40

Gabriel se sentó bajo el nocturno cielo y examinó la arrugada instantánea de su padre. Más que cualquier otra cosa, deseaba que Michael estuviera allí con él. Los dos hermanos habían contemplado juntos los calcinados restos de su granja de Dakota del Sur y juntos habían conducido por todo el país, hablando en voz baja por las noches, mientras su madre dormía. ¿Acaso su padre seguía con vida? ¿Estaría buscándolos?

Los Corrigan lo habían buscado sin descanso, esperando verlo en una parada de autobús o en la ventana de un café. A veces, cuando entraban en una nueva ciudad, ambos hermanos intercambiaban una mirada, nerviosos y emocionados. Quizá su padre viviera allí. Quizá estuviera cerca, muy cerca, a pocas manzanas. Hasta que llegaron a Los Ángeles Michael no declaró que ya estaba bien de hacerse ilusiones, que su padre estaba muerto y desaparecido para siempre y que lo mejor era olvidarse del pasado y seguir adelante.

Mientras las estrellas brillaban en lo alto, Gabriel interrogó a los cuatro miembros de New Harmony. Antonio y los demás se mostraron deseosos de ayudar, pero no pudieron decirle gran cosa. No sabían cómo localizar al Viajero, y éste no les había dejado ninguna dirección ni se había puesto en contacto con ellos.

– ¿Mencionó alguna vez que tenía familia, esposa e hijos?

Rebecca apoyó la mano en el hombro de Gabriel.

– No. Nunca habló de eso.

– ¿Qué les dijo cuando se despidió?

– Nos abrazó a todos y se quedó un momento en el umbral. -La voz de Martin estaba llena de emoción-. Nos dijo que habría gente muy poderosa que intentaría asustarnos e inculcarnos odio, que intentarían controlar nuestras vidas y desorientarnos…

– Con deslumbrantes fantasías -terció Joan.

– Sí. Con deslumbrantes fantasías, pero que nunca debíamos olvidar que la Luz anidaba en nuestros corazones.

La fotografía -y la reacción de Gabriel ante ella- resolvió al menos un problema: Antonio se convenció de que ni él ni Maya eran espías de la Tabula. Mientras acababan sus copas, les contó que la comunidad protegía a un Rastreador y que dicha persona vivía en un lugar aislado a unos cuarenta kilómetros de distancia hacia el norte. Si todavía deseaban ir a verlo, él se ofrecía a acompañarlos a la mañana siguiente.

Maya permaneció en silencio mientras regresaban a la Casa Azul. Cuando llegaron a la puerta, se adelantó y entró la primera. En aquel acto sugería precaución, como si en cualquier lugar al que llegaran pudieran ser objeto de alguna agresión. La Arlequín no encendió las luces. Parecía haber memorizado la ubicación de todo el mobiliario. Rápidamente inspeccionó toda la casa. Luego, los dos se encontraron cara a cara en el salón.

– No pasa nada, Maya. Aquí estamos seguros.

La Arlequín meneó la cabeza, como si él hubiera dicho una tontería. La seguridad no era más que otra palabra vacía, otra ilusión.

– Nunca conocí a tu padre y no sé dónde está -dijo Maya-, pero me gustaría decirte una cosa: quizá hizo lo que hizo para protegeros. Vuestra casa fue destruida y vosotros tuvisteis que ocultaros. Según nuestro espía, la Tabula os creía muertos. Habríais seguido a salvo si Michael no hubiera entrado en la Red.

– Puede que ésa fuera la razón, pero yo todavía…

– Todavía quieres ver a tu padre.

Gabriel asintió.

– Quizá lo encuentres algún día. Si tienes el poder de convertirte en Viajero es posible que lo encuentres en otro dominio.

Gabriel se metió en la cama. Intentó dormir, pero le fue imposible. Mientras un frío viento atravesaba el valle y agitaba las contraventanas, Gabriel se sentó en la cama y probó a convertirse en Viajero. Nada de aquello era real. Su cuerpo no era real y podía abandonarlo cuando quisiera. Así de fácil.

Durante más de una hora debatió consigo mismo. Suponiendo que tuviera el don, todo lo que debía hacer era aceptar el hecho. A más B igual a C. Cuando la lógica no funcionó, cerró los ojos y se dejó arrastrar por sus propias emociones. Si fuera capaz de liberarse de su prisión carnal, quizá pudiera localizar a su padre y hablar con él. En su mente, Gabriel intentó salir de la oscuridad y entrar en la luz, pero al abrir los ojos se vio sentado en la cama igual que antes. Furioso y frustrado golpeó el colchón con los puños.

Al final se quedó dormido; se despertó al amanecer con la tosca manta enrollada alrededor del cuerpo. Cuando las sombras se desvanecieron del salón, Gabriel se vistió y bajó de la cama. En el cuarto de baño no había nadie, y tampoco en el dormitorio. Fue por el pasillo hasta la cocina y miró por la rendija de la puerta. Maya estaba sentada con el estuche de la espada en el regazo, contemplando un rectángulo de luz en el suelo de baldosas rojas. La espada y la concentrada expresión de Maya le hicieron pensar que la Arlequín se había aislado de cualquier contacto humano. Se preguntó si podía existir una vida más solitaria que aquélla, siempre perseguido, siempre listo para luchar y morir.

Maya se volvió ligeramente cuando Gabriel entró en la cocina.

– ¿Nos han dejado algo para desayunar? -preguntó.

– Hay té y café soluble en la alacena; leche, mantequilla y pan en la nevera.

– Para mí es suficiente. -Gabriel llenó el hervidor y lo puso en el hornillo eléctrico-. ¿Por qué no te has preparado nada?

– No tengo hambre.

– ¿Sabes algo de ese Rastreador? -preguntó Gabriel-. ¿Es joven, viejo? ¿De dónde es? Ayer por la noche no nos dieron ninguna información.

– El Rastreador es el secreto de esta comunidad. Ocultarlo es su acto de rebelión ante la Gran Máquina. Antonio tenía razón en una cosa: esta comunidad podría meterse en un lío muy gordo si la Tabula llegara a saber que estamos aquí.

– ¿Y qué pasará cuando encontremos a ese Rastreador? ¿Vas a quedarte para ver cómo me estrello?

– Tendré otras cosas que hacer. No olvides que la Tabula te sigue buscando. He de hacerles creer que estás en otra parte.

– ¿Y cómo piensas conseguirlo?

– Me dijiste que cuando os separasteis en la fábrica de confección, tu hermano te dio dinero y una tarjeta de crédito.

– A veces he usado sus tarjetas -contestó Gabriel-. Yo nunca he tenido ninguna.

– ¿Me la prestarías?

– ¿Y qué pasa con la Tabula? ¿Acaso no localizarán el número?

– En eso confío. Utilizaré la tarjeta y tu moto.

Gabriel no quería desprenderse de la motocicleta, pero sabía que Maya estaba en lo cierto. La Tabula conocía la matrícula y tenía una docena de maneras de localizarla. Cualquier resto de su anterior vida debía ser descartado.

– De acuerdo.

Gabriel le entregó la tarjeta de Michael y las llaves de la moto. Tuvo la impresión de que Maya deseaba decirle algo importante, pero ella se levantó sin pronunciar palabra y se encaminó hacia la puerta.

– Tómate el desayuno -le aconsejó-. Antonio llegará en cualquier momento.

– Puede que todo acabe en una simple pérdida de tiempo, que yo no sea ningún Viajero.

– Tengo en cuenta esa posibilidad.

– Pues no arriesgues la vida ni hagas ninguna locura.

Maya lo observó y sonrió. En ese instante, Gabriel sintió como si existiera un estrecho vínculo entre ambos. No como amigos, sino como soldados del mismo ejército. Luego, y por primera vez desde que se conocían, oyó reír a la Arlequín.

– Todo es una locura, Gabriel. Pero cada uno ha de encontrar su propia sensatez.

Antonio Cárdenas llegó diez minutos más tarde y les dijo que los conduciría a donde vivía el Rastreador. Gabriel recogió la espada de jade y la mochila con su ropa. En la plataforma de carga de la camioneta de Antonio había tres bolsas de lona llenas de comida enlatada, pan y verduras frescas de los invernaderos.

– Cuando el Rastreador se presentó, pasé un mes instalándole un generador eólico para que pudiera alimentar la bomba de agua y tener luz eléctrica -comentó Antonio-. Ahora sólo voy por allí cada quince días con provisiones.

– ¿Qué clase de persona es? -preguntó Gabriel-. No nos has explicado casi nada.

Antonio se despidió con la mano de unos niños cuando la camioneta enfiló la carretera.

– El Rastreador es una persona muy fuerte. Dile la verdad y todo irá bien.

Llegaron a la carretera de San Lucas, pero a los pocos kilómetros se desviaron por un camino asfaltado que se adentraba en línea recta en el desierto. Por todas partes había letreros de «No pasar», algunos colgaban de postes, otros yacían boca arriba en el suelo.

– Antes esto era una base de misiles -explicó Antonio-. Estuvo en activo durante treinta años. Todo vallado. Alto secreto. Luego, el Departamento de Defensa retiró los misiles y vendió los terrenos al Departamento de Sanidad del condado. Cuando las autoridades ya no los quisieron, nuestro grupo compró las ciento sesenta hectáreas.

– Parece un erial -dijo Maya.

– Como verán, para el Rastreador tiene ciertas ventajas.

Alrededor del vehículo se extendían cactos y matorrales. El camino asfaltado desapareció bajo la arena durante unos cientos de metros y volvió a surgir. A medida que la carretera ganaba altura, empezaron a pasar ante acumulaciones de roca rojiza y bosquecillos de yucas. Los bulbosos arbolillos alzaban sus puntiagudas hojas hacia lo alto como los brazos de un profeta orando al cielo. El calor era intenso y el sol parecía crecer en el firmamento.

Tras veinte minutos de prudente conducción, llegaron a una valla de alambre de espino y una verja medio caída.

– A partir de aquí tendremos que ir a pie -anunció Antonio.

Los tres se apearon del vehículo y, echándose a la espalda las bolsas de provisiones, se colaron por un agujero de la alambrada y siguieron por la carretera.

En la distancia, Gabriel vio uno de los generadores eólicos de Antonio. El calor que subía del suelo hacía reverberar la torre. Antes de que pudiera reaccionar, una serpiente se arrastró atravesando el asfalto. Tenía casi un metro de largo, una cabeza redondeada y el negro cuerpo atravesado por anchas rayas color crema. Maya se detuvo y se llevó la mano al estuche de la espada.

– No es venenosa -dijo Gabriel-. Creo que es una culebra de anillos. Normalmente son bastante tímidas.

– Es una serpiente real -explicó Antonio-. Y las de por aquí no son tímidas en absoluto.

Siguieron caminando y vieron una segunda serpiente entre la arena. Luego, una tercera calentándose en el asfalto. Todas eran negras, pero el color y tamaño de los anillos parecían variar: blanco, amarillo pálido o crema.

Más serpientes empezaron a aparecer en la carretera, y Gabriel dejó de contar. Docenas de reptiles se retorcían y siseaban mirando a su alrededor con sus negros ojillos. Maya parecía nerviosa, casi asustada.

– ¿No te gustan las serpientes?

Bajó los brazos e intentó relajarse.

– No suelen verse demasiadas en Inglaterra.

A medida que se aproximaban al generador eólico, Gabriel vio que había sido construido al lado de una losa de hormigón del tamaño de un campo de fútbol. Parecía un enorme bunker de ametralladoras abandonado por el ejército. Inmediatamente al sur, había una pequeña caravana de aluminio que reflejaba la luz del desierto. Una tela de paracaídas había sido dispuesta sobre unos postes para dar sombra a una mesa de madera y una serie de cajas de plástico llenas de provisiones y herramientas.

El Rastreador se hallaba de rodillas, en la base del generador eólico, soldando una riostra de refuerzo. Vestía vaqueros, una camisa a cuadros de manga larga y gruesos guantes de cuero. Un casco de soldador le ocultaba el rostro, y parecía estar concentrado en la llama mientras unía dos piezas de metal.

Una serpiente real pasó deslizándose, casi rozando la punta de la bota de Gabriel, que vio cientos de negras formas serpentinas a ambos lados de la carretera, señal del paso de reptiles sobre el seco terreno.

A unos diez metros de la torre, Antonio gritó y agitó los brazos. El Rastreador lo oyó, se incorporó y se levantó el casco de soldador. Al principio, Gabriel pensó que el Rastreador era un anciano de blancos cabellos, pero al acercarse se dio cuenta de que iba a encontrarse con una mujer de más de setenta años. Tenía una ancha frente y una recta nariz. Era un rostro de gran fuerza, sin un ápice de sentimentalismo.

– Buenos días, Antonio. Veo que esta vez has venido con algunos amigos.

– Doctora Briggs, él es Gabriel Corrigan. Es hijo de un Viajero y quiere averiguar si…

– Sí, desde luego. Bienvenido. -La doctora tenía un marcado acento de Nueva Inglaterra. Se quitó uno de los guantes y estrechó la mano de Gabriel-. Soy Sophia Briggs. -Sus dedos eran fuertes, y sus ojos, azul verdoso, poseían un brillo intenso y crítico. Gabriel tuvo la sensación de estar siendo escrutado. Luego, la doctora se apartó de él-. ¿Y usted, es…?

– Me llamo Maya. Soy amiga de Gabriel.

La doctora reparó en el negro estuche de metal que colgaba del hombro de Maya y comprendió lo que contenía.

– Qué interesante. Creía que todos los Arlequines habían muerto, aniquilados tras algún acto autodestructivo. Puede que sea usted demasiado joven para esta tarea.

– Y quizá usted sea demasiado vieja para la suya.

– Noto cierto carácter, cierta rebeldía. Eso me gusta.

Sophia volvió a la caravana y tiró el equipo de soldador en una caja de leche que había en el suelo. Sorprendidas por el ruido, dos grandes serpientes reales salieron de entre las sombras de debajo de la caravana y serpentearon hasta la torre.

– Bienvenidos a la tierra de la Lampropeltis getula, la serpiente real común. Naturalmente, no tienen nada de vulgares. Son valientes, listas y unos reptiles encantadores. Otro de los regalos de Dios a este desdichado mundo. Lo que están viendo es un ejemplar de la subespecie splendida, la serpiente real del desierto de Arizona. Comen víboras y serpientes de cascabel, así como ranas, pájaros y ratas. Les encanta matar ratas, especialmente las grandes y repugnantes.

– La doctora Briggs estudia las serpientes -aclaró Antonio.

– Soy bióloga especializada en reptiles. Durante veintiocho años di clase en la Universidad de New Hampshire, hasta que me echaron. Tendrían que haber visto al presidente Mitchell, un pobre idiota que apenas podía subir las escaleras sin jadear, decirme que yo era demasiado frágil para las clases. Qué tontería. Una semana después de la cena de despedida, me empezaron a llegar mensajes a través de internet de mis amigos que me decían que la Tabula había descubierto que yo era Rastreador.

Antonio dejó las bolsas de lona en la mesa.

– Pero no quiso dejarlo.

– ¿Por qué iba a hacerlo? No soy ninguna cobarde. Tengo tres armas de fuego y sé cómo utilizarlas. Más tarde, Antonio y Martin descubrieron este sitio y me convencieron. Son dos muchachitos muy listos.

– Sabíamos que no se resistiría -dijo Antonio.

– Y tenían razón. Hace cincuenta años, el gobierno invirtió millones de dólares para construir esta ridícula base de misiles. -Sophia fue más allá de la caravana y les mostró el lugar. Gabriel vio tres enormes discos de hormigón encajados en oxidados armazones de hierro-. Justo allí están las tapas de los silos, que se podían abrir y cerrar desde dentro. Ahí es donde se guardaban los cohetes. -Se volvió e indicó un montón de tierra a unos quinientos metros de distancia-. Después de que retiraran los misiles, el condado convirtió esto en una especie de vertedero. Bajo veinte centímetros de tierra y una lona de plástico, se pudren veinticinco años de basuras acumuladas que atraen un ingente número de ratas. Las ratas se comen la basura y se multiplican. Las serpientes reales se comen las ratas y anidan en los silos. Yo estudio las splendida y hasta la fecha he tenido mucho éxito.

– Bien, ¿y qué vamos a hacer? -preguntó Gabriel.

– Almorzar, desde luego. Será mejor comerse el pan antes de que se ponga rancio.

Sophia repartió las tareas, y entre todos prepararon una comida con los alimentos perecederos. Maya fue la encargada de cortar el pan y no pareció gustarle lo romo del cuchillo. La comida fue sencilla pero deliciosa. Tomates frescos con aceite y vinagre. Un sabroso queso de cabra cortado en dados. Pan de centeno. Fresas. Para postre, Sophia sacó una tableta de chocolate belga y dio dos porciones a cada uno.

Las serpientes estaban por todas partes. Si se cruzaban en su camino, Sophia las cogía con firmeza y las llevaba hasta una zona de terreno húmedo que había cerca de la cabaña. Maya se sentó a la mesa con las piernas cruzadas, como si quisiera evitar que una serpiente fuera a treparle por la pierna. Durante la comida, Gabriel conoció algunos detalles más acerca de la doctora Briggs. No tenía hijos. No se había casado. Hacía unos años había aceptado operarse de la cadera, pero, aparte de eso, se había mantenido alejada de los médicos.

A los cuarenta años había decidido hacer un viaje todos los años hasta Narcisse Snake Dens, en Manitoba, para estudiar las cincuenta mil culebras anilladas que salían de las cuevas de piedra caliza durante su ciclo anual de apareamiento. Allí se hizo amiga de un sacerdote católico que vivía en la zona y que, años más tarde, le reveló que era un Rastreador.

– El padre Morrissey era un hombre sorprendente -dijo-. Al igual que muchos sacerdotes celebraba muchos bautizos, bodas y funerales, pero lo cierto es que aprendió algo de aquella experiencia. Era una persona muy receptiva, muy sabio. A veces tenía la impresión de que era capaz de leerme el pensamiento.

– ¿Y por qué la escogió a usted?

Sophia arrancó un trozo de pan.

– Mis dotes para el trato social no son nada del otro mundo. La verdad es que la gente no me gusta. Es estúpida y vanidosa. Pero me he entrenado para ser observadora. Puedo concentrarme en algo y olvidarme de los detalles molestos. Puede que el padre Morrissey hubiera podido encontrar alguien mejor, pero se le desarrolló un cáncer linfático y murió diecisiete semanas después de que se lo diagnosticaran. Yo me tomé un semestre libre, me senté a su lado en el hospital, y él me transmitió su sabiduría.

Cuando todos hubieron terminado de comer, Sophia se levantó y miró a Maya.

– Creo, jovencita, que es hora de que se vaya. Tengo un teléfono en la caravana que funciona casi siempre. Cuando hayamos acabado, llamaré a Martin.

Antonio recogió las bolsas vacías y regresó a la camioneta. Maya y Gabriel permanecieron uno al lado del otro durante un rato, pero ninguno de los dos dijo nada. Él se preguntaba qué podía decirle: «Cuídate». «Que tengas buen viaje.» «Nos veremos pronto.» Ninguna de las despedidas habituales parecía encajar con una Arlequín.

– Adiós -dijo Maya.

– Adiós.

Maya se alejó unos pasos, se detuvo y se volvió.

– Conserva la espada de jade contigo -le dijo-. No te olvides. Es un talismán.

A continuación, se marchó. Su cuerpo se fue haciendo cada vez más pequeño hasta que finalmente desapareció en la carretera.

– Usted le gusta.

Gabriel dio media vuelta y vio que Sophia los había estado observando.

– Nos respetamos mutuamente y…

– Si una mujer me dijera eso, pensaría que es sumamente tonta, pero usted no es más que el clásico hombre. -Sophia volvió a la mesa y empezó a recoger los platos sucios-. Usted le gusta, Gabriel, pero eso es algo totalmente prohibido para un Arlequín. Tienen un gran poder; sin embargo, el precio que pagan por él es ser seguramente las personas más solas en este mundo. No puede permitir que ningún tipo de emoción enturbie su juicio.

Mientras guardaban las provisiones y lavaban los platos en un barreño de plástico, Sophia preguntó a Gabriel sobre su familia. Su educación científica se hacía evidente a través de su sistemática manera de recabar información. «¿Cómo sabe eso?», repitió más de una vez. «¿Qué le hace pensar que eso es cierto?»

El sol se deslizó hacia el horizonte. A medida que el rocoso terreno empezó a enfriarse, el viento aumentó, haciendo que la tela del paracaídas se hinchara y flameara como una vela. Sophia pareció divertida cuando Gabriel le explicó sus fallidos intentos de convertirse en Viajero.

– Algunos Viajeros llegan a aprender por su cuenta -le dijo-, pero no en nuestro ajetreado mundo.

– ¿Por qué no?

– Nuestros sentidos están embotados por los ruidos y luces que nos rodean. En el pasado, un Viajero solía refugiarse en una cueva o buscar un santuario o una iglesia. Se necesita un entorno tranquilo. Como el de nuestro silo de misiles. -Sophia acabó de tapar las cajas de provisiones y miró a Gabriel-. Quiero que me prometa que permanecerá en el silo al menos ocho días.

– Eso parece mucho tiempo -repuso Gabriel-. Pensé que usted averiguaría enseguida si tengo o no el poder para cruzar.

– Se trata de su descubrimiento, joven. No del mío. Acepte las normas o vuelva a Los Ángeles.

– De acuerdo. Ocho días. No hay problema. -Gabriel fue hacia la mesa para recoger su mochila y la espada de jade-. Mire, doctora Briggs, esto es algo que deseo hacer. Para mí es importante. Quizá consiga establecer contacto con mi padre o mi hermano…

– Yo no pensaría mucho en eso. No es de gran ayuda. -Sophia apartó una serpiente real de la caja de herramientas y cogió una lámpara de queroseno-. ¿Sabe por qué me gustan las serpientes? Dios las creó para que fueran limpias, bellas y desprovistas de adornos. Estudiarlas me ha inspirado para deshacerme de todas las tonterías y las cosas innecesarias de mi vida.

Gabriel contempló a su alrededor la base de misiles y el desierto paisaje. Se sentía como si fuera a abandonarlo todo y a emprender un largo viaje.

– Haré lo que sea necesario.

– Bien. Vayamos abajo.

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