43

Gabriel no sabía cuánto tiempo llevaba viviendo bajo tierra. Cuatro o cinco días. Quizá más. Se sentía desconectado del mundo exterior y de su ciclo diario de luz y oscuridad.

La línea divisoria que había creado entre el sueño y la vigilia empezaba a desaparecer. En Los Ángeles, sus ensoñaciones habían sido confusas y carentes de significado; pero, en esos momentos, parecían un tipo diferente de realidad. Si se iba a dormir concentrándose en los caracteres del Tetragrámaton, podía permanecer consciente en sus sueños y caminar alrededor de ellos como si fuera un visitante. El mundo de los sueños resultaba de una intensidad casi aplastante, de modo que la mayor parte del tiempo miraba hacia abajo, clavaba la vista en sus pies, y sólo alzaba la mirada de vez en cuando para contemplar el nuevo entorno que lo rodeaba.

En un sueño, Gabriel había caminado por una playa donde cada grano de arena era una estrella diminuta. Se detuvo y contempló el océano, azul verdoso, cuyas silenciosas olas rompían en la orilla. En otra ocasión, se vio en una desierta ciudad con barbadas estatuas asirias talladas en altos muros de ladrillo. En el centro de la ciudad había un parque con hileras de abedules, una fuente y un parterre de iris azules; todas las flores, hojas y tallos eran perfectos e inconfundibles: una creación ideal.

Al despertarse de aquellas experiencias solía encontrar galletas, latas de atún y trozos de fruta en una caja de plástico al lado de su camastro. La comida aparecía casi por arte de magia, y Gabriel no sabía cómo Sophia Briggs era capaz de entrar en el cuarto de dormir sin hacer ningún ruido. Comía hasta quedar saciado; luego, salía de la sala dormitorio y se internaba por el túnel. Si Sophia no estaba por los alrededores, cogía la lámpara de queroseno y se dedicaba a explorar.

Normalmente, las serpientes reales se mantenían alejadas de las bombillas del túnel principal; sin embargo, Gabriel se las encontraba siempre en las estancias laterales. A veces no eran más que una masa informe de cabezas y colas que se retorcían. Otras, no hacían más que yacer pasivamente en el suelo, como si estuvieran en plena digestión de una rata. Las serpientes nunca reaccionaban con agresividad ante Gabriel ni hacían movimientos amenazadores. A pesar de todo, le incomodaba el hecho de ver sus ojos, tan redondos y precisos como pequeñas joyas negras.

Las serpientes no le hacían daño, pero el silo era peligroso. Gabriel inspeccionó la abandonada sala de control, el generador eléctrico y la antena de radio. El generador estaba cubierto de un moho que se adhería al metal igual que un manto verde y peludo. En la sala de control, los relojes e indicadores habían sido hechos pedazos y objeto de rapiña. Del techo colgaban cables eléctricos igual que raíces en una cueva.

Gabriel recordaba haber visto una pequeña abertura en una de las tapas de hormigón que cubrían el silo de lanzamiento. Quizá fuera posible arrastrarse por aquel agujero y salir a la luz del sol; no obstante, la zona de los misiles era la más peligrosa de todo el complejo subterráneo. En una ocasión, mientras intentaba explorar uno de los silos de lanzamiento, se perdió por oscuros pasadizos y estuvo a punto de caer por un agujero en el suelo.

Cerca de los vacíos depósitos de combustible para el generador encontró un ejemplar atrasado cuarenta y dos años del Arizona Republic, un diario de Phoenix. Las hojas estaban amarillas y eran quebradizas, pero seguían siendo legibles. Gabriel pasó horas en su cama plegable leyendo las noticias, los anuncios de ofertas de trabajo y los de boda mientras fingía ser un visitante proveniente de otros dominios y que aquel diario era su única fuente de información sobre la raza humana.

La civilización que aparecía en las páginas del Arizona Republic parecía ser violenta y cruel. A pesar de todo, también presentaba aspectos positivos. Gabriel disfrutó leyendo un artículo sobre una pareja de Phoenix que llevaba cincuenta años casada. Tom Zimmerman era un electricista a quien le gustaban los trenes en miniatura. Su mujer, Elizabeth, era una antigua maestra de escuela y una activa miembro de la Iglesia metodista. Tumbado en su camastro, estudió la vieja foto de aniversario de la pareja. Ambos sonreían a la cámara y se cogían de la mano. Estando en Los Ángeles, Gabriel había tenido algunas relaciones con mujeres. Sin embargo, esas experiencias se le antojaban de lo más distantes. La foto de los Zimmerman era la prueba de que el amor podía sobrevivir a las furias de ese mundo.

El viejo diario y el pensar en Maya fueron sus únicas distracciones. Normalmente, se aventuraba por el túnel principal y se encontraba con Sophia Briggs. El año anterior, la mujer había contado todas las serpientes del silo y en esos momentos estaba llevando a cabo un nuevo censo para comprobar si su población había aumentado. Para ello les pintaba el lomo con un aerosol de pintura no tóxica y así sabía que ese ejemplar ya había sido registrado. Gabriel se acostumbró a ver serpientes reales con manchas de naranja fluorescente en la punta de la cola.

En su sueño, Gabriel caminaba por un largo pasadizo; entonces, abrió los ojos y se vio tumbado en la cama plegable. Después de beber un poco de agua y comer unas cuantas galletas, salió del dormitorio y encontró a Sophia en la sala de control abandonada. La bióloga se dio la vuelta y le dirigió una escrutadora mirada. Gabriel siempre se sentía como el alumno novato de una de sus clases en la universidad.

– ¿Qué tal ha dormido?

– Bien.

– ¿Ha encontrado la comida que le dejé?

– Sí.

Sophia vio una serpiente real deslizándose entre las sombras. Con un rápido movimiento, le roció la cola con pintura y contó el ejemplar con su contador manual.

– ¿Cómo va con esa preciosa gota de agua? ¿Ha conseguido ya cortarla en dos?

– Todavía no.

– Bueno, quizá la próxima vez. ¿Por qué no lo intenta?

Gabriel volvió a situarse ante la mancha de agua, mirando el techo y maldiciendo todos y cada uno de los Noventa y nueve caminos. La gota era demasiado pequeña y demasiado rápida. La hoja era demasiado estrecha. La tarea era demasiado imposible.

Al principio había intentado concentrarse en el acontecimiento en sí mismo, contemplando la gota a medida que se formaba, flexionando los músculos y agarrando la espada como si fuera un jugador de béisbol a la espera de un lanzamiento. Por desgracia, el suceso se desarrollaba sin ninguna previsibilidad. A veces, la gota tardaba veinte minutos en caer. A veces, caían dos gotas en apenas unos segundos.

A pesar de todo, golpeó con la espada. Masculló una imprecación y volvió a intentarlo. Lo invadía una furia tal que pensó en largarse del silo y regresar a San Lucas aunque fuera caminando. No era el príncipe perdido de los cuentos de su madre, solamente un joven idiota que se dejaba dar órdenes por una vieja medio chiflada.

Gabriel presentía que aquel día no iba a reportarle más que fracasos. No obstante, al permanecer allí, de pie con su espada, se fue olvidando de sí mismo y sus problemas. A pesar de que el arma seguía en sus manos, no tenía conciencia de estar sujetándola. La espada se había convertido en una simple prolongación de su mente.

La gota de agua cayó, pero pareció hacerlo a cámara lenta. Cuando asestó el golpe con la espada y vio que la hoja cortaba la gota en dos, Gabriel se hallaba fuera de su propia experiencia. En ese instante el tiempo se detuvo, y él lo vio todo con claridad: la espada, sus manos y la gota flotando en dos direcciones opuestas.

El tiempo empezó a fluir de nuevo, y la sensación se desvaneció. Únicamente habían transcurrido unos segundos, pero le habían parecido un atisbo de eternidad. Gabriel dio media vuelta y echó a correr por el túnel.

– ¡Sophia! ¡Sophia! -gritó mientras su voz resonaba entre las paredes de hormigón.

Ella seguía en la sala de control, escribiendo en su cuaderno de notas.

Gabriel tartamudeó como si la lengua no le funcionara.

– Yo… Yo… He cortado la gota, la he cortado con la espada de jade.

– Bien. Muy bien. -Cerró la libreta-. Está haciendo progresos.

– Hay otra cosa, pero es difícil de explicar. Mientras ocurría tuve la impresión de que el tiempo se ralentizaba.

– ¿Vio eso?

Gabriel bajó la vista.

– Ya sé que suena a locura…

– Nadie puede detener el tiempo -dijo Sophia-, pero hay gente que es capaz de centrar sus sentidos más allá de los límites normales. Quizá tuvo la impresión de que el mundo giraba más despacio, pero todo estaba en su cabeza. Su percepción estaba acelerada. De vez en cuando, los grandes atletas son capaces de lograr algo parecido. Una pelota les llega volando por el aire, y pueden verla con total precisión. Algunos músicos son capaces de oír cada instrumento de una orquesta sinfónica tocando a la vez. Es algo que incluso puede ocurrirle a la gente normal cuando reza o medita.

– ¿Y les ocurre a los Viajeros?

– Los Viajeros son distintos a la mayoría de nosotros porque pueden aprender a controlar ese tipo de percepción intensificada. Eso les confiere el poder de ver el mundo con una tremenda claridad. -Sophia estudió el rostro de Gabriel como si los ojos del joven fueran a darle la respuesta-. ¿Puede hacer eso, Gabriel? ¿Puede apretar un interruptor en su mente y hacer que el mundo se detenga o se ralentice durante un rato?

– No. Fue algo que me ocurrió sin pretenderlo.

Sophia asintió.

– Entonces hemos de seguir trabajando. -Cogió la lámpara de queroseno y se dispuso a salir de la sala-. Probemos con el camino diecisiete para ayudarle con su sentido del equilibrio y el movimiento. Cuando el cuerpo de un Viajero se mueve un poco, ayuda a que la Luz se libere.

Unos minutos más tarde, se encontraban en una cornisa construida a media altura en el silo de veinte metros que había albergado la antena de radio de la instalación. Una viga de acero de unos ocho centímetros lo atravesaba de lado a lado. Sophia alzó la lámpara y mostró a Gabriel que había una caída de más de diez metros hasta el fondo lleno de material de desecho.

– Hay un penique en medio de la viga. Vaya a buscarlo.

– Si me caigo me romperé ambas piernas.

Sophia volvió a alzar la linterna y miró hacia abajo como si Gabriel le hubiera formulado una pregunta.

– En efecto, podría romperse las piernas, pero me parece más probable que se parta los tobillos. Claro que, si cae de cabeza, se puede matar. -Bajó la lámpara y asintió-. En marcha.

Gabriel respiró hondo y caminó de lado sobre la viga para poder apoyar el centro de la planta del pie. Con mucho cuidado, empezó a arrastrar un pie detrás del otro alejándose de la cornisa.

– Así no se hace -le dijo Sophia-. Hay que caminar poniendo un pie delante del otro.

– Así es más seguro.

– No. No lo es. Debería tener los brazos extendidos a los lados perpendicularmente a la viga y concentrarse en su respiración, no en su miedo.

Gabriel volvió la cabeza para hablar con la bióloga y perdió el equilibrio. Osciló adelante y atrás durante unos segundos y después se agachó y se aferró con ambas manos a la viga. Una vez más perdió el equilibrio y tuvo que ponerse a caballo sobre el hierro. Tardó más de dos minutos en volver a la cornisa.

– Eso ha sido patético, Gabriel. Vuelva a intentarlo.

– Ni hablar.

– Si quiere llegar a ser un Viajero…

– Lo que no quiero es matarme. Deje de pedirme que haga cosas que ni usted misma es capaz de hacer.

Sophia dejó la lámpara en el suelo y, situándose sobre la viga igual que una equilibrista, fue rauda hasta su centro, se agachó y recogió la moneda. La anciana dio un salto en el aire y media vuelta completa y aterrizó sobre un solo pie. Rápidamente volvió a la cornisa mientras lanzaba el penique en dirección a Gabriel.

– Descanse un poco, Gabriel. Ha estado despierto más tiempo del que cree. -Recogió la lámpara y se dirigió de regreso al túnel-. Cuando vuelva a bajar, probaremos el camino veintisiete. Es uno muy antiguo. Lo ideó una monja europea del siglo XVII llamada Hildergard von Bingen.

Furioso, Gabriel tiró la moneda y la siguió.

– ¿Cuánto tiempo llevo aquí abajo?

– No se preocupe por eso.

– No estoy preocupado. Sólo quiero saberlo. ¿Cuánto llevo aquí y cuántos días me quedan aún?

– Váyase a dormir y no se olvide de soñar.

Gabriel pensó en marcharse, pero al final decidió que era mejor no hacerlo. Si salía antes del plazo establecido tendría que explicar su decisión a Maya. En cambio, si se quedaba y fracasaba, a nadie le importaría lo que le hubiera ocurrido.

Dormir. Otro sueño. Al alzar la vista se vio de pie en el patio de un gran edificio de ladrillo. Parecía tratarse de algún tipo de monasterio o colegio, pero no había nadie. El suelo estaba lleno de papeles que el viento hacía volar por los aires.

Gabriel dio la vuelta, cruzó el umbral de una puerta abierta y entró en un corredor cuyas ventanas del lado derecho estaban todas rotas. No había cuerpos de gente muerta ni manchas de sangre, pero supo al instante que en aquel lugar se había combatido. El viento entraba por las destrozadas ventanas y empujaba por el suelo la hoja de una libreta de notas. Fue hasta el final del corredor, dobló la esquina y vio a una mujer de negros cabellos sentada en el suelo sosteniendo a un hombre en su regazo. Al acercarse, vio que se trataba de su propio cuerpo; tenía los ojos cerrados y no parecía respirar.

La mujer alzó la mirada y se apartó del rostro los largos cabellos. Era Maya. Tenía la ropa cubierta de sangre, y su espada yacía en el suelo, rota, al lado de su pierna. Estrechaba el cuerpo de Gabriel, acunándolo hacia delante y hacia atrás; pero lo más aterrador de todo era que la Arlequín estaba llorando.

Gabriel se despertó en medio de una negrura tan absoluta que le costó saber si estaba vivo o muerto.

– ¡Hola! -gritó, y el eco de su voz resonó en los muros de cemento de la estancia.

Tenía que haberle ocurrido algo al generador o al cable eléctrico. Todas las bombillas estaban apagadas, y él se hallaba cautivo de la oscuridad. En un intento por no caer presa del pánico, metió la mano bajo el camastro y encontró la lámpara y una caja de cerillas de madera. La llama lo sobresaltó con su repentina claridad. Prendió la mecha, y la sala se llenó de luz.

Mientras ajustaba el paravientos de la lámpara oyó un áspero zumbido. Se dio la vuelta lentamente, justo cuando una serpiente de cascabel se alzaba a medio metro de su pierna. De alguna manera, la víbora había conseguido penetrar en el silo y había sido atraída por el calor del cuerpo de Gabriel. La cola del reptil vibró intensamente mientras echaba la cabeza hacia atrás, listo para morder.

Sin aviso previo, una enorme serpiente real surgió de las sombras como una negra flecha y mordió a la víbora detrás de la cabeza. Los dos reptiles rodaron por el suelo cuando la serpiente real rodeó a su presa con su cuerpo.

Gabriel cogió la lámpara y salió trastabillando de la sala. Las luces estaban apagadas a lo largo de todo el túnel, de modo que tardó cinco minutos en localizar la escalera de emergencia que conducía a la superficie. Sus botas resonaron en los peldaños mientras subía hacia la compuerta de salida. Llegó al rellano, empujó con fuerza y comprendió que estaba encerrado.

– ¡Sophia! -gritó-. ¡Sophia! -pero nadie contestó.

Volvió al túnel principal y se quedó al lado de la hilera de apagadas bombillas. Había fracasado en su intento de convertirse en Viajero. Si Sophia había cerrado la compuerta, a Gabriel no le quedaba otro remedio que internarse en los silos de lanzamiento para poder hallar una manera de salir.

Corrió hacia el norte por el túnel principal y se adentró en un laberinto de corredores. Los silos habían sido diseñados para desviar las llamas de los motores de los cohetes al despegar, y se metió por conductos de ventilación que no conducían a ningún sitio. Al final, se detuvo y contempló la lámpara que sostenía en la mano. La llama titilaba cada pocos segundos, como si una brisa la acariciara. Lentamente, se movió en esa dirección hasta que notó una corriente de aire frío penetrando por el túnel. Deslizándose entre una puerta de hierro y su retorcido marco, se encontró sobre una plataforma que sobresalía de la pared del silo de lanzamiento central.

El silo era una enorme chimenea vertical de hormigón. Hacía años que el gobierno había desmantelado las armas que apuntaban contra la Unión Soviética. A pesar de todo, Gabriel pudo distinguir el oscuro perfil de una plataforma de misiles a unos cien metros por debajo de donde se encontraba. Una escalera de caracol descendía en espiral a lo largo de la pared desde la base hasta la abertura. Y sí, allí estaba: un rayo de luz se abría paso a través de una rendija de la tapa.

Algo le salpicó la mejilla. Una corriente subterránea se filtraba por las grietas del hormigón. Sosteniendo la lámpara en alto, Gabriel empezó a subir por la escalera, hacia la luz. Cada vez que daba un paso, la estructura se estremecía. Cincuenta años de corrosión habían oxidado los pernos que la sujetaban a la pared.

«Ve más despacio -se dijo-. Has de tener cuidado.»

Aun así, la escalera se agitaba como una criatura viviente. De repente, un tornillo se soltó del hormigón y cayó por el aire hacia las sombras del fondo. Gabriel se detuvo y escuchó el metálico rebote en la plataforma. Entonces, sonando como el tableteo de una ametralladora, una serie de tornillos se desprendió y la estructura empezó a separarse de la pared.

Gabriel soltó la lámpara y se aferró a la barandilla con ambas manos mientras el tramo superior de la escalera caía hacia él. El peso de la estructura que se desmoronaba arrancó más pernos, y Gabriel se vio cayendo contra el hormigón, unos ocho metros por debajo de la plataforma por donde había salido. Únicamente un soporte mantenía la estructura.

Presa del pánico, Gabriel se aferró a ella durante un rato. El silo abría sus fauces bajo él igual que el umbral de una infinita oscuridad. Lentamente, Gabriel empezó a trepar por lo que quedaba de escalera. Entonces un sonido rugiente resonó en sus oídos. Algo iba mal con el lado derecho de su cuerpo. Se sintió paralizado. Mientras intentaba sostenerse vio un brazo fantasmal compuesto por diminutos puntos de luz que surgió de su cuerpo mientras su brazo derecho colgaba inerte del costado. Se sostenía con una sola mano, pero todo lo que podía hacer era contemplar la luz.

– ¡Aguante! -gritó Sophia-. ¡Estoy justo encima de usted!

La voz de la Rastreadora hizo que el fantasmal brazo desapareciera. Gabriel no veía dónde se encontraba Sophia, pero una cuerda de nailon cayó y golpeó el muro de hormigón. Gabriel apenas tuvo tiempo de agarrarse a ella antes de que el último soporte cediera. La estructura metálica se derrumbó estrellándose contra el fondo del silo.

Gabriel se aupó hasta la plataforma y se quedó tendido un rato mientras recobraba el aliento. Sophia se hallaba ante él, lámpara en mano.

– ¿Se encuentra bien? -preguntó.

– No.

– Estaba en la superficie cuando el generador saltó. Conseguí ponerlo en marcha de nuevo y bajé de inmediato.

– Usted me tenía encerrado.

– Es cierto. Sólo le faltaba un día.

Gabriel se puso en pie y se encaminó por el corredor. Sophia lo siguió.

– He visto lo que ha pasado, Gabriel.

– Sí, un poco más y me mato.

– No me refiero a eso. El brazo derecho se le quedó inerte unos segundos. No llegué a verla, pero sé que la Luz salió de su cuerpo.

– No sé si es de día o de noche ni si estoy despierto o soñando.

– Es usted un Viajero, igual que su padre. ¿Acaso no se da cuenta?

– Olvídelo. No me gusta nada de todo esto. Lo único que quiero es llevar una vida normal.

Sin decir una palabra más, Sophia dio un veloz paso hacia Gabriel. Tendió la mano, agarró la parte de atrás de su cinturón y tiró con fuerza. Gabriel tuvo la sensación de que algo se desgarraba, desprendiéndose en su interior. Entonces notó que la Luz se liberaba de su jaula y flotaba hacia arriba mientras su cuerpo se derrumbaba boca abajo en el suelo. Sintió pánico y deseó volver a lo que resultaba familiar.

Se miró las manos y vio que se le habían convertido en cientos de puntos luminosos que brillaban como estrellas. Sophia se arrodilló al lado del cuerpo exánime, y el Viajero ascendió hacia lo alto atravesando el techo de hormigón.

Las estrellas parecieron juntarse a medida que se iban concentrando hasta convertirse en un punto de energía. Era un océano contenido en una gota de agua, una montaña comprimida en un grano de arena. Entonces, la partícula que contenía su energía, su verdadera conciencia, entró en una especie de canal, de pasadizo que lo propulsó hacia delante.

Ese instante pudo haber durado un siglo o una fracción de segundo: había perdido toda noción del tiempo. Lo único que sabía era que se movía muy rápidamente, corriendo a través de la oscuridad, siguiendo la curvatura de un espacio cerrado. Entonces, el movimiento llegó a su fin y tuvo lugar la transformación. Un único aliento, más fundamental y duradero que los pulmones y el oxígeno, llenó su ser.

«Adelante. Encuentra el camino.»

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