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Michael se sentó a la mesa de operaciones, en el centro de El Sepulcro. El doctor Richardson y el anestesista dieron un paso atrás y lo contemplaron mientras la señorita Yang le retiraba los sensores del cuerpo. Cuando la enfermera hubo acabado, cogió un forro polar de la bandeja y se lo ofreció. Michael lo tomó y se lo pasó lentamente por la cabeza. Se sentía agotado y aterido de frío.

– Quizá debería contarnos lo que ha ocurrido. -El tono del neurólogo era de preocupación.

– ¿Dónde está el general Nash?

– Lo hemos llamado inmediatamente -contestó el doctor Lau-. Estaba en el edificio de administración.

Michael recogió la espada en su vaina, que descansaba a su lado sobre la mesa. Había viajado con él a través de las barreras igual que un espíritu guardián. La reluciente hoja y la dorada empuñadura habían permanecido exactamente igual en el Segundo Dominio.

La puerta se abrió, y un delgado haz de luz apareció en el oscuro suelo. Michael dejó la espada en su sitio mientras Kennard Nash cruzaba la estancia apresuradamente.

– ¿Va todo bien, Michael? Me han dicho que deseaba verme.

– Líbrese de toda esta gente.

Nash hizo un gesto de asentimiento, y Richardson, Lau y la señorita Yang se retiraron por la puerta del laboratorio bajo la zona norte de la galería. Los técnicos del ordenador seguían observando a través de los cristales.

– ¡Ya basta! -exclamó Nash-. Y por favor, desconecten los micrófonos. Muchas gracias.

Los técnicos reaccionaron como escolares descubiertos fisgoneando en el despacho de un profesor. Se retiraron inmediatamente de las ventanas y volvieron a las pantallas de sus ordenadores.

– Bueno, ¿adónde ha ido esta vez, Michael? ¿A un nuevo dominio?

– Le explicaré eso más tarde. Hay un asunto más importante: me acabo de encontrar con mi hermano.

El general Nash se acercó a la mesa.

– ¡Eso es fantástico! ¿Pudo hablar con él?

Michael cambió de posición, de manera que quedó sentado al borde de la mesa de operaciones. Cuando él y Gabriel eran pequeños y viajaban de un lado para otro por todo el país, Michael había pasado horas contemplando el paisaje por la ventanilla. A veces se concentraba en un objeto concreto de la carretera y mantenía esa visión en su mente durante varios segundos hasta que se desvanecía. En aquel instante se dio cuenta de que la misma sensación había vuelto a él, pero con mayor fuerza. Las imágenes permanecían en su cerebro, y él podía analizarlas hasta en sus mínimos detalles.

– Cuando éramos pequeños, Gabriel nunca miraba más allá de sus narices ni hacía planes de ningún tipo. Siempre era yo quien pensaba lo que había que hacer.

– Claro que sí, Michael -contestó Nash en tono conciliador-. Lo entiendo. Usted era el hermano mayor.

– A Gabe se le ocurren todo tipo de ideas disparatadas. A mí me toca ser objetivo y tomar las decisiones más convenientes.

– Estoy seguro de que los Arlequines han contado a su hermano todas sus demenciales leyendas. No puede tener una visión más amplia, como usted.

Michael tenía la sensación de que el tiempo se ralentizaba. Podía captar sin esfuerzo las fracciones de segundo en que el rostro de Nash cambiaba de expresión. Normalmente, todo transcurría deprisa en una conversación: una persona hablaba, y la otra aguardaba para responder; había ruido, movimiento, confusión, y todos esos factores ayudaban a que la gente ocultara sus verdaderas emociones. En ese momento, lo veía todo claro.

Recordó el modo en que su padre solía comportarse con desconocidos, observándolos atentamente mientras éstos hablaban.

«Lo hacías así -se dijo Michael-. No les leías el pensamiento. Sólo leías sus rostros.»

– ¿Se encuentra bien? -preguntó Nash.

– Después de haber hablado con él, dejé a mi hermano y encontré el camino de vuelta. Gabriel sigue en el Segundo Dominio, pero su cuerpo yace en un campamento abandonado de las montañas de Malibú, al noroeste de Los Ángeles.

– ¡Qué estupenda noticia! Enviaré inmediatamente un equipo hacia allí.

– Eso no quiere decir que tengan que hacerle daño. Simplemente sujétenlo.

Nash bajó la mirada como si se dispusiera a ocultar la verdad. Su cabeza se movió ligeramente y las comisuras de la boca se encogieron, como si intentara contener la risa. El Viajero parpadeó, y el mundo recobró su ritmo habitual. El tiempo siguió transcurriendo, cada momento sucediendo al anterior hacia el futuro igual que una serie de fichas de dominó.

– No se preocupe, Michael. Haremos todo lo que esté a nuestro alcance para proteger a su hermano. Gracias, ha hecho usted lo correcto.

El general Nash dio media vuelta y salió a toda prisa por entre las sombras. Las suelas de sus zapatos repicaron en el liso suelo de hormigón: clic-clic, clic-clic. El sonido despertó ecos entre los muros de El Sepulcro.

Michael recogió la espada de oro en su funda y la sujetó con fuerza.

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