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Lawrence Takawa apoyó la mano en la mesa de la cocina y se quedó mirando el pequeño bulto bajo la piel, donde le habían insertado el chip de identificación del Enlace de Protección. Con la mano izquierda cogió una hoja de afeitar y contempló su agudo filo.

«Hazlo -se dijo-. Tu padre no tenía miedo.»

Contuvo el aliento e hizo una breve pero profunda incisión. La sangre brotó de la herida y goteó sobre la mesa.

Nathan Boone había estudiado las fotos tomadas por las cámaras de vigilancia en la recepción del hotel New-York, New-York de Las Vegas. Estaba claro que Maya era la joven rubia que se había registrado utilizando la tarjeta de Michael Corrigan. Un mercenario había sido enviado de inmediato al establecimiento, pero la Arlequín había conseguido escapar. Veinticuatro horas más tarde, uno de los equipos de seguridad de Boone había localizado la moto de Gabriel en el aparcamiento del hotel. ¿Estaría Gabriel viajando con Maya o tan sólo se trataba de una maniobra para despistarlo?

Boone decidió tomar un avión hasta Nevada para interrogar personalmente a todos los que habían tenido algún contacto con la Arlequín. Conducía de camino al aeropuerto de Westchester cuando recibió una llamada telefónica de Simon Leutner, el principal responsable del centro de ordenadores que la Hermandad tenía oculto en Londres.

– Buenos días, señor. Soy Leutner.

– ¿Qué ocurre? ¿Han encontrado a Maya?

– No, señor. Esto se refiere a otro asunto. Hace una semana, usted me ordenó que hiciera una comprobación de seguridad con todos los empleados de la Fundación Evergreen. Además de las llamadas telefónicas de rigor y del análisis de las tarjetas de crédito, intentamos verificar si alguien había utilizado el código de acceso para entrar en nuestros sistemas.

– Ése sería un objetivo lógico.

– El ordenador realiza un barrido de los códigos de acceso cada veinticuatro horas. Lo único que averiguamos fue que un empleado de Nivel Tres llamado Lawrence Takawa había entrado en un sector de información no autorizado.

– Yo trabajo con el señor Takawa. ¿Está usted seguro de que no se trata de un error?

– En absoluto. Takawa estaba utilizando el código de acceso del general Nash, pero la información fue a parar directamente a su ordenador personal. Supongo que no sabía que la semana pasada instalamos un dispositivo de rastreo de destinos.

– ¿Y cuál era el objetivo del señor Takawa?

– Buscaba cualquier envío especial hecho desde Japón para nuestro centro administrativo de Nueva York.

– ¿Dónde se encuentra ese empleado en estos momentos? ¿Ha comprobado su ubicación mediante el Enlace de Protección?

– Sigue en su residencia del condado de Westchester. Según el registro del día ha informado de que hoy no iría a trabajar por culpa de una infección vírica.

– En caso de que salga de su casa, hágamelo saber.

Boone llamó al piloto que le esperaba en el aeropuerto y pospuso su vuelo. Si Lawrence Takawa estaba ayudando a los Arlequines, eso significaba que la seguridad de la Hermanad había quedado seriamente comprometida. Un traidor era igual que un tumor oculto en alguna parte del cuerpo. Iban a necesitar un buen cirujano -alguien como Boone- para que extirpara el tejido maligno.

La Fundación Evergreen era la propietaria de todo un edificio de oficinas en Manhattan situado en la esquina de la calle Cuarenta y cuatro con Madison. Dos terceras partes las utilizaban los empleados oficiales de la Fundación que supervisaban las solicitudes de fondos para la investigación y gestionaban su aprobación. Esos empleados, apodados los Corderos, no tenían el menor conocimiento de la existencia de la Hermandad ni de sus actividades.

La Hermandad ocupaba los ocho últimos pisos del edificio, a los que se accedía mediante una serie de ascensores privados e independientes. En el directorio del edificio constaban como la sede de una organización no lucrativa llamada Nations Stand Together que supuestamente ayudaba a que las naciones del Tercer Mundo mejoraran sus defensas antiterroristas. Dos años antes, en una reunión de la Hermandad celebrada en Londres, Lawrence Takawa había conocido a una joven suiza que era la encargada de responder a las llamadas telefónicas y a los correos electrónicos enviados a Nations Stand Together. Según parecía, el embajador de Togo ante Naciones Unidas estaba convencido de que la organización deseaba conceder a su país un generoso crédito para que comprara equipos de rayos X para los aeropuertos.

Lawrence sabía que el edificio tenía un punto vulnerable. Los guardias de seguridad de la planta baja eran Corderos que no sabían nada de las otras actividades de la Hermandad. Después de dejar el coche aparcado en un solar de la calle Cuarenta y ocho, caminó por Madison hasta el edificio y entró en el vestíbulo. A pesar de que fuera hacía frío, había dejado el abrigo y el guardapolvo en el coche. No llevaba maletín, sólo una taza de café tapada y un sobre de papel marrón. Formaba parte del plan.

Mostró su tarjeta de identificación al guardia más mayor de la recepción y le sonrió.

– Voy a las oficinas de Nations Stand Together en el piso veintitrés.

– Sitúese en el recuadro amarillo, señor Takawa.

Lawrence se colocó ante el escáner de iris, una gran caja gris instalada en el mostrador de seguridad. El vigilante apretó un botón, y una cámara fotografió los ojos de Lawrence; a continuación, comparó las imperfecciones de sus iris con los datos del archivo y brilló una luz verde. El guardia hizo un gesto de asentimiento a su joven colega hispano que había al final del mostrador.

– Enrique, por favor, acompañe al señor Takawa hasta la planta veintitrés.

El joven vigilante lo acompañó hasta los ascensores y pasó una tarjeta por el sensor. Lawrence se quedó solo. Mientras el ascensor ascendía en silencio, abrió el sobre marrón y sacó una tabla sujetapapeles con unos cuantos impresos de aspecto oficial. De haber llevado abrigo o maletín, algún empleado podría haberle preguntado adónde iba; pero un joven bien vestido y de aspecto confiado que llevara un sujetapapeles no podía ser otra cosa que un colega. Quizá se tratara de un recién incorporado al servicio informático que regresaba de su momento de descanso. Los ladrones no llevaban tazas de café recién hecho.

Lawrence localizó rápidamente la sala de correo y utilizó su tarjeta para entrar. Los buzones estaban situados en una de las paredes, y el correo ya había sido introducido en las ranuras correspondientes. En esos momentos, el encargado del reparto estaría seguramente empujando su carrito por el pasillo y no tardaría en volver. Lawrence tenía que encontrar el paquete y salir de allí lo antes posible.

Cuando Kennard Nash había mencionado la idea de conseguir una espada talismán, Lawrence había asentido obedientemente y prometido que encontraría una solución. Días más tarde llamó al general y le dio una respuesta tan imprecisa como le fue posible: los archivos de información indicaban que un Arlequín llamado Sparrow había resultado muerto en un enfrentamiento en el hotel Osaka y que existía la posibilidad de que la rama japonesa de la Hermandad hubiera conseguido hacerse con la espada del muerto.

Kennard Nash dijo que se pondría en contacto con sus amigos en Tokio. La mayoría de ellos eran influyentes hombres de negocios convencidos de que los Viajeros ponían en peligro la estabilidad de la sociedad japonesa. Cuatro días después, Lawrence utilizó el código de acceso del general para acceder a su archivo de mensajes. «Hemos recibido su petición. Nos alegramos de poder serle útil. El objeto solicitado ha sido enviado al centro administrativo de Nueva York.»

Lawrence rodeó un panel y vio una caja de embalaje de plástico en un rincón. En la etiqueta se veían caracteres japoneses y una declaración de aduanas que describía el contenido como «Atrezo samurái para estreno de una película». La Hermandad no estaba dispuesta a confesar a las autoridades que enviaba una espada del siglo XIII, que era un tesoro nacional creado por uno de los Jittetsu.

Sobre una mesa había un cuchillo, y Lawrence lo utilizó para desgarrar la cinta de embalar y los sellos de la aduana. Abrió la tapa y se llevó una decepción al ver un conjunto de armaduras de fibra de vidrio hechas para una película. Pechera, casco, guanteletes… Y en el fondo de la caja, envuelta en papel marrón, una espada.

La cogió y, por su peso, supo que era demasiado pesada para estar hecha de fibra de vidrio. Arrancó rápidamente el papel que envolvía el mango y vio que los encastres eran de oro. La espada de su padre. Un talismán.

Boone siempre sospechaba cuando algún empleado conflictivo decidía no acudir a trabajar. Cinco minutos después de su conversación con el personal de Londres envió a un miembro de su equipo de seguridad a casa de Lawrence Takawa. Una furgoneta de vigilancia estaba aparcada frente a la vivienda cuando Boone llegó. Subió a la parte de atrás del vehículo y encontró a un técnico llamado Dorfman comiendo palomitas de maíz mientras observaba la pantalla de un dispositivo de imagen térmica.

– Takawa sigue en la casa, señor. Esta mañana llamó al centro de investigación y dijo que tenía gripe.

Boone se arrodilló en el suelo de la furgoneta y examinó la imagen. Unas débiles líneas mostraban las paredes y las cañerías. En el dormitorio se veía una mancha de calor.

– Eso es el dormitorio -dijo Dorfman-, y ahí está nuestro empleado enfermo. El Enlace de Protección sigue activo.

Mientras observaban, el cuerpo saltó de la cama y pareció arrastrarse hacia la puerta abierta. Vaciló unos segundos y volvió al colchón. Durante todo el rato, el cuerpo se mantuvo a no más de sesenta centímetros del suelo.

Boone abrió la puerta de la furgoneta de una patada y saltó a la calle.

– Creo que es hora de que vayamos a ver al señor Takawa o a lo que sea que esté tumbado en su cama.

Tardaron cuarenta y cinco segundos en forzar la puerta principal y entrar en el dormitorio de Lawrence. La colcha estaba llena de galletas para perro y en ella se hallaba tumbado un animal mestizo royendo un hueso. El can gimió levemente cuando Boone se acercó.

– Buen perro -murmuró éste-. Buen perro.

El animal tenía una bolsa de plástico atada al collar. Boone la cogió, la abrió y descubrió en el interior un Enlace de Protección cubierto de sangre.

Mientras Lawrence conducía hacia el sur por la Segunda Avenida, una gota de lluvia se estrelló en el parabrisas de su coche. Negras nubes encapotaban el cielo, y una bandera norteamericana flameaba furiosamente al viento. Se avecinaba tormenta. Iba a tener que conducir con cuidado. Lawrence tenía el dorso de la mano cubierto por un vendaje, y la herida aún le dolía. Echó un vistazo al asiento de atrás intentando olvidarse del dolor. El día antes había comprado un juego de palos de golf, una bolsa de palos y otra de viaje para llevarla. La espada y su funda estaban disimuladas entre los hierros y el putt.

Conducir hasta el aeropuerto era un riesgo calculado. Lawrence había considerado la posibilidad de comprar un coche usado que no tuviera GPS, pero la operación podría haber sido detectada por el sistema de seguridad de la Tabula. Lo último que deseaba era un ordenador preguntándole: «¿Por qué ha comprado otro coche, señor Takawa? ¿Qué le pasa al vehículo que le ha facilitado la Fundación Evergreen?».

El mejor camuflaje consistía en actuar de la manera más normal posible. Iría al aeropuerto Kennedy, embarcaría en un avión rumbo a México y llegaría a la ciudad turística de Acapulco a las ocho de la noche. En ese momento desaparecería de la Gran Máquina. En lugar de alojarse en un hotel, contrataría a uno de los chóferes mexicanos que esperaban en el aeropuerto y haría que lo llevara hacia el sur, a Guatemala. Pensaba contratar otros conductores a lo largo de tramos de doscientos kilómetros y alojarse en discretas pensiones. Cuando llegara a territorio centroamericano, podría evitar los escáneres faciales y los programas Carnivore puestos en marcha por la Hermandad.

Llevaba doce mil dólares cosidos en el forro de la gabardina. No tenía ni idea de cuánto tiempo le duraría ese dinero. Quizá tuviera que sobornar a las autoridades o comprar una casa perdida en el campo. El efectivo constituía su único recurso. Cualquier utilización de cheques o tarjetas de crédito podía ser detectada de inmediato por la Tabula.

Cayeron más gotas, dos o tres a la vez. Lawrence esperó a que un semáforo cambiara a verde y vio a la gente caminando presurosamente bajo sus paraguas, intentando encontrar un refugio antes de que la tormenta descargara. Giró a la izquierda y condujo hacia el este, en dirección al túnel de Midtown.

«Ha llegado el momento de empezar una nueva vida -se dijo-. Será mejor que tires la vieja a la basura.»

Bajó la ventanilla y empezó a arrojar sus tarjetas de crédito a la calle. Si alguien las encontraba -y sobre todo si las utilizaba-, no harían más que aumentar la confusión.

Cuando Boone llegó al centro de investigación, lo esperaba un helicóptero. Se apeó del coche, caminó velozmente por el césped y subió a la aeronave. Mientras el aparato se elevaba por los aires, Boone conectó los auriculares al panel de control y oyó la voz de Simon Leutner.

– Takawa ha estado en el centro administrativo de Manhattan hace veinte minutos. Entró en la sala del correo utilizando su tarjeta de identificación y salió del edificio seis minutos más tarde.

– ¿Tenemos forma de averiguar qué estuvo haciendo allí?

– No de manera inmediata, señor. De todas maneras, están haciendo un inventario completo del correo y los paquetes que tenía que haber allí.

– Realice un escaneo completo en busca de Takawa. Que uno de sus grupos se centre en los movimientos de su tarjeta de crédito y de su cuenta corriente.

– Ya estamos en ello. Ayer vació y canceló su libreta de ahorros.

– Organice otro grupo que se dedique a pinchar los ordenadores de las compañías aéreas y compruebe las reservas.

– Sí, señor.

– Dirija los mayores esfuerzos a localizar su coche. En este momento disponemos de una ventaja: Takawa está conduciendo rumbo a alguna parte, pero no creo que sepa que lo estamos buscando.

Boone miró por la ventanilla del helicóptero y vio las carreteras de dos carriles del condado de Westchester y, en la distancia, la autopista que llevaba a Nueva York. Coches y camiones circulaban en distintas direcciones. Un autobús escolar. Un camión de reparto de FedEx. Un coche deportivo de color verde sorteando el tráfico.

En el pasado, la gente había pagado un suplemento con tal de disponer de tecnología GPS en sus vehículos. Sin embargo, se trataba de un producto que se había vuelto habitual en los equipos de serie. Los dispositivos GPS proporcionaban asistencia al conductor y ayudaban a la policía a localizar vehículos robados. Además permitían que los dispositivos monitorizados abrieran las cerraduras de las puertas o conectaran los intermitentes de emergencia si alguien perdía el coche en el aparcamiento, pero también convertían cada coche en un objetivo móvil susceptible de ser controlado por la Gran Máquina.

La mayoría de los ciudadanos no se percataban de que sus coches también tenían una caja negra que proporcionaba información sobre lo que estaba ocurriendo en el vehículo segundos antes de una colisión. Los fabricantes de neumáticos habían implantado microchips en los flancos de las ruedas que podían ser leídos por sensores remotos. Los sensores relacionaban el neumático con el vehículo y con el nombre del propietario.

Mientras el helicóptero seguía ascendiendo, los ordenadores de la Hermandad en Londres se abrían paso a través de sistemas de datos protegidos. Igual que fantasmas digitales, se deslizaban a través de las paredes y aparecían en salas de almacenamiento. El mundo exterior seguía pareciendo el mismo, pero los fantasmas eran capaces de ver las torres y las ocultas murallas del Panóptico virtual.

Cuando Lawrence salió del túnel de Midtown, la lluvia caía con fuerza. Gruesas gotas estallaban en el pavimento y en el techo del coche. El tráfico se detuvo por completo y después empezó a avanzar muy despacio, igual que un fatigado ejército. Lawrence enfiló hacia Grand Central Parkway junto con la fila de vehículos. En la distancia veía cortinas de lluvia empujadas por el viento.

Todavía le quedaba una última responsabilidad antes de desaparecer en la selva. Mientras mantenía la vista en las luces traseras de los coches que le precedían, marcó el número de emergencia que Linden le había dado cuando se encontraron en París. Nadie contestó, pero escuchó una voz grabada que le dijo algo sobre un fin de semana de vacaciones en España y que añadió: «Deje un mensaje y nos pondremos en contacto con usted».

– Le habla su amigo norteamericano -dijo Lawrence Takawa añadiendo el día y la hora-. Voy a emprender un largo viaje y no pienso volver. Debe saber que mi empresa ha descubierto que trabajo para la competencia. Eso significa que repasarán todos mis anteriores contactos y cualquier solicitud de información hecha al sistema de datos. Yo permaneceré fuera de la Red, pero ha de saber que el hermano mayor va a seguir en nuestras instalaciones de investigación. El experimento se está desarrollando satisfactoriamente.

«Ya basta -se dijo-. Con esto es suficiente. No digas nada más.»

Sin embargo, se resistió a colgar.

– Buena suerte -añadió-. Ha sido un privilegio conocerlo. Espero que usted y sus amigos sobrevivan.

Presionó el interruptor y bajó la ventanilla eléctrica. La lluvia cayó dentro del coche, golpeándole la cara y las manos. Dejó caer el móvil a la carretera y siguió conduciendo.

Empujado por la tormenta, el helicóptero tomó rumbo hacia el sur. La lluvia golpeaba el parabrisas del piloto con un ruido restallante, como si fueran gotas de barro. Boone siguió marcando diversos números de teléfono y a ratos perdía la señal. El helicóptero cayó en una turbulencia y descendió bruscamente un centenar de metros. Luego, recuperó la estabilidad.

– Nuestro objetivo ha utilizado el teléfono móvil -anunció Leutner-. Hemos establecido su ubicación. Se encuentra en Queens, en la entrada de la autovía Van Wick. El GPS de su coche indica lo mismo.

– Se dirige al aeropuerto Kennedy -contestó Boone-. Llegaré en veinte minutos. Algunos de nuestros amigos se reunirán conmigo allí.

– ¿Qué quiere hacer ahora?

– ¿Tiene usted acceso al dispositivo localizador de su coche?

– Eso es fácil. -Leutner sonaba muy orgulloso de sí-. Puedo conseguirlo en menos de cinco minutos.

Lawrence cogió el billete de la máquina y entró en el aparcamiento de larga estancia del aeropuerto. Tenía que abandonar el coche. Una vez la Hermandad descubriera su traición jamás podría volver a Estados Unidos.

Seguía lloviendo, y alguna gente se apelotonaba bajo las marquesinas del aparcamiento esperando a que pasara el autobús para llevarlos hasta la terminal. Lawrence encontró una plaza de estacionamiento y metió el coche entre las gastadas líneas de pintura blanca. Comprobó la hora. Faltaban dos horas y media para que saliera su avión hacia México. Tenía tiempo de sobra para facturar el equipaje y los palos de golf, pasar los controles de seguridad y tomarse un café en la sala de espera.

Al poner la mano en el tirador, vio que bajaban los pivotes de las cerraduras de las puertas, como si una mano invisible los hubiera empujado. Sonó un fuerte clic. Alguien, muy lejos, sentado ante un ordenador acaba de cerrar las cuatro puertas de su vehículo.

El helicóptero de Boone tomó tierra en una zona cercana a la terminal para vuelos privados que había al lado del aeropuerto Kennedy. La hélice todavía giraba cuando Boone saltó a tierra y corrió bajo la lluvia hasta el Ford sedán que lo esperaba al final de la pista. Abrió la puerta de golpe y saltó dentro. Los detectives Mitchell y Krause se hallaban en los asientos de delante bebiendo cerveza y comiendo emparedados.

– ¿No se ha traído el arca? -bromeó Mitchell-. Parece que ha llegado el diluvio.

– En marcha -ordenó Boone-. El localizador del GPS dice que Takawa está en el aparcamiento número uno o número dos cerca de la terminal.

Krause miró a su compañero y alzó los ojos al cielo.

– Puede que el coche siga allí, Boone, pero lo más probable es que el pájaro haya volado.

– No lo creo. Acabamos de encerrarlo dentro del vehículo.

El detective Mitchell puso en marcha el motor y condujo hacia la vigilada salida.

– En esos aparcamientos hay miles de coches. Vamos a tardar horas en dar con él.

Boone se colocó un auricular con micrófono y marcó un número con su móvil.

– También voy a ocuparme de eso.

Lawrence intentó subir los pestillos y forzar el tirador, pero no lo consiguió. Tenía la impresión de hallarse encerrado en un ataúd. La Tabula lo sabía todo. Incluso cabía la posibilidad de que llevaran horas rastreándolo. Se frotó el rostro con las frías manos.

«Tranquilízate -se dijo-. Intenta comportarte como lo haría un Arlequín. Todavía no te han cogido.»

De repente, la bocina del coche empezó a sonar y se conectaron los intermitentes de emergencia. El ruido parecía pincharlo igual que la punta de una navaja. Lawrence se dejó llevar por el pánico y golpeó la ventanilla con los puños; sin embargo, el cristal de seguridad no se rompió.

Se dio la vuelta, se arrastró hasta el asiento de atrás y abrió la bolsa de viaje de los palos de golf. Metió la mano, sacó un hierro y golpeó con él la ventanilla del pasajero una y otra vez. El vidrio se astilló hasta que, finalmente, el hierro lo hizo añicos.

Los dos detectives desenfundaron sus pistolas al acercarse al vehículo, pero Boone ya había visto la destrozada ventanilla y la bolsa de viaje abandonada en un charco.

– Nada -anunció Krause asomándose al interior del coche.

– Deberíamos recorrer el aparcamiento -dijo Mitchell-. En estos momentos podría estar escabulléndose de nosotros.

Boone regresó al sedán sin dejar de hablar por teléfono con el equipo de Londres.

– Ha salido del vehículo -avisó-. Desconecten la alarma e inicien un escaneo facial con todas las cámaras de seguridad del aeropuerto. Presten especial atención a la zona exterior de la terminal de salidas. Si Takawa coge un taxi, quiero saber el número.

El tren subterráneo arrancó, y sus ruedas chirriaron al alejarse de la estación de Howard Beach. Con el cabello empapado y la gabardina húmeda, Lawrence Takawa se sentó al final de uno de los vagones. Tenía la espada en su regazo, con la funda negra y el mango envueltos todavía en papel de embalar.

Sabía que las cámaras de vigilancia del aeropuerto lo habían fotografiado subiendo al autobús que conducía a los turistas hasta el enlace del metro. Había más cámaras en la entrada de la estación, en las taquillas y en el andén. La Tabula las pincharía con sus ordenadores y lo buscaría mediante su tecnología de reconocimiento facial. Lo más probable era que en esos momentos sus enemigos supieran que se encontraba en el Tren A de regreso a Manhattan.

Pero a la Tabula ese conocimiento no le serviría de nada si él se quedaba en el tren y seguía en movimiento. La red del metro de Nueva York era vastísima. Muchas estaciones contaban con apeaderos a distintos niveles y distintos pasillos de salida. A Lawrence le hizo gracia la idea de pasar el resto de su vida viviendo en el metro. Nathan Boone y sus mercenarios se quedarían en los andenes, impotentes, mientras él pasaba ante ellos en algún convoy expreso.

Pero no podía ser. Al final lo localizarían y estarían esperándolo. Tenía que hallar una manera de salir de la ciudad que no pudiera ser rastreada por la Gran Máquina. La espada y su vaina se le antojaban peligrosas. El peso, su carga hacían que se sintiera valiente. Si su intención había sido desaparecer en el Tercer Mundo, iba a tener que encontrar un lugar equivalente en Estados Unidos. Todos los taxis de Manhattan estaba registrados, pero se podían encontrar algunos piratas sin demasiada dificultad. Si el conductor podía hacerle cruzar el río hasta Newark, quizá desde allí pudiera coger un autobús que fuera hacia el sur.

Bajó en la Estación Este y subió corriendo por la escalera para coger el tren Z que llevaba a la parte baja de Manhattan. La lluvia se filtraba por una grieta del techo, y en el aire se respiraba moho y humedad. Permaneció solo en el andén hasta que los faros del tren aparecieron en el túnel. Moverse. No dejar de moverse. Era el único modo de escapar.

Boone estaba sentado en el inmóvil helicóptero con Mitchell y Krause. La lluvia seguía cayendo en la pista de aterrizaje. Los dos detectives pusieron mala cara cuando Boone les ordenó que no fumaran. Luego, haciendo caso omiso de su presencia, cerró los ojos y se concentró en las voces que le llegaban a través de los auriculares.

El equipo de internet de la Hermandad había accedido a las cámaras de vigilancia de doce gobiernos y organizaciones comerciales distintas. Mientras la gente se apresuraba por las aceras y los túneles subterráneos de Nueva York, mientras esperaba en las esquinas o subía a autobuses, los puntos nodales de sus rostros eran reducidos a ecuaciones numéricas. Y casi instantáneamente, dichas ecuaciones se comparaban con el particular algoritmo que personificaba a Lawrence Takawa.

Boone disfrutaba con la visión del constante flujo de información fluyendo como una corriente de agua negra y fría a través de cables y redes de ordenadores.

«Son todos números -se decía-. Eso es lo que somos en realidad, solamente números.»

Abrió los ojos cuando Simon Leutner empezó a hablar.

– De acuerdo. Acabamos de acceder al sistema de seguridad del Chase Manhattan Bank. En Canal Street hay un cajero automático que dispone de cámara de vigilancia. Nuestro objetivo acaba de pasar por delante camino del puente de Manhattan. -Sonaba como si Leutner estuviera sonriendo-. Supongo que no se habrá fijado en la cámara del cajero. La verdad es que se han convertido en parte del paisaje.

Una pausa.

– De acuerdo. Ahora nuestro objetivo está en la zona de peatones del puente. Es fácil. Acabamos de pinchar el sistema de seguridad de la Autoridad Portuaria. Las cámaras están colocadas en lo alto de los postes de luz, fuera de la vista. Podemos seguirlo a lo largo de la travesía.

– ¿Adónde se dirige? -preguntó Boone.

– A Brooklyn. El objetivo se mueve deprisa. Parece que en la mano derecha lleva algún tipo de palo o de bastón.

Una pausa.

– Está llegando al final del puente.

Una pausa.

– El objetivo está caminando por Flatbush Avenue. No, espere. Está haciendo señales al conductor de un coche de alquiler que tiene una baca en el techo.

Boone levantó la mano y conectó el intercomunicador del piloto del helicóptero.

– Ya lo tenemos -le dijo-. En marcha. Le diré adónde.

El conductor del coche de alquiler era un haitiano de mediana edad que llevaba una gabardina de plástico y una gorra de los Yankees. El techo del vehículo tenía una gotera, y el asiento de atrás estaba húmedo. Lawrence notó la fría humedad en las piernas.

– ¿Adónde quiere ir? -preguntó el haitiano.

– A Newark, en Nueva Jersey. Vaya por la Verrazano. Yo pagaré el peaje.

Al hombre la idea no pareció convencerlo del todo.

– Son demasiados kilómetros y tendré que volver de vacío. Nadie de Newark quiere ir a Fort Greene Park.

– ¿Cuánto vale la ida?

– Cuarenta y cinco dólares.

– Yo le pago cien. En marcha.

Satisfecho con el trato, el chófer metió primera, y el cascado Chevrolet traqueteó calle abajo mientras él tamborileaba con los dedos sobre el volante y canturreaba una melodía en criollo.

De repente, un ruido atronador se abatió sobre ellos, y Lawrence vio que un furioso torbellino arrojaba la lluvia sobre los vehículos aparcados. El chófer pisó el freno, atónito ante lo que veía: un helicóptero aterrizaba lentamente en el cruce de Flatbash y Tillary Street.

Lawrence agarró la espada y abrió la puerta de una patada.

Boone corrió a través de la lluvia. Cuando miró por encima del hombro vio que los dos detectives ya jadeaban en busca de aire y agitaban los brazos. Takawa estaba unos doscientos metros por delante, corriendo por Myrtle Avenue y doblando la esquina de St. Edwards. Boone pasó ante una tienda de empeños con barrotes en las ventanas, la consulta de un dentista y una boutique con un sugerente rótulo rosa y púrpura.

El perfil de las torres del proyecto inmobiliario de Fort Greene dominaba el horizonte igual que un muro medio caído. Los transeúntes que veían a tres individuos persiguiendo a un joven asiático se apartaban instintivamente o cambiaban de acera. Cosa de drogas, pensaban. Mejor no meterse.

Boone llegó a St. Edwards y echó un vistazo a la calle. La lluvia caía en la acera y los coches estacionados. El agua corría a lo largo de los bordillos y formaba charcos en los cruces. Alguien moviéndose. No. Era sólo una anciana con su paraguas. Takawa había desaparecido.

En lugar de esperar a los detectives, Boone siguió corriendo. Pasó ante dos viejos bloques de apartamentos, se asomó a un callejón y vio a Takawa escabulléndose por un hueco en la pared. Saltando por encima de un colchón abandonado y pisando bolsas de plástico, Boone llegó al agujero y descubrió una plancha de hierro galvanizado que sellaba una puerta. Alguien, probablemente algún drogata había forzado la plancha, y Takawa se había metido por allí.

Mitchell y Krause llegaron a la boca del callejón.

– ¡Cubran las salidas! -les gritó Boone-. Yo entraré a buscarlo.

Pasó con cuidado bajo la plancha de metal y entró en una larga estancia de altos techos y suelo de cemento. Se veía basura por todas partes y también sillas rotas. Años atrás, el edificio había sido utilizado como garaje. Había un banco de trabajo a lo largo de una de las paredes y un foso de reparaciones en el suelo donde los mecánicos se metían para trabajar de pie bajo los coches. El espacio rectangular estaba lleno de agua aceitosa y con la escasa luz reinante parecía conducir a una lejana cueva. Boone se detuvo al pie de una escalera de cemento y escuchó. Oyó el agua que goteaba en el suelo y después el ruido de un roce que provenía de arriba.

– ¡Lawrence! ¡Soy Nathan Boone! ¡Sé que está usted ahí arriba!

Lawrence se quedó inmóvil en el primer piso. Estaba solo. Su gabardina estaba empapada de agua y le pesaba por los cientos de billetes cosidos en el forro. Rápidamente se la quitó y la tiró a un lado. La lluvia le salpicó los hombros, pero no fue nada. Notaba como si se hubiera quitado un enorme peso de encima.

– ¡Baje! -gritó Boone-. ¡Si baja de inmediato no acabará malherido!

Lawrence arrancó el papel de embalar que cubría la funda de la espada de su padre. Luego, la desenvainó y examinó la reluciente nube de la hoja. La espada de oro. Una espada Jittetsu. Forjada en el fuego y ofrendada a los dioses. Una gota de lluvia le corrió por la cara. Perdido. Todo perdido. Lo había estropeado todo: su trabajo y su carrera. Su futuro. Las dos únicas cosas que poseía de verdad eran aquella espada y su coraje.

Dejó la vaina en el mojado suelo y caminó hacia la escalera blandiendo la espada.

– ¡Usted quédese ahí! -gritó-. ¡Voy para allá!

Empezó a descender los sucios peldaños. A cada paso que daba se iba desprendiendo de la sensación de pesadez, de las fantasías que le encogían el corazón. Por fin entendía la soledad que se manifestaba en las fotografías de su padre. Convertirse en Arlequín suponía una liberación al mismo tiempo que la aceptación de la propia muerte.

Llegó a la planta baja. Boone estaba de pie en medio de una gran habitación llena de porquería con una pistola automática en la mano.

– ¡Tire el arma! -ordenó Boone-. ¡Tírela al suelo de inmediato!

Tras toda una vida de máscaras, la última máscara caía. El hijo de Sparrow alzó la espada y se lanzó contra su enemigo. Se sentía libre, abandonado por la duda y la vacilación, cuando Boone alzó su pistola lentamente y le disparó al corazón.

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