39

Maya y Gabriel cruzaron la población de San Lucas a la una de la tarde y se dirigieron hacia el sur por una carretera de dos carriles. A medida que los kilómetros iban quedando registrados en el odómetro, Maya hacía lo posible por ocultar su creciente nerviosismo. En Los Ángeles, el mensaje de Linden había resultado de una claridad meridiana: «Dirígete a San Lucas. Sigue la Carretera 77 hacia el sur. Busca la cinta verde. Nombre de contacto: Martin». Quizá habían pasado de largo ante la cinta o el viento del desierto se la había llevado volando. Linden podía haber caído en una trampa del grupo de internet de la Tabula, y ellos estar metiéndose de cabeza en una emboscada.

Maya estaba acostumbrada a las direcciones imprecisas que la conducían a casas seguras o a puntos de contacto. Sin embargo, escoltar a un posible Viajero como Gabriel lo cambiaba todo. Desde la pelea en el Paradise Dinner, él había mantenido las distancias, limitándose a cruzar apenas unas palabras con ella cuando se detenían a poner gasolina o a estudiar el mapa. Gabriel se comportaba como un hombre que hubiera accedido a escalar una peligrosa montaña y estuviera dispuesto a aceptar los obstáculos del camino.

Bajó la ventanilla de la furgoneta, y el viento del desierto le secó el sudor de la piel. Un cielo azul. Un halcón planeando en una corriente térmica. Gabriel iba un kilómetro por delante de ella. De repente, dio media vuelta y regresó a toda velocidad, indicó a la izquierda e hizo gestos para que Maya aminorara. Lo había encontrado.

Maya vio una cinta verde atada a la base de un poste kilométrico. Un camino de tierra no más ancho que un sendero de carros desembocaba en el asfalto. Sin embargo, no había indicación alguna de adónde conducía. Gabriel se quitó el casco de motorista y lo colgó del manillar mientras se internaban por el camino. Estaban cruzando una zona del alto desierto, un terreno llano y árido, con cactos, matorrales secos y punzantes acacias que arañaban los costados de la furgoneta. Hallaron dos cruces más a lo largo del camino, pero Gabriel localizó las cintas verdes y las siguió hacia el este. A medida que iban ascendiendo, empezaron a aparecer algunos robles grises y acebos cuyas flores atraían a las abejas.

Gabriel guió a Maya hasta lo alto de un cerro y se detuvo un minuto. Lo que desde la carretera había parecido una serie de montañas era de hecho una meseta que se prolongaba en dos enormes brazos alrededor de un valle protegido por ellos. Incluso desde aquella distancia se podían distinguir las formas rectangulares de algunas casas medio ocultas entre los árboles. Por encima del poblado, en el borde de la meseta, se levantaban tres turbinas eólicas. Cada una sostenía un enorme rotor tripala que giraba como la hélice de un avión.

Gabriel se limpió el polvo del rostro con el pañuelo que llevaba al cuello. Luego, continuaron por el camino de tierra, mientras él conducía despacio, mirando a un lado y a otro, como si esperase que alguien les saltara encima desde la vegetación y los sorprendiera.

La escopeta de repetición descansaba en el suelo de la furgoneta cubierta por una vieja manta. Maya la cogió, metió un cartucho en la recámara y la dejó a su lado, en el asiento del pasajero. Se preguntó si el Rastreador viviría realmente en aquellos parajes o si habría sido localizado y asesinado por la Tabula.

El camino giró directamente hacia el valle y cruzó un puente de piedra que se arqueaba sobre un estrecho arroyo. Maya vio que unas figuras se movían entre la vegetación de la otra orilla y aminoró.

Cuatro -no, cinco- chicos arrastraban grandes piedras por el camino hacia el arroyo. Quizá estuvieran haciendo una presa o un pozo para nadar. Maya no estaba segura. Los niños se detuvieron y se quedaron mirando la moto y la furgoneta. Trescientos metros más adelante, pasaron ante un chico que llevaba un cubo con agua y que los saludó con la mano. Todavía no había visto ningún adulto, pero los niños parecían contentos de vagar por su cuenta. Durante unos segundos, Maya se imaginó un reino de niños creciendo sin la persistente influencia de la Gran Máquina.

A medida que se aproximaban al valle, el camino se convirtió en una carretera pavimentada con pequeños adoquines de un color marrón rojizo ligeramente más oscuro que el del terreno circundante. Pasaron ante tres amplios invernaderos de cristales esmerilados, y Gabriel se detuvo en el aparcamiento de una zona de mantenimiento de vehículos. Cuatro sucias camionetas se alineaban bajo un abierto pabellón que se usaba como garaje de reparaciones. Dentro de un cobertizo de madera donde se guardaban herramientas había un bulldozer, dos jeep y un viejo autobús escolar. Una serie de peldaños del mismo ladrillo conducían a un amplio corral lleno de pollos blancos.

Maya dejó la escopeta escondida bajo la manta, pero se echó al hombro el estuche portaespadas. Cuando cerró la puerta de la furgoneta vio a una niña de unos diez años sentada sobre un muro de contención. Era asiática, y sus negros cabellos le llegaban a los hombros. Al igual que los demás niños, vestía ropa andrajosa -vaqueros y una camiseta- y un par de recias botas de trabajo. De su cinturón pendía un gran cuchillo de monte con empuñadura de asta. El arma y los largos cabellos la hacían parecer un escudero listo a hacerse cargo de los caballos de su señor una vez llegados al castillo.

– ¡Hola! -saludó la niña-. ¿Sois vosotros los que venís de España?

– No. Somos de Los Ángeles. -Gabriel se presentó a sí mismo y a Maya-. ¿Quién eres tú?

– Alice Chen.

– ¿Cómo se llama este sitio?

– New Harmony -repuso Alice-. Escogimos el nombre hace dos años. Todos votamos, incluso los niños.

La niña saltó del muro y se acercó a inspeccionar la motocicleta de Gabriel.

– Estamos esperando dos «posibles» de España. Los «posibles» viven aquí durante tres meses y después nosotros votamos si se quedan o no. -Se apartó de la moto y miró a Maya-. Si vosotros no sois los posibles, entonces, ¿quiénes sois?

– Estamos buscando a alguien llamado Martin -explicó Maya-. ¿Sabes dónde está?

– Creo que será mejor que primero habléis con mi madre.

– Eso no será necesario…

– Seguidme. Está en el centro comunal.

La niña los condujo por otro puente bajo el cual el arroyo corría entre rocas rojizas formando remolinos y pozas. A ambos lados de la carretera se veían hileras de amplias casas construidas al estilo del sudoeste. Las paredes estaban estucadas por fuera, las ventanas eran pequeñas y los techos planos para servir de azoteas en las noches calurosas. La mayoría de ellas eran bastante grandes, y Maya se preguntó cómo lo habrían hecho los constructores para llevar hasta allí tal cantidad de ladrillos y cemento por aquel estrecho camino para carros.

Alice Chen no dejaba de mirarlos por encima del hombro, como si esperara que sus visitantes salieran corriendo. Al pasar frente a una vivienda pintada de color verde, Gabriel se puso a la altura de Maya.

– ¿No nos estaban esperando? -le preguntó.

– Parece que no.

– ¿Quién es Martin?, ¿es el Rastreador?

– No lo sé, Gabriel. No tardaremos en averiguarlo.

Atravesaron una pineda y llegaron a un complejo formado por cuatro edificaciones blancas dispuestas alrededor de un patio central.

– Éste es el centro comunal -les dijo Alice mientras abría una pesada puerta de madera.

La siguieron por un corto pasillo hasta un aula llena de juguetes. Una joven maestra estaba sentada en una estera junto a cinco niños a los que leía un cuento de dibujos. Hizo un gesto de asentimiento a Alice, y después miró fijamente a los extraños cuando pasaron ante la puerta.

– Los niños pequeños tienen clase todo el día -explicó Alice-. Pero yo salgo a las dos de la tarde.

Abandonaron la escuela, atravesaron un patio con una fuente de piedra en el centro y entraron en un segundo edificio. Éste albergaba tres salas sin ventanas y llenas de ordenadores. En una de ellas, había gente sentada en pequeños cubículos estudiando las imágenes de las pantallas mientras se comunicaban a través de micrófonos.

– Gira el ratón -dijo un joven-. ¿Puedes ver la luz roja? Eso significa que… -Se interrumpió unos segundos y se quedó mirando a Gabriel y a Maya.

Siguieron adelante y volvieron cruzar el patio hasta un tercer edificio con más mesas y ordenadores. Una mujer china vestida con bata de médico salió de un cuarto trasero. Alice corrió hacia ella y le susurró algo.

– Buenas tardes -saludó la mujer-. Soy la madre de Alice, la doctora Joan Chen.

– Ella se llama Maya; y él, Gabriel. No vienen de España.

– Estamos buscando a…

– Sí. Sé por qué están aquí -dijo Joan-. Martin les mencionó en la reunión del consejo, pero no hubo acuerdo. No sometimos el asunto a votación.

– Únicamente queremos hablar con Martin -intervino Gabriel.

– Sí. Claro. -Joan tocó el hombro de su hija-. Llévalos a la colina para que vean al señor Greenwald. Está ayudando a construir la nueva casa de los Wilkins.

Alice corrió por delante de ellos cuando salieron de la clínica y siguió camino arriba.

– No esperaba un comité de bienvenida cuando llegáramos -dijo Gabriel-, pero tus amigos no parecen especialmente hospitalarios.

– Los Arlequines no tenemos amigos -contestó Maya-. Tenemos alianzas y obligaciones. No hables hasta que yo haya podido evaluar la situación.

La carretera estaba cubierta de briznas de paja. Unos cientos de metros más lejos, llegaron a un montón de balas de paja apiladas cerca de una obra. Habían insertado barras de acero en los cimientos de hormigón de una nueva casa y estaban clavando las balas en ellas como si se tratara de gigantescos ladrillos amarillos. Alrededor de una veintena de personas de todas las edades trabajaban en la obra: adolescentes con camisetas sucias de sudor hundían balas en las barras con ayuda de mazos mientras los más mayores fijaban una rejilla de acero galvanizado en los muros exteriores; dos carpinteros con sus cinturones de herramientas estaban construyendo un armazón de contrachapado para que soportara las vigas del techo. Maya comprendió que todas las viviendas del valle habían sido construidas del mismo sencillo modo. Aquella comunidad no había necesitado grandes cantidades de ladrillos ni de cemento; sólo planchas de contrachapado, yeso impermeable y unos cientos de balas de paja.

Un musculoso hispano de unos cuarenta años estaba arrodillado en el suelo midiendo una pieza de madera. Vestía pantalón corto y camiseta y llevaba un gastado cinturón de herramientas. Al ver a los dos extraños, se levantó y se acercó.

– ¿Puedo ayudarles? ¿Están buscando a alguien?

Antes de que Maya pudiera responder, Alice salió de la casa en obras con un hombre corpulento y algo más mayor que llevaba gafas de gruesos cristales. El hombre se apresuró hacia ellos y forzó una sonrisa.

– Bienvenidos a New Harmony. Soy Martin Greenwald, y éste es mi amigo, Antonio Cárdenas. -Se volvió hacia el hispano y le dijo-: Éstos son los visitantes de los que hablamos en la reunión del consejo. Mis amigos en Europa se pusieron en contacto conmigo.

Antonio no parecía especialmente contento. Tensó los hombros y separó un poco las piernas como si se dispusiera a pelear.

– ¿Ves lo que le cuelga del hombro? ¿Sabes lo que significa?

– Baja la voz -pidió Martin.

– Es una maldita Arlequín. A la Tabula no le gustaría saber que se encuentra aquí.

– Esta gente es mi invitada. Alice los acompañará de vuelta a la Casa Azul -dijo Martin con firmeza dirigiéndose a Gabriel y Maya-. A las siete podrán acercarse hasta la Casa Amarilla y cenaremos juntos. -Se volvió hacia Antonio-. Y tú también estás invitado, amigo mío. Lo hablaremos mientras nos tomamos una copa de vino.

Antonio dudó durante unos segundos. Luego volvió al trabajo. Como si fuera una guía turística, Alice Chen acompañó a sus visitantes de regreso a la zona de estacionamiento. Maya envolvió sus armas en la manta, y Gabriel se puso al hombro la espada de jade. A continuación siguieron a Alice valle arriba hacia una casa de color azul situada en una calle lateral cerca del arroyo. Era bastante pequeña: una cocina, un dormitorio y una sala de estar con otra zona para dormir. Un par de arcadas daban a un jardín rodeado de un muro donde había plantas de romero y mostaza.

El baño disponía de una bañera antigua con patas en forma de zarpa y manchas verdes en los grifos. Maya se quitó sus sucias ropas y se dio un baño. El agua olía ligeramente a hierro, como si proviniera de las entrañas de la tierra. Cuando la bañera estuvo medio llena, se metió dentro e intentó relajarse. Alguien había dejado encima del lavamanos una rosa silvestre en una botella de cristal azul oscuro. Por unos momentos se olvidó de los peligros que los rodeaban y se concentró en aquel único punto de belleza.

Si resultaba que Gabriel era un Viajero, entonces ella seguiría protegiéndolo. Si el Rastreador decidía que Gabriel no era más que un tipo como los demás, tendría que abandonarlo para siempre. Mientras se deslizaba bajo la superficie del agua, se imaginó a Gabriel quedándose en New Harmony, enamorándose de alguna joven campesina a quien le gustara hornear pan. Poco a poco, su imaginación la fue arrastrando por senderos más sombríos y se vio de pie ante una casa, por la noche, atisbando por la ventana mientras Gabriel y su esposa preparaban la cena. Arlequín. Manos manchadas de sangre. Mejor alejarse.

Se lavó y aclaró el cabello, encontró una bata en el armario, se la puso y salió al pasillo camino de su cuarto. Gabriel estaba sentado en la zona de dormir que ocupaba casi la mitad del salón. Unos minutos más tarde, se levantó rápidamente, y Maya lo oyó maldecir. Pasó un rato más hasta que la escalera de madera crujió cuando él subió a darse un baño.

Al anochecer, Maya rebuscó en su bolsa de viaje y sacó un corpiño azul y una falda larga de algodón. Cuando se miró en el espejo, se complació de lo vulgar de su aspecto: igual que cualquier otra chica que Gabriel hubiera podido conocer en Los Ángeles. Luego, se subió la falda y se ató sus dos cuchillos a las piernas. Las demás armas se hallaban escondidas bajo la colcha de la cama.

Salió del dormitorio y encontró a Gabriel de pie en la penumbra. Miraba por un hueco entre las cortinas.

– Hay alguien escondido entre los matorrales, a unos veinte metros colina arriba -comentó-. Están vigilando la casa.

– Probablemente sea Antonio Cárdenas o alguno de sus amigos.

– ¿Y qué se supone que vamos a hacer?

– Nada. Salgamos y vayamos a buscar la Casa Amarilla.

Maya intentó aparentar despreocupación mientras bajaban por la calle, pero no pudo precisar si los seguían. El aire aún estaba caliente, y los pinos parecían haber apresado pequeñas zonas en sombra. Cerca de uno de los puentes había una gran casa amarilla. En la fachada brillaban lámparas de aceite, y se oía a gente charlando.

Entraron en la vivienda y se encontraron con ocho niños de distintas edades que cenaban en una larga mesa. Una mujer bajita y de crespos cabellos trabajaba en la cocina. Vestía una falda vaquera y una camiseta con el símbolo de una cámara de vigilancia tachada en rojo. Aquél era un símbolo de resistencia frente a la Gran Máquina. Maya lo había visto impreso en el suelo de una discoteca de Berlín y pintado en una pared del barrio de Malasaña de Madrid.

Sosteniendo una cuchara, la mujer salió a recibirlos.

– Soy Rebecca Greenwald. Bienvenidos a nuestra casa.

Gabriel sonrió e hizo un gesto en dirección a los niños.

– Tiene un montón de críos.

– Nuestros sólo son dos. Hoy cenan con nosotros los hijos de Antonio y la hija de Joan, Alice, además de dos amigos de otras familias.

»Los niños de esta comunidad iban siempre a cenar a casa de alguien. Después del primer año, tuvimos que imponer una norma: el niño ha de avisar al menos a dos adultos antes de las cuatro de la tarde. La verdad es que, aunque ésa sea la norma, las cosas se pueden liar bastante. La semana pasada estuvimos haciendo adoquines para la carretera, así que tuvimos a siete chiquillos cubiertos de barro además de tres adolescentes de esos que comen por dos. Tuve que preparar una buena cantidad de espaguetis.

– ¿Martin está en…?

– Mi marido está en el patio de la azotea con los demás. Suban por la escalera. Me reuniré con ustedes enseguida.

Cruzaron la sala de estar y salieron a un recinto ajardinado. Mientras subían los peldaños de una escalera exterior que conducía a la azotea, Maya oyó voces discutiendo.

– Martin, no te olvides de los niños de esta comunidad. Tenemos que proteger a nuestros hijos.

– Estoy pensando en todos los niños que crecen en este mundo. A todos ellos la Gran Máquina les inculca miedo y odio…

La conversación se interrumpió cuando Maya y Gabriel aparecieron. En la azotea habían dispuesto una mesa de madera donde ardían lámparas de aceite vegetal. Martin, Antonio y Joan estaban sentados alrededor, bebiendo vino.

– Bienvenidos de nuevo -dijo Martin-. Por favor, siéntense.

Maya hizo una rápida evaluación de la dirección lógica de un ataque y se instaló al lado de Joan Chen. Desde aquella posición podría ver a quien subiera por la escalera.

Martin se apresuró a atenderlos. Les dio unos cubiertos y les sirvió dos vasos de vino de una botella sin etiqueta.

– Esto es un Merlot que compramos directamente a la bodega -explicó-. Cuando empezábamos a pensar en New Harmony, Rebecca me preguntó un día cuál era mi visión, y yo le dije que consistía en beber un buen vaso de vino al anochecer rodeado de amigos.

– Parece un objetivo bastante modesto -repuso Gabriel.

Martin tomó asiento y sonrió.

– Sí. Pero incluso un pequeño deseo como ése tiene sus implicaciones. Significa una comunidad con tiempo libre, un grupo con la suficiente capacidad adquisitiva para poder comprar el Merlot y el deseo general de disfrutar de los pequeños placeres de la vida. -Volvió a sonreír y alzó la copa-. En este contexto, un vaso de vino se convierte en una declaración revolucionaria.

Maya no sabía una palabra de vinos, pero aquél tenía un agradable sabor que le recordaba vagamente a cereza. Una ligera brisa sopló por el valle, y las llamas de las lámparas titilaron. Por encima de sus cabezas, cientos de estrellas brillaban en el limpio cielo del desierto.

– Quiero disculparme con ustedes dos por lo poco amigable del recibimiento -dijo Martin-. Y también quiero disculparme ante Antonio. Mencioné su caso ante el consejo, pero no llegamos a votar. No creí que llegarían tan pronto.

– Díganos simplemente dónde está el Rastreador y partiremos de inmediato.

– Quizá el Rastreador no exista -gruñó Antonio-. Y quizá ustedes dos sean espías enviados por la Tabula.

– Esta tarde estabas enfadado porque fuera una Arlequín, y ahora la estás acusando de ser una espía -protestó Martin.

– Cualquier cosa es posible.

Martin sonrió cuando su esposa llegó con una bandeja de comida.

– Incluso suponiendo que fueran espías, son nuestros invitados y se merecen una buena cena. Propongo que comamos primero. Se discute mejor con el estómago lleno.

Platos y cuencos pasaron de mano en mano alrededor de la mesa. Ensalada, lasaña y un crujiente pan cocido en el horno de la comunidad. A medida que la cena avanzaba, los cuatro miembros de New Harmony se fueron relajando, charlando tranquilamente de sus responsabilidades. Una conducción de agua tenía un escape. Uno de los camiones necesitaba un cambio de aceite. Un convoy salía hacia San Lucas en unos días y tenían que partir temprano porque uno de los adolescentes iba a presentarse a un examen de ingreso en la universidad.

Cumplidos los trece años, los jóvenes eran orientados por un profesor de la comunidad, pero sus maestros provenían de todo el mundo: en su mayor parte eran licenciados universitarios que daban clases a través de internet. Varias universidades habían ofrecido becas completas a una chica recién salida del colegio de New Harmony. No sólo les había impresionado de ella que supiera cálculo y traducir las obras de Molière, sino también que fuera capaz de excavar un pozo artesiano o reparar un motor diesel.

– ¿Cuál es el principal problema que tienen aquí? -preguntó Gabriel.

– Siempre surge algo, pero nos las arreglamos -repuso Rebecca-. Por ejemplo, la mayoría de las viviendas tienen como mínimo una chimenea; sin embargo, el humo solía estancarse sobre el valle. Los niños tosían y apenas se veía el cielo, así que nos reunimos y decidimos que nadie podría encender un fuego a menos que en el edificio comunal ondeara una bandera azul.

– ¿Son todos ustedes creyentes? -preguntó Maya.

– Yo soy católico -contestó Antonio-. Martin y Rebecca son judíos, Joan es budista. Aquí abarcamos todo el abanico de creencias, pero nuestra vida espiritual es asunto privado.

Rebecca miró a su esposo.

– Todos nosotros vivíamos en la Gran Máquina, pero la situación cambió el día en que a Martin se le averió el coche en la carretera.

– Supongo que ése fue el punto de partida -dijo Martin-. Hace ocho años, yo estaba viviendo en Houston, trabajando como asesor inmobiliario para familias adineradas que eran propietarias de terrenos comerciales. Tenía dos casas, tres coches y…

– No era feliz -terció Rebecca-. Cuando regresaba del trabajo, se encerraba en el sótano a ver viejas películas con una botella de whisky hasta que se quedaba dormido en el sofá.

Martin meneó la cabeza.

– Los seres humanos tenemos una capacidad casi ilimitada de engañarnos. Somos capaces de justificar cualquier nivel de desdicha si encaja en nuestro estándar de realidad. Yo, probablemente, habría seguido por el mismo camino toda mi vida. Pero, entonces, ocurrió algo. Me fui a Virginia por negocios y tuve una experiencia terrible. Mis nuevos clientes eran como niños egoístas sin ningún sentido de la responsabilidad. En cierto momento de la reunión, les propuse que donaran el uno por ciento de sus ingresos anuales para obras benéficas de su comunidad, pero ellos se quejaron de que ya tenían bastante con ocuparse de sus inversiones.

»Después de aquello, las cosas empeoraron. En el aeropuerto de Washington había cientos de policías por culpa de no sé qué alarma. Me registraron dos veces al pasar por los controles de seguridad y vi cómo a un hombre le daba un ataque al corazón en la sala de espera. Mi avión sufrió un retraso de seis horas. Maté el tiempo bebiendo y viendo la televisión en el bar del aeropuerto. Más crímenes y destrucción. Más contaminación. Todas aquellas noticias me decían sólo una cosa: «Asústate». Por su parte, la publicidad me decía que comprara objetos que no necesitaba. El mensaje era que la gente podía ser dos cosas: o víctimas pasivas o consumidores.

»Cuando regresé a Houston estábamos a cuarenta y tres grados de temperatura con un noventa por ciento de humedad. A medio camino de casa, el coche se me averió. Naturalmente, nadie se detuvo. Nadie quiso ayudarme. Recuerdo que salí del coche y miré al cielo. Era de un color sucio por culpa de la contaminación. Basura por todas partes. Me rodeaba el rugido del tráfico. Entonces comprendí que no había que preocuparse por el infierno después de la muerte porque ya lo habíamos conseguido en vida.

»Fue entonces cuando me ocurrió. Una camioneta paró detrás de mí, y se apeó un hombre. Era más o menos de mi edad. Vestía vaqueros y una camiseta y sostenía una vieja taza de cerámica, sin asa, como las que se usan en las ceremonias del té en Japón. Se me acercó. No se presentó ni me preguntó por mi coche. Me miró a los ojos, y tuve la impresión de que me conocía, de que comprendía lo que yo sentía en esos momentos. Entonces me alargó la taza y me dijo: "Tenga un poco de agua. Seguro que tiene sed".

»Me bebí el agua, que estaba fresca y buena. El hombre abrió el capó de mi coche, metió mano al motor y lo puso en marcha en cuestión de minutos. Normalmente, yo le habría dado algo de dinero a cambio y habría seguido mi camino, pero no me pareció lo correcto, así que lo invité a cenar a casa. Llegamos veinte minutos más tarde.

Rebecca meneó la cabeza y sonrió.

– Pensé que Martin se había vuelto loco. Había conocido a un extraño en la autopista y ahora estaba cenando con nosotros. Mi primera idea fue que se trataba de alguien sin hogar, puede que incluso un criminal. Cuando acabamos de cenar, él recogió los platos de la mesa y empezó a fregarlos mientras Martin acostaba a los niños. El desconocido me preguntó sobre mi vida y por alguna razón se lo conté todo: lo desdichada que era, lo mucho que me preocupaban mi marido y mis hijos, las píldoras que tenía que tomarme cada noche para poder dormir.

– Nuestro invitado era un Viajero -dijo Martin mirando por encima de la mesa a Maya y a Gabriel-. No sé qué saben ustedes de sus poderes…

– Me gustaría escuchar todo lo que puedan decirme -contestó Gabriel.

– Los Viajeros son gente que ha salido del mundo en que vivimos y que han regresado -explicó Martin-. Tienen una forma distinta de ver las cosas.

– Debido a que han escapado de la prisión en que vivimos -intervino Antonio-, los Viajeros pueden ver las cosas con claridad. Por eso la Tabula les tiene tanto miedo. Quiere que todos creamos que la Gran Máquina es la única realidad que existe.

– Al principio el Viajero no dijo gran cosa -añadió Rebecca-. A pesar de todo, cuando estábamos con él teníamos la sensación de que podía leer en nuestros corazones.

– Yo me tomé tres días libres -terció Martin-. Rebecca y yo nos dedicamos a hablar con él, intentando explicarle cómo habíamos llegado a aquella situación. Pasados los tres días, el Viajero buscó una habitación en un hotel del centro de Houston y empezó a venir por casa todas las noches y nosotros a invitar a algunos amigos.

– Yo era el contratista que había ampliado la casa de Martin -precisó Antonio-. Cuando me llamó creí que quería presentarme una especie de predicador. Fui una noche y así conocí al Viajero. Había un montón de gente en el salón, y yo me escondí en un rincón. El Viajero me miró durante un par de segundos, y eso cambió mi vida. Tuve la impresión de que por fin había encontrado a alguien capaz de comprender todos mis problemas.

– Nos enteramos de la existencia de los Viajeros mucho más tarde -intervino Joan-. Martin se puso en contacto con otra gente a través de internet y encontró algunas páginas web secretas. Lo esencial que hay que saber es que cada Viajero es diferente. Provienen de distintas religiones y culturas. La mayoría de ellos únicamente llegan a visitar uno o dos dominios; pero, cuando regresan, tienen una explicación diferente para sus experiencias.

»Nuestro Viajero había estado en el Segundo Dominio de los fantasmas hambrientos -explicó Martin-. Lo que vio allí le hizo comprender por qué la gente está tan desesperada por aplacar el ansia de sus almas y no deja de perseguir nuevos objetivos y experiencias que finalmente sólo le brindan satisfacción a corto plazo.

– La Gran Máquina nos mantiene permanentemente insatisfechos y asustados -añadió Antonio-. No es más que otro modo de hacernos obedientes. Poco a poco me di cuenta de que todas las cosas que compraba no me hacían feliz. Mis hijos gritaban constantemente. Mi mujer y yo llegamos a pensar en divorciarnos. A veces me despertaba a las tres de la madrugada y me quedaba tumbado, pensando en las deudas de mis tarjetas de crédito.

– El Viajero nos hizo entender que no estábamos atrapados -dijo Rebecca-. Nos miró a todos nosotros, un grupo de gente corriente, y nos ayudó a que viéramos cómo podíamos llevar una vida mejor. Hizo que comprendiéramos que podíamos conseguirlo con nuestros propios medios.

»La voz fue corriendo y, al cabo de una semana, había una docena de familias que se reunían en nuestra casa todas las noches. Treinta y tres días después de su llegada, el Viajero se despidió y se marchó.

– Cuando se fue -comentó Antonio-, cuatro familias dejaron de asistir a las reuniones. Sin el poder del Viajero no fueron capaces de romper con sus antiguas costumbres. También hubo unos cuantos que buscaron en internet y se enteraron de la existencia de los Viajeros y de lo peligroso que era oponerse a la Gran Máquina. Al cabo de cinco meses sólo quedábamos cinco familias. Éstas formaban el núcleo del grupo que deseaba cambiar de vida.

– No deseábamos vivir en un mundo estéril -explicó Martin-, pero tampoco estábamos dispuestos a renunciar a trescientos años de tecnología. Lo mejor para nuestro grupo era una combinación de alta y baja tecnología. Una especie de tercera vía. Así que pusimos en común nuestro dinero, compramos estas tierras y nos instalamos aquí. El primer año resultó increíblemente difícil. Nos costó mucho montar los generadores eólicos necesarios para disponer de nuestra propia fuente de energía. No obstante, Antonio estuvo genial, resolvió todos los problemas y consiguió que funcionaran.

– En ese momento, no éramos más que cuatro familias -precisó Rebecca-. Martin nos convenció para que primero levantáramos el centro comunal. Nos conectábamos a internet utilizando teléfonos vía satélite. Ahora prestamos servicio técnico a los clientes de tres grandes compañías. Ésa es la principal fuente de ingresos de la comunidad.

– Todos los adultos de New Harmony trabajan seis horas al día, cinco días a la semana -explicó Martin-. Se puede trabajar en el centro comunal, ayudar en la escuela o en los invernaderos. Producimos un tercio de nuestros alimentos, los huevos y las verduras. El resto lo compramos fuera. No se producen delitos en nuestra comunidad. No tenemos hipotecas ni tarjetas de crédito, pero sí el mayor de los lujos: mucho tiempo libre.

– ¿Y en qué lo emplean? -preguntó Maya.

Joan dejó su vaso.

– Yo voy de excursión con mi hija. Se conoce todos los caminos. Algunos de los chicos me están enseñando a volar con ala delta.

– Yo hago muebles -contestó Antonio-. Es como un trabajo de artista con la diferencia de que te puedes sentar encima. Hice esta mesa para Martin.

– Yo estoy aprendiendo a tocar el violonchelo -dijo Rebecca-. Mi maestro está en Barcelona. Utiliza una webcam para ver y escuchar cómo toco.

– Yo empleo el tiempo comunicándome con otra gente a través de internet -dijo Martin-. Varios de esos nuevos amigos han venido a vivir a New Harmony. En estos momentos nuestra comunidad la integran veintiuna familias.

– New Harmony ayuda a difundir información sobre la Gran Máquina -añadió Rebecca-. Hace unos años, la Casa Blanca propuso algo llamado el «documento de identidad Enlace de Protección». El Congreso rechazó el proyecto, pero tengo entendido que en las grandes compañías usan algo parecido. Dentro de unos años, el gobierno volverá a plantearlo y lo convertirá en obligatorio.

– Pero lo cierto es que ustedes no se han apartado de la vida moderna -comentó Maya-. Tienen electricidad y ordenadores.

– Y una medicina moderna -dijo Joan-. Suelo consultar con otros especialistas a través de internet, y también tenemos un seguro médico colectivo para las enfermedades más graves. No sé si se debe al ejercicio, a la dieta o a la falta de estrés, pero la gente de nuestra comunidad rara vez cae enferma.

– Nuestra intención no era escapar del mundo moderno y convertirnos en campesinos medievales -comentó Martin-. Nuestro objetivo era hacernos con el control de nuestras vidas y demostrar que nuestra tercera vía podía funcionar. Existen otros grupos como New Harmony, con la misma combinación de tecnologías nuevas y antiguas, y todos están conectados a través de internet. Hace menos de dos meses se puso en marcha una nueva comunidad en Canadá.

Hacía rato que Gabriel no había dicho palabra, aunque seguía mirando fijamente a Martin.

– Dígame una cosa: ¿cómo se llamaba ese Viajero suyo? -preguntó.

– Matthew.

– ¿Y su apellido?

– Nunca nos lo dijo -repuso Martin-. No creo que tuviera permiso de conducir.

– ¿Tiene alguna fotografía de él?

– Creo que tengo una en el armario -contestó Rebecca-. ¿Quiere que vaya a…?

– No hace falta -terció Antonio-. Yo tengo una. -Se metió la mano en el bolsillo de atrás y sacó una agenda de piel rebosante de notas, recibos y bocetos de construcción. La puso en la mesa y empezó a pasar las páginas hasta que sacó una pequeña fotografía-. Mi mujer la hizo cuatro días antes de que el Viajero se marchara. Esa noche cenó en mi casa.

Sosteniendo la foto como si de una preciosa reliquia se tratara, Antonio se la entregó por encima de la mesa. Gabriel la cogió y la observó largo rato.

– ¿Y cuándo se la hizo?

– Hará unos ocho años.

Gabriel los miró a todos. En su rostro se leía dolor, esperanza y alegría.

– Es mi padre. Se supone que debería estar muerto, consumido por el fuego, pero aquí está, sentado al lado de usted.

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