6

Cuando Gabriel llegó a la residencia, la vegetación de monte bajo seguía ardiendo en las montañas occidentales, y el cielo se veía de un color mostaza. Dejó la moto en el aparcamiento y entró. El establecimiento era un hotel de dos plantas reconvertido, con camas para dieciséis pacientes terminales. Una enfermera filipina llamada Ana se encontraba sentada tras el mostrador del vestíbulo.

– Me alegro de que hayas venido, Gabriel, tu madre pregunta por ti.

– Lamento no haber traído donuts esta noche.

– Adoro los donuts, pero ellos me adoran aún más a mí. -Ana se pellizcó el rollizo brazo-. Tienes que ir a ver a tu madre ahora mismo. Es muy importante.

Las empleadas de la residencia fregaban el suelo y cambiaban las sábanas constantemente. A pesar de todo, el edificio olía a orines y a flores muertas. Gabriel subió por la escalera hasta el segundo piso y caminó por el pasillo. Las lámparas fluorescentes del techo emitían un suave zumbido.

Su madre dormía cuando entró en la habitación. El cuerpo se había convertido en un pequeño bulto bajo la blanca sábana. Siempre que visitaba la residencia, Gabriel se esforzaba por recordar cómo había sido su madre cuando él y Michael eran pequeños. Le gustaba cantar para sí cuando estaba sola, principalmente viejas canciones de rock and roll tipo Peggy Sue o Blue Suede Shoes. Le encantaban los cumpleaños o cualquier ocasión que la familia tuviera para celebrar una fiesta. A pesar de que vivían en habitaciones de motel, siempre estaba dispuesta a celebrar Arbor Day o el día más corto del año.

Gabriel se sentó al lado de la cama y cogió la mano de su madre. La notó fría, de modo que se la estrechó con fuerza. A diferencia de los demás pacientes de la residencia, su madre no había llevado con ella cojines especiales ni fotos enmarcadas que pudieran transformar el estéril entorno en un pequeño hogar. Su único gesto personal se había producido cuando solicitó que le desconectaran el televisor del cuarto y se lo llevaran. El cable de la antena había quedado enrollado en el suelo igual que una fina serpiente. Una vez a la semana, Michael le enviaba un ramo de flores frescas a la habitación. La última entrega de una docena de rosas databa de casi siete días atrás, y los pétalos caídos casi habían formado una alfombra alrededor del blanco jarrón.

Los ojos de la señora Corrigan parpadearon y se abrieron para contemplar a su hijo. Tardó sólo unos segundos en reconocerlo.

– ¿Dónde está Michael?

– Vendrá el miércoles.

– El miércoles no. Será demasiado tarde.

– ¿Por qué?

Ella soltó la mano y habló en tono tranquilo.

– Voy a morir esta noche.

– ¿De qué estás hablando?

– Ya no quiero más dolor. Estoy cansada de este viejo cascarón.

«Cascarón» era el modo en que su madre se refería a su cuerpo. Todo el mundo tenía un cascarón y llevaba a todas partes una pequeña cantidad de algo llamado La Luz.

– Todavía estás fuerte -dijo Gabriel-. No vas a morir.

– Llama a Michael y dile que venga.

Cerró los ojos, y Gabriel salió al pasillo. Ana estaba allí, sosteniendo unas sábanas limpias.

– ¿Qué te ha dicho?

– Me ha dicho que va a morir.

– A mí me dijo lo mismo cuando empecé mi turno -comentó Ana.

– ¿Quién es el médico de guardia esta noche?

– Chattarjee, el indio; pero ha salido a cenar.

– Hazlo llamar a través de megafonía. Ahora. Por favor.

Ana bajó al mostrador de las enfermeras mientras Gabriel conectaba el móvil. Marcó el número de Michael, y su hermano respondió a la tercera llamada. Al fondo se oía ruido de gente.

– ¿Dónde estás? -preguntó Gabriel.

– En el estadio de los Dodger, en la cuarta fila. Justo detrás de la base de llegada. Es estupendo.

– Yo estoy en la residencia. Has de venir sin pérdida de tiempo.

– Me pasaré a las once, Gabe. Puede que un poco más tarde, cuando haya acabado el partido.

– No. Esto no puede esperar.

Gabriel oyó más ruidos de multitud y la apagada voz de su hermano diciendo: «Disculpe, disculpe». Seguramente Michael había abandonado su asiento para alcanzar las escaleras del estadio de béisbol.

– No lo entiendes -protestó Michael-. Esto no es por diversión. Es por negocios. He pagado un montón de dinero por esos asientos. Esos banqueros van a financiar la mitad de mi nuevo edificio.

– Mamá ha dicho que va a morir esta noche.

– ¿Y qué opina el médico?

– Ha salido a cenar.

Uno de los jugadores debió de conseguir un tanto porque el público empezó a corear.

– ¡Pues ve a buscarlo! -gritó Michael.

– Ella está convencida. Creo que puede ocurrir. Ven tan deprisa como puedas.

Gabriel desconectó el móvil y regresó a la habitación de su madre. Una vez más le cogió la mano, pero esta vez pasaron varios minutos antes de que ella abriera los ojos.

– ¿Está Michael aquí?

– Lo he llamado. Se encuentra de camino.

– He estado pensando en los Leslie…

Aquél era un nombre que Gabriel nunca había oído. A ratos, su madre solía mencionar a cierta gente y contar historias acerca de ellos; pero Michael estaba en lo cierto: ninguna tenía sentido.

– ¿Quiénes son los Leslie?

– Amigos de la universidad. Estaban en la boda. Cuando tu padre y yo nos fuimos de luna de miel, les dejamos que se quedaran en nuestro apartamento de Minneapolis. El suyo lo estaban pintando y… -La señora Corrigan cerró los ojos con fuerza, como si intentara verlo todo-. Entonces volvimos de nuestra luna de miel y nos encontramos a la policía allí. Unos hombres habían entrado por la noche y matado a tiros a nuestros amigos mientras dormían en nuestra cama. La intención de los asesinos era acabar con nosotros, pero se equivocaron.

– ¿Querían matarte? ¿A ti? -Gabriel se esforzaba por mantener la calma porque no quería sobresaltarla e interrumpirla-. ¿Cogieron a los asesinos?

– Tu padre me obligó a meterme en el coche, y empezamos a conducir. Fue entonces cuando me contó quién era en realidad.

– ¿Y quién era?

Pero entonces la madre de Gabriel calló de nuevo, flotando en un mundo de sombras que estaba a medio camino del más allá. Él siguió sosteniéndole la mano hasta que se despertó nuevamente e hizo la misma pregunta de antes:

– ¿Ha venido Michael? ¿Va a venir?

El doctor Chattarjee regresó a la residencia a las ocho en punto, y Michael apareció unos minutos más tarde. Como de costumbre, estaba alerta y rebosante de energía. Todos se quedaron de pie ante el mostrador de las enfermeras mientras Michael intentaba averiguar lo que sucedía.

– Mi madre dice que va a morir.

Chattarjee era un educado hombrecillo que vestía una manchada bata de médico. Examinó el historial de la madre de los Corrigan para demostrar que era consciente del problema.

– Los enfermos de cáncer dicen con frecuencia cosas así, señor Corrigan.

– ¿Y cuáles son los hechos?

El médico hizo una anotación en el expediente.

– Puede morir en los próximos días o en las próximas semanas. Es imposible de precisar.

– ¿Y esta noche?

– Sus constantes no han variado.

Michael se alejó del doctor Chattarjee y fue hacia la escalera para subir. Gabriel siguió a su hermano. En la escalera únicamente estaban ellos dos. Nadie más podía oírlos.

– Te ha llamado «señor Corrigan».

– Así es.

– ¿Cuándo has empezado a utilizar tu verdadero nombre?

Michael se detuvo en el rellano.

– Lo he estado haciendo desde el último año, sólo que no te lo había dicho. En estos momentos tengo un número de la seguridad social y pago impuestos. Mi nuevo edificio de Wilshire Boulevard va a tener un propietario legal.

– Entonces, formas parte de la Red.

– Yo soy Michael Corrigan, y tú eres Gabriel Corrigan. Ésos somos nosotros.

– Ya sabes lo que dijo papá…

– ¡Maldita sea, Gabe! No podemos repetir una y otra vez la misma conversación. Nuestro padre estaba loco. Y mamá era tan débil que le seguía la corriente.

– Entonces, ¿por qué nos atacaron aquellos hombres y quemaron nuestra casa?

– Por culpa de nuestro padre. Obviamente debió hacer algo malo, algo ilegal. Nosotros no somos culpables de nada.

– Pero la Red…

– La Red no es más que la vida moderna. Todo el mundo tiene que enfrentarse a ella. -Michael tendió la mano y la apoyó en el brazo de Gabriel-. Eres mi hermano, ¿de acuerdo? Pero también eres mi mejor amigo. Estoy haciendo esto por los dos. Lo juro por Dios. No podemos seguir comportándonos como cucarachas, escondiéndonos detrás de la pared cada vez que alguien enciende la luz.

Los dos hermanos entraron en la habitación y se situaron a ambos lados de la cama. Gabriel acarició la mano de su madre. Parecía como si toda la sangre le hubiera abandonado el cuerpo.

– Despierta, mamá -le dijo suavemente-. Michael está aquí.

Ella abrió los ojos y sonrió al ver a sus dos hijos.

– Aquí estáis -dijo-. Estaba soñando con vosotros.

– ¿Cómo te encuentras? -Michael contempló el rostro y el cuerpo de su madre, evaluando su estado. La tensión de sus hombros y el nerviosismo con el que movía las manos demostraban que estaba preocupado; no obstante, Gabriel sabía que su hermano nunca dejaría que trasluciera. En lugar de admitir la más pequeña debilidad, seguía adelante-. Creo que pareces estar un poco mejor.

– Oh, Michael… -Su madre le sonrió fatigadamente, como si acabara de dejar manchas de barro en el suelo de la cocina-. No seas así, por favor. Esta noche no. Tengo que hablaros de vuestro padre.

– Ya hemos oído tus relatos -repuso Michael-. No volvamos a eso, ¿de acuerdo? Tenemos que hablar con el médico y asegurarnos de que estás cómoda.

– No. Michael. Déjala hablar -intervino Gabriel inclinándose sobre la cama. Se sentía interesado y un poco asustado al mismo tiempo. Quizá fuera aquél el momento en que todo les iba a ser revelado, que les serían explicadas las razones de los sufrimientos de su familia.

– Sé que os he contado diversas historias -dijo la señora Corrigan-. Lo siento. La mayoría no eran ciertas. Únicamente pretendía protegeros.

Michael miró a su hermano y asintió con aire triunfante. Gabriel comprendió lo que su hermano intentaba decirle: «¿Lo ves? ¿Qué te he dicho siempre? Todo era mentira».

– He esperado demasiado -prosiguió su madre-. Es tan difícil explicarlo… Vuestro padre era… Lo que dijo… Yo no… -Los labios le temblaban como si miles de palabras forcejearan por salir-. Vuestro padre era un Viajero.

Ella levantó los ojos hacia Gabriel. «Créeme -decía la expresión de su rostro-: Por favor, créeme.»

– Sigue -dijo Gabriel.

– Los Viajeros pueden salir de sus cuerpos y entrar en otros dominios. Ésa es la razón de que la Tabula intente matarlos.

– Mamá, no hables más. No harás más que fatigarte. -Michael parecía alterado-. Pediremos que venga el médico para que haga que te encuentres mejor.

La señora Corrigan levantó la cabeza de la almohada.

– No hay tiempo, Michael. No hay tiempo de nada. Tienes que escucharme. La Tabula intentó… -La confusión volvió a apoderarse de ella-. Y entonces, nosotros…

– Está bien. Está bien -la tranquilizó Gabriel dulcemente.

– Un Arlequín llamado Thorn nos encontró cuando vivíamos en Vermont -prosiguió ella-. Los Arlequines son gente peligrosa, cruel y violenta, pero han jurado defender a los Viajeros. Durante unos años estuvimos a salvo, pero después Thorn no pudo seguir protegiéndonos de la Tabula. Nos dio dinero y la espada.

Su cabeza se desplomó en la almohada. Cada palabra que decía la agotaba, le arrancaba pequeños fragmentos de vida.

– Os he visto crecer -continuó-. Os he visto a los dos buscando las señales. Yo no sé si podéis cruzar a otros dominios, pero si tenéis ese poder, debéis esconderos de la Tabula.

Cerró los ojos con fuerza mientras el dolor le traspasaba el cuerpo. Desesperado, Michael le acarició el rostro.

– Estoy aquí, mamá. Y Gabe también. Nosotros te protegeremos. Voy a contratar más médicos. A los que haga falta…

La señora Corrigan respiró profundamente. Su cuerpo se puso rígido y después se relajó. Pareció que la habitación se enfriaba de repente, como si alguna especie de energía se hubiera escapado por el resquicio de la puerta. Michael dio media vuelta y salió corriendo del cuarto pidiendo auxilio, pero Gabriel comprendió que todo había acabado.

Después de que el doctor Chattarjee certificara la muerte, Michael consiguió una lista de las funerarias locales en el mostrador de las enfermeras y llamó a una con el móvil. Les dio la dirección, solicitó una cremación ordinaria y les facilitó el número de su tarjeta de crédito.

– ¿Te parece bien? -le preguntó a su hermano.

– Desde luego. -Gabriel se sentía exhausto y entumecido. Contempló la forma oculta bajo la sábana. Un cascarón sin Luz.

Permanecieron al lado del lecho hasta que llegaron los empleados de la funeraria. Metieron el cuerpo en una bolsa, lo colocaron en una camilla y lo llevaron al piso de abajo hasta una ambulancia sin distintivos. Cuando el vehículo se alejó, los dos hermanos se quedaron de pie, juntos, bajo la luz de seguridad.

– Cuando hubiera ganado dinero suficiente tenía pensado comprarle una casa con un buen jardín -dijo Michael-. Creo que le habría gustado. -Miró por el aparcamiento, como si hubiera perdido algo valioso-. Comprarle una casa era uno de mis objetivos.

– Tenemos que hablar sobre lo que nos ha dicho.

– Hablar, ¿de qué? ¿Eres capaz de explicarme algo de lo que nos acaba de contar? Mamá nos explicaba historias de fantasmas y animales parlantes, pero nunca mencionó a nadie llamado Viajero. Los únicos viajes que hicimos fueron en la parte de atrás de aquella maldita camioneta.

Gabriel sabía que su hermano estaba en lo cierto. Las palabras de su madre no tenían sentido. Siempre había confiado en que ella les ofrecería una explicación de lo sucedido a la familia. Pero ya nunca lo sabrían.

– Pero quizá sea verdad en parte. De alguna manera…

– No quiero discutir contigo. Ha sido una noche muy larga y los dos estamos cansados. -Michael extendió los brazos y abrazó a su hermano-. Ahora sólo estamos tú y yo. Debemos apoyarnos mutuamente. Descansa un poco y hablaremos por la mañana.

Michael se puso al volante de su Mercedes y salió del aparcamiento. Cuando Gabriel subió a su moto y puso en marcha el motor, Michael ya enfilaba Ventura Boulevard.

La luna y las estrellas aparecían ocultas por una espesa neblina. Un poco de ceniza flotó por el aire y se le pegó en la pantalla de lexan del casco. Metió la tercera y se lanzó hacia el cruce. Examinó el tráfico y vio que Michael cogía la rampa que conducía a la autopista. Tras el Mercedes iban cuatro vehículos. Aceleraron, formaron un grupo y se dirigieron a la rampa. Todo había sucedido muy deprisa, pero Gabriel comprendió que iban juntos y seguían a su hermano. Metió la cuarta y aceleró. Podía sentir la vibración del motor en manos y piernas. Un rápido quiebro a la izquierda, otro a la derecha y ya estaba en la autopista.

Llegó a la altura del grupo de vehículos un kilómetro más allá. Había dos furgonetas sin distintivos y dos todoterrenos con matrículas de Nevada. Los cuatro tenían cristales ahumados, y resultaba imposible ver quién había en su interior. Michael no había variado su modo de conducir: parecía completamente ajeno a lo que estaba sucediendo. Mientras Gabriel observaba, uno de los todoterrenos adelantó a Michael por la izquierda en tanto que otro se situaba justo detrás del Mercedes. Los cuatro conductores se comunicaban y maniobraban, listos para el siguiente movimiento.

Michael se situó a la derecha mientras su hermano se aproximaba al desvío de la autopista de San Diego. Iban todos tan deprisa que las luces pasaban como destellos. Gabriel acarició el freno y se inclinó ligeramente para tomar la curva. Salieron de ella y enfilaron por la subida hacia Sepulveda Pass.

Pasó otro kilómetro. Entonces, el todoterreno que iba delante del Mercedes frenó mientras que las dos furgonetas se colocaban a ambos lados del coche. Michael había quedado encajonado. Gabriel estaba lo bastante cerca para oír a su hermano dando bocinazos. Michael se desplazó ligeramente a la izquierda, pero el conductor del todoterreno replicó agresivamente arremetiendo contra el costado del Mercedes. Los cuatro vehículos aminoraron a la vez mientras Michael buscaba un modo de escapar.

El móvil de Gabriel empezó a sonar. Lo conectó y oyó la asustada voz de su hermano.

– ¡Gabe! ¿Dónde estás?

– Doscientos metros detrás de tu coche.

– Tengo problemas. Esos tíos me están acorralando.

– Tú no te detengas. Intentaré abrirte un hueco.

Cuando la moto pasó por un bache, Gabriel notó que algo pesado se le movía en la bolsa de mensajero. Llevaba todavía la llave inglesa y el destornillador. Sujetando el manillar con la mano derecha, abrió el cierre de velcro, metió la mano y agarró la pesada herramienta. Luego, aceleró y se situó entre el Mercedes y la furgoneta del carril derecho.

– Prepárate -dijo a Michael-. Estoy justo a tu lado.

Gabriel se aproximó a la furgoneta y golpeó la ventanilla con la llave. El vidrio se astilló. Golpeó una segunda vez, y el cristal saltó hecho añicos.

Por un breve instante divisó al conductor, un tipo joven con un pendiente y la cabeza rapada. El hombre pareció sorprenderse cuando Gabriel le arrojó la llave inglesa a la cara. La furgoneta se desvió a la derecha y dio contra el guardarraíl. El metal rozó contra el metal lanzando una lluvia de chispas en la oscuridad. «Sigue. No mires atrás», se dijo Gabriel y siguió a su hermano fuera de la autopista por la rampa de salida.

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