29

– Todos mis recuerdos de la infancia son de viajar en coche o en camioneta. Siempre estábamos haciendo las maletas y marchándonos a alguna parte. Supongo que por eso tanto Michael como yo estábamos tan obsesionados con tener un hogar.

»Siempre que nos quedábamos en un sitio más de una semana hacíamos ver que íbamos a instalarnos para siempre. Pero si un coche pasaba más de una vez ante nuestro motel o el tipo de la gasolinera le hacía a mi padre alguna pregunta poco frecuente, entonces él y mi madre empezaban a cuchichear hasta que nos despertaban en plena noche y teníamos que vestirnos en la oscuridad, y antes de que amaneciera volvíamos a estar en la carretera, rumbo a ninguna parte.

– ¿Vuestros padres nunca os dieron una explicación?

– En realidad, no. Y ésa fue una de las razones por las que nos daba tanto miedo. Se limitaban a decir: «Este sitio es peligroso», o «Hay gente mala que nos busca». Acto seguido hacíamos las maletas y nos largábamos.

– ¿Y nunca os quejasteis?

– Nunca delante de mi padre. Siempre iba vestido con ropa gastada y botas de trabajo, pero había algo en él, en su mirada, que hacía que pareciera muy sabio y poderoso. Los desconocidos no dejaban de contarle sus secretos, como si él pudiera ayudarlos.

– ¿Y cómo era tu madre?

Gabriel permaneció callado un minuto.

– Sigo pensando en la última vez que la vi antes de que muriera. No logro quitármelo de la cabeza. Cuando éramos pequeños siempre era positiva con todo. Si la camioneta se nos estropeaba en plena carretera, nos sacaba y nos llevaba a pasear por los campos para ver si encontrábamos un trébol de cuatro hojas.

– Y vosotros, ¿cómo os portabais? -preguntó Maya-. ¿Erais buenos o traviesos?

– Yo era bastante reservado y me guardaba las cosas para mí.

– ¿Y Michael?

– Él era el típico hermano mayor seguro de sí mismo. Siempre que necesitábamos pedir un trastero o más toallas en los hoteles, mis padres enviaban a Michael para que fuera a hablar con el gerente.

»A veces, lo de estar siempre en la carretera no estaba mal. A pesar de que mi padre no trabajaba, parecía que siempre teníamos suficiente dinero. Mi madre odiaba la televisión, de modo que no dejaba de contarnos cuentos o de leernos libros. Le gustaban Mark Twain y Charles Dickens. Recuerdo lo emocionada que estaba cuando nos leyó La piedra lunar, de Wilkie Collins. Mi padre nos enseñó a poner a punto un motor de coche, a leer un mapa y cómo no perderse en una ciudad desconocida. En lugar de estudiar libros de texto, nos deteníamos en todos los hitos históricos que encontrábamos en las carreteras.

»Cuando yo tenía ocho años y Michael doce, nuestros padres nos llamaron y nos dijeron que pensaban comprar una granja. Nos deteníamos en los pueblos pequeños, comprábamos la prensa local e íbamos a ver las fincas que se anunciaban con carteles de "En venta". A mí, todas me parecían bien; pero mi padre siempre volvía a la camioneta meneando la cabeza y le decía a mi madre: "Las condiciones no son buenas". Al cabo de unas semanas de aquello, llegué a creer que las "condiciones" eran un grupo de viejos egoístas a los que les gustaba decir que no.

»Cruzamos Minnesota y giramos al oeste, hacia Dakota del Sur. En Sioux Falls, mi padre se enteró de una granja que se vendía en un sitio llamado Unityville. Era una zona bonita con colinas, lagos y campos de alfalfa. La granja se hallaba a un kilómetro de la carretera, oculta por una arboleda. Tenía un gran granero rojo, unos cuantos cobertizos para los aperos y una desvencijada vivienda de dos plantas.

»Tras muchos regateos, mi padre le compró la propiedad a un fulano que quería cobrar en efectivo. Nos instalamos dos semanas después. Todo parecía normal hasta que llegó fin de mes y se fue la luz. Al principio, Michael y yo pensamos que algo se había estropeado, pero nuestros padres nos llamaron a la cocina y nos explicaron que la corriente eléctrica y el teléfono nos conectaban con el resto del mundo.

– Tu padre sabía que os perseguían -comentó Maya-. Quería mantenerse apartado de la Gran Máquina.

– Mi padre nunca mencionó eso. Simplemente nos dijo que íbamos a adoptar el apellido Miller y que debíamos escoger un nombre. Michael quiso el de Robin, ya sabes, el del Chico Fantástico, pero a mi padre no le gustó la idea. Tras mucho discutirlo, Michael se decidió por David y yo escogí el de Jim, por Jim Hawkins, de La isla del tesoro.

»Eso fue la misma noche que mi padre sacó las armas y nos mostró dónde iba a guardar cada una. La espada de jade se quedó en el dormitorio de mis padres; nosotros no podíamos tocarla sin permiso.

Maya sonrió para sus adentros, pensando en la valiosa espada escondida en un armario, y se preguntó si la habrían dejado apoyada en un rincón, al lado de los zapatos viejos.

– El rifle de asalto estaba detrás del sofá del salón; y la escopeta, en la cocina. Mi padre siempre llevaba su revólver del 38 en una sobaquera, incluso cuando estaba trabajando. Para nosotros no se trataba de nada especial, sólo de una realidad más que nos habíamos acostumbrado a aceptar. Tú dices que mi padre era un Viajero; pues bien, yo nunca lo vi levitar en el aire, desaparecer ni nada de eso.

– El cuerpo del Viajero permanece en este mundo -explicó Maya-. Es la Luz interior la que cruza barreras.

– Un par de veces al año, mi padre se metía en la camioneta y desaparecía unas cuantas semanas. Siempre nos decía que se iba de pesca, pero nunca volvía con peces. Cuando estaba en casa se dedicaba a hacer muebles, o a cuidar del jardín. Normalmente hacía una pausa al mediodía y nos llevaba a Michael y a mí al granero para enseñarnos judo, kárate y kendo con cañas de bambú. A Michael no le gustaba practicar, porque pensaba que era una pérdida de tiempo.

– ¿Se lo dijo alguna vez a tu padre?

– No nos atrevíamos a desafiarlo. A veces, mi padre nos miraba y sabía al instante lo que pensábamos. Michael y yo creíamos que nos podía leer la mente.

– ¿Y qué pensaban de él los vecinos?

– No conocíamos a casi nadie. La familia Stevenson vivía en una granja de más arriba, pero no se mostraban muy amistosos. Había una pareja mayor, Don e Irene Tedford, que vivía al otro lado del arroyo y que se presentó una tarde con dos tartas de manzana. Les sorprendió que no tuviéramos electricidad, pero ahí quedó todo. Recuerdo a Don comentando que la televisión era una pérdida de tiempo.

»Michael y yo empezamos a ir cada tarde a casa de los Tedford para que nos dieran galletas caseras. Mi padre se quedaba siempre en la granja, pero a veces mi madre iba con un cesto de ropa a su casa para hacer la colada en la lavadora eléctrica. Los Tedford tenían un hijo llamado Jerry que había muerto en una guerra, y su retrato estaba por toda la casa. Estaba muerto, pero hablaban de él como si todavía viviera.

»Todo fue bien hasta que el sheriff Randolph se presentó con su coche patrulla. Era un tipo corpulento, de uniforme y llevaba una pistola. Me dio miedo verlo llegar. Pensé que pertenecía a la Red y que mi padre tendría que matarlo.

Maya lo interrumpió.

– En una ocasión estaba en un coche con un Arlequín llamado Libra, y nos pararon por exceso de velocidad. Pensé que Libra iba a cortar el cuello de aquel policía.

– Yo me sentí igual -repuso Gabriel-. Ni Michael ni yo sabíamos qué iba a ocurrir. Mi madre preparó té frío para el sheriff Randolph y todos nos sentamos en el porche. Al principio, Randolph sólo dijo cosas agradables acerca de lo bien que habíamos arreglado la granja, pero después empezó a hablar de no sé qué impuesto local sobre bienes inmuebles. Pensaba que, por no habernos conectado a la red eléctrica, íbamos a negarnos a pagar los impuestos a causa de razones políticas.

»Al comienzo, mi padre no dijo nada y se quedó mirando a Randolph muy fijamente, concentrándose en él. De repente anunció que pagaría gustoso el impuesto, y todos nos quedamos más tranquilos. El único que no parecía contento era Michael, que se acercó al sheriff y le dijo que deseaba ir al colegio con los demás chicos.

»Cuando Randolph se hubo marchado, mi padre nos reunió en la cocina para una charla familiar. Le dijo a Michael que el colegio era peligroso porque formaba parte de la Red. Michael contestó que necesitaba aprender cosas como matemáticas, ciencias e historia. Dijo que no podríamos defendernos de nuestros enemigos si no recibíamos una educación.

– ¿Y qué ocurrió? -preguntó Maya.

– No hablamos del asunto durante el resto del verano. Al final mi padre dijo que conforme, que podíamos ir al colegio, pero que debíamos tener cuidado. No podíamos decir nuestro verdadero nombre y tampoco mencionar las armas.

»Yo me sentía nervioso por tener que encontrarme con otros chicos, pero Michael estaba muy contento. El primer día de clase, se levantó dos horas antes para elegir la ropa que se iba a poner. Me contó que todos los chicos vestían vaqueros y camisas de franela, y que nosotros teníamos que ir igual, que así seríamos como los demás.

»Mamá nos llevó a Unityville y nos matriculamos con nuestros nombres falsos. Michael y yo pasamos dos horas en el despacho mientras el ayudante del director, el señor Batenor, nos hacía unas pruebas. Los dos sabíamos leer muy bien, pero yo fallaba en matemáticas. Cuando me llevaron al aula, los alumnos me miraron. Fue la primera vez que comprendí lo diferente que era mi familia, y cómo nos veían los demás. Los chicos empezaron a cuchichear hasta que el maestro los mandó callar.

»Durante el recreo me encontré con Michael en el patio y nos quedamos mirando cómo los otros chicos jugaban a fútbol. Tal como él me había dicho, los dos íbamos con vaqueros. Cuatro chavales mayores dejaron el partido y se nos acercaron para hablar con nosotros. Todavía me acuerdo de la expresión del rostro de Michael, de lo emocionado, de lo feliz que estaba. Creía que los chicos iban a pedirnos que nos uniéramos al partido y fuéramos amigos.

»Uno de aquellos chavales, el más alto, dijo: "Sois los Miller. Vuestros padres han comprado la granja de Hale Robinson". Michael intentó darle la mano, pero el otro añadió: "Vuestros padres están chiflados".

»Mi hermano siguió sonriendo unos segundos, como si no pudiera dar crédito a lo que el otro acababa de decir porque llevaba años en la carretera forjando su propia fantasía acerca del colegio y de una vida normal. Me dijo que me apartara y entonces le soltó un puñetazo en la boca al más alto. Los demás se le echaron encima, pero no tuvieron la más mínima oportunidad porque Michael utilizaba golpes de kárate contra unos pobres campesinos. Los dejó tirados por el suelo y habría seguido golpeándolos si yo no lo hubiera apartado.

– Entonces, ¿nunca hicisteis amigos?

– La verdad es que no. Los profesores apreciaban a Michael porque sabía hablar con los adultos. Pasábamos todo nuestro tiempo libre en la granja y no nos importaba, porque siempre teníamos algo en marcha, como construir una cabaña o adiestrar a Minerva.

– ¿Quién era Minerva? ¿Vuestro perro?

– Era nuestra lechuza de seguridad. -Gabriel sonrió ante el recuerdo-. Unos meses antes de ir al colegio encontré una cría de lechuza cerca del riachuelo que atravesaba la finca de Tedford. Como no vi ningún nido cerca, la envolví con mi camiseta y me la llevé a casa.

»Mientras fue pequeña la tuvimos en una caja de cartón y la alimentamos con comida para gatos. Decidí llamarla Minerva porque había leído un libro donde explicaba que esa diosa tenía una lechuza que la ayudaba. Cuando Minerva se hizo mayor, mi padre recortó un agujero en la pared de la cocina y construyó una plataforma a ambos lados con una pequeña trampilla. Entre todos enseñamos a Minerva a empujarla para entrar en la cocina.

»Mi padre instaló la jaula de la lechuza entre unos matorrales que había al final del camino. La jaula tenía un contrapeso que abría la puerta; el mecanismo estaba atado a un sedal que cruzaba el camino. Se suponía que si aparecía un coche, éste tiraría del hilo y abriría la jaula; entonces, Minerva volaría hasta la casa y nos avisaría de que teníamos visita.

– Una buena idea.

– Quizá, pero entonces no me lo parecía tanto. Yo había visto muchas películas de espías en las televisiones de los moteles y me acordaba de todos aquellos artilugios de alta tecnología. Me parecía que, si había gente mala persiguiéndonos, íbamos a necesitar mejor protección que la de una lechuza.

»En cualquier caso, tiré del hilo, la jaula se abrió y Minerva voló colina arriba. Cuando mi padre y yo llegamos a la cocina, la lechuza había entrado por la trampilla y estaba comiendo su comida de gato. Llevamos a Minerva de vuelta a la jaula y probamos el invento una segunda vez. La lechuza voló de nuevo hacia casa.

»Fue entonces cuando pregunté a mi padre por qué había gente que quería matarnos. Me contestó que me lo explicaría cuando yo fuera un poco más mayor. También le pregunté por qué no podíamos marcharnos al Polo Norte o a cualquier otro lugar donde nadie pudiera encontrarnos. Mi padre me miró con aire cansado. "Yo podría ir a un sitio así -me dijo-, pero ni tú ni Michael ni vuestra madre podríais venir. No pienso huir y dejaros solos."

– ¿Te dijo que era un Viajero?

– No -contestó Gabriel-. Nada de eso. Pasamos varios inviernos y no ocurrió nada malo. Michael dejó de pelearse en el colegio, pero los otros chicos creían que era un embustero porque les había contado lo de la espada de jade y las armas de nuestro padre y al mismo tiempo les había dicho que teníamos una piscina en el sótano y un tigre en el granero. Les había explicado tantas historias que nadie pensó que alguna pudiera ser cierta.

»Una tarde, mientras esperábamos a que el autobús del colegio nos llevara a casa, uno de los chicos mencionó un puente de hormigón que cruzaba la autopista interestatal. Una tubería de agua corría bajo el puente, y unos años antes un chaval llamado Andy la había utilizado para colgarse de ella y pasar al otro lado de la carretera.

»"Eso no es nada -les dijo Michael-, mi hermano pequeño podría hacerlo dormido." Veinte minutos más tarde, me hallaba en el terraplén bajo el puente. Salté, me agarré a la tubería y empecé a cruzar la interestatal mientras Michael y los demás chicos miraban. Sigo pensando que podría haberlo conseguido; pero, cuando estaba a medio camino, la tubería se partió, y yo caí a la carretera. Me di un golpe en la cabeza y me partí la pierna por dos sitios. Recuerdo haber levantado la cabeza y haber visto un camión precipitándose hacia mí. Me desmayé y cuando me desperté me vi en la sala de urgencias del hospital con la pierna enyesada. Estoy casi seguro de haber oído a Michael decir a la enfermera que mi nombre era Gabriel Corrigan. No sé por qué lo hizo. Quizá creyó que yo moriría si no daba el nombre verdadero.

– Y así fue como la Tabula os localizó.

– Puede ser, pero quién sabe… Pasaron varios años sin que ocurriera nada. Un día, cuando yo tenía doce años y Michael dieciséis, estábamos sentados en la cocina haciendo los deberes después de cenar. Era enero, y fuera hacía mucho frío. De repente, Minerva entró por la trampilla aleteando y parpadeando ante la luz.

»Eso ya había ocurrido antes, cuando el perro de los Stevenson había tirado del hilo, así que me puse las botas y salí fuera en busca del perro. Di la vuelta a la casa, miré colina abajo y entonces vi a cuatro hombres salir de entre los matorrales. Iban todos de negro y llevaban rifles. Hablaron entre ellos, se separaron y empezaron a remontar la colina.

– Mercenarios de la Tabula -dijo Maya.

– Yo no sabía quiénes eran. Durante unos segundos fui incapaz de moverme. Luego, corrí a la casa y avisé a mi familia. Mi padre subió a toda prisa al dormitorio y volvió con una bolsa de viaje y la espada. Me dio la espada a mí y la bolsa a mi madre. A continuación entregó la escopeta a Michael y nos ordenó que saliéramos por la puerta de atrás y nos ocultáramos en el sótano de uno de los cobertizos. "¿Y tú?", le preguntamos nosotros. "Id al sótano y quedaos allí -nos dijo-. No salgáis hasta que oigáis mi voz."

»Mi padre cogió el fusil de asalto y salió por la puerta de atrás. Nos dijo que camináramos a lo largo de la cerca para no dejar huellas en la nieve. Yo quería quedarme y ayudarlo, pero mi madre dijo que teníamos que obedecer. Cuando llegamos al jardín, oí disparos y un hombre que gritaba. No era la voz de mi padre. De eso estoy seguro.

»El sótano no era más que un espacio para los aperos. Michael abrió la puerta, y bajamos por la escalera. Las bisagras estaban tan oxidadas que Michael no pudo cerrarla completamente. Nos quedamos los tres en la oscuridad, sentados en un peldaño de cemento. Durante un rato escuchamos tiros, pero después todo quedó en silencio. Cuando me desperté, el sol entraba por la rendija de la puerta.

»Michael la abrió y lo seguimos fuera. La casa y el granero habían ardido. Minerva volaba sobre nuestras cabezas como si buscara algo. Cuatro hombres yacían muertos en distintos lugares, a unos veinte o treinta metros unos de otros, y la sangre había derretido la nieve a su alrededor.

»Mi madre se sentó, se abrazó las rodillas y se echó a llorar. Michael y yo examinamos lo que quedaba de la casa, pero no encontramos rastro de nuestro padre. Le dije a Michael que no lo habían matado y que había escapado.

»"Olvídalo -me contestó-. Será mejor que salgamos de aquí. Tienes que ayudarme con mamá. Iremos a casa de los Tedford y les cogeremos prestada la camioneta." Volvió al sótano y salió con la espada y la bolsa de viaje. Miramos dentro y vimos que estaba llena de fajos de billetes de cien dólares. Mi madre seguía sentada en la nieve, llorando y hablando consigo misma igual que una demente. Con las armas y la bolsa, la llevamos a campo traviesa hasta casa de los Tedford. Cuando Michael llamó a la puerta, Don e Irene aparecieron en pijama.

»Yo había escuchado las trolas de Michael en el colegio, pero nadie se las creía. Sin embargo, esa vez sonaba como si creyera realmente lo que decía. Contó a los Tedford que nuestro padre era un militar que había huido del ejército y que aquella noche unos agentes del gobierno lo habían matado y quemado nuestra casa. El relato me pareció una locura, pero entonces me acordé del hijo de los Tedford muerto en la guerra.

– Una hábil mentira.

– Tienes razón. Y funcionó. Don Tedford nos dejó su camioneta. Michael ya la había conducido por la granja. Cargamos las armas y la bolsa de viaje y nos alejamos por el camino. Mi madre se tendió en el asiento de atrás. Yo la cubrí con una manta, y se durmió. Cuando miré por la ventanilla, vi a través del humo a Minerva volando.

Gabriel dejó de hablar, y Maya se quedó contemplando el cielo raso. Un camión pasó por la carretera, y la luz de sus faros penetró por entre las cortinas. De nuevo la oscuridad. El silencio. Las sombras que los rodeaban parecieron ganar peso y sustancia. Maya tuvo la impresión de que los dos yacían en el fondo de una profunda piscina.

– ¿Y qué ocurrió después de eso? -preguntó.

– Pasamos unos cuantos años yendo de un lado a otro del país hasta que conseguimos unos certificados falsos de nacimiento y nos instalamos en Austin, Texas. Cuando cumplí los diecisiete, Michael decidió que debíamos mudarnos a Los Ángeles y empezar una nueva vida.

– Entonces la Tabula os encontró, y aquí estás.

– Sí -contestó Gabriel en voz baja-. Aquí estoy.

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