaba sus acciones de las últimas semanas, no le quedaba más remedio que reconocer ciertos errores: había infravalorado la capacidad de Maya y hecho caso omiso de sus propias sospechas acerca de Lawrence Takawa; además, se había dejado llevar por su genio en varias ocasiones, y eso había influido negativamente en sus decisiones.

A medida que el fuego se apagaba, el humo pasó de un denso color negro a un gris sucio. Mientras salía de los conductos de ventilación y se disolvía en el aire, parecía como el humo de un tubo de escape cualquiera, simple polución. Puede que la Hermandad hubiera sufrido un golpe temporal, pero su victoria seguía siendo inevitable. Los políticos podían seguir hablando de libertad y lanzar sus palabras al viento igual que confeti. No significaba nada. El concepto tradicional de libertad estaba desapareciendo. Por primera vez esa mañana, Boone apretó el pulsador de su reloj y se alegró al ver que su pulso era normal. Se irguió, enderezó los hombros y entró en el edificio.

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