Prólogo

El CABALLERO, LA MUERTE Y EL DIABLO

Maya cogió la mano de su padre cuando salieron a la luz desde el subterráneo. Thorn no la apartó ni le dijo que se concentrara en la posición del cuerpo; sonriendo, la condujo por la estrecha escalera hasta un largo e inclinado túnel de paredes de baldosas blancas. La dirección del metro había instalado barrotes de acero en un extremo, y esa barrera hacía que el vulgar pasadizo pareciera formar parte de una enorme prisión. De haber estado sola, Maya podría haberse sentido confinada e incómoda, pero no había nada de que preocuparse porque su padre la acompañaba.

«Es el día perfecto», se dijo. Lo cierto era que seguramente se trataba casi del día perfecto. Todavía se acordaba de hacía dos años, cuando su padre se había perdido su cumpleaños y la Nochebuena para aparecer el día después de Navidad en un taxi cargado de regalos para ella y su madre. Aquella mañana resultó luminosa y estuvo llena de sorpresas; sin embargo, ese sábado parecía prometer una felicidad más duradera. En lugar del habitual trayecto hasta el vacío almacén cercano a Canary Wharf, donde su padre le había enseñado a golpear con pies y puños y a manejar todo tipo de armas, habían ido al zoo de Londres, donde él le había contado múltiples anécdotas de los distintos animales. Su padre había viajado por todo el mundo y podía describir Paraguay o Egipto igual que si fuera un guía turístico.

La gente los había mirado mientras paseaban ante las jaulas. En su mayoría, los Arlequines intentaban pasar desapercibidos entre la multitud, pero su padre destacaba entre los ciudadanos corrientes. Era alemán y tenía una prominente nariz, el cabello largo hasta los hombros y ojos azules. Thorn vestía de oscuro y llevaba un brazalete kara de acero que parecía un grillete abierto.

Maya había encontrado un viejo libro de historia del arte en un armario del apartamento que tenían alquilado en East London. En las primeras páginas había una foto de un grabado de Alberto Durero llamado El caballero, la muerte y el diablo. A pesar de que le provocó una extraña sensación, le gustaba contemplarlo. El caballero de la armadura era como su padre, valiente y tranquilo, cabalgando por las montañas mientras la muerte sostenía un reloj de arena y el diablo la seguía haciéndose pasar por escudero. Thorn también portaba espada, pero la suya iba escondida en un tubo de metal con una correa de cuero para llevarla al hombro.

A pesar de que se sentía orgullosa de Thorn, él también hacía que se sintiera incómoda y tímida. A veces, deseaba ser únicamente una chica como las demás, con un padre rollizo empleado en una oficina, un tipo sonriente que le comprara helados de cucurucho y le explicara chistes acerca de los canguros. El mundo que la rodeaba, con su moda multicolor, su música pop y sus espectáculos de la televisión, representaba una tentación permanente. Deseaba sumergirse en esa cálida corriente y dejarse arrastrar. Ser la hija de Thorn resultaba agotador, esquivando siempre la vigilancia de la Gran Máquina, a la búsqueda siempre de enemigos, siempre pendiente de la dirección del ataque.

Maya contaba doce años, pero no era lo bastante fuerte para manejar una espada Arlequín (a modo de sustituto, su padre había cogido un bastón del armario y se lo había entregado antes de salir aquella mañana del apartamento); tenía la misma piel blanca de Thorn y sus mismas acentuadas facciones, así como el negro cabello sij de su madre; sus ojos eran de un azul tan claro que a cierta distancia casi parecían translúcidos. Maya odiaba que bienintencionadas mujeres se acercaran a su madre y la felicitaran por lo guapa que era su hija. Dentro de unos pocos años sería lo bastante mayor para disfrazarse y presentar un aspecto lo más anodino posible.

Salieron del zoo y pasearon por Regent's Park. Estaban a finales de abril, y se veía a grupos de jóvenes jugando a la pelota en el embarrado césped mientras los padres empujaban los carritos de sus abrigados bebés. Toda la ciudad parecía haber salido a disfrutar del sol después de tres días de lluvia. Maya y su padre tomaron el metro de Piccadilly hasta la estación de Arsenal. Cuando salieron a la calle empezaba a oscurecer. En Finsbury Park había un restaurante indio donde su padre había reservado una mesa para cenar temprano. Maya oyó ruidos -el aullido de las bocinas y gritos en la distancia- y se preguntó si se trataba de alguna manifestación. Luego, su padre la hizo pasar por el torniquete y se encontraron con una batalla campal.

De pie en la acera contempló a una multitud de gente que marchaba por Highbury Hill Road. No había pancartas ni carteles de protesta, por lo que Maya comprendió que estaba viendo el final de un partido de fútbol. El estadio del Arsenal se encontraba al final de la calle, y un equipo cuyos colores eran el azul y el blanco -los del Chelsea- acababa de jugar allí. Los seguidores del Chelsea estaban saliendo por los accesos de los visitantes, en el lado oeste del estadio, y caminando por la estrecha calle flanqueada de casas pareadas. Normalmente se trataba de un corto trayecto hasta la entrada del metro, pero en esos momentos North London Street se había convertido en una zona acordonada. La policía protegía a los seguidores del Chelsea de los matones del Arsenal que intentaban agredirlos o provocar peleas.

Policías a los lados. Azul y blanco en medio. Rojos arrojando botellas e intentando romper el cordón de seguridad. La gente, sorprendida por la multitud, corría entre los coches aparcados tirando al suelo los cubos de basura. A lo largo del bordillo crecía un seto de floridas buganvillas, y sus rosados capullos se estremecían cada vez que alguien era arrojado contra un árbol. Los pétalos flotaban en el aire y caían sobre la rugiente masa.

La multitud principal se acercaba a la estación de metro, a un centenar de metros de distancia. Thorn podría haberse dirigido hacia la izquierda por Gillespie Road, pero permaneció en la acera y estudió a la gente que los rodeaba. Sonrió levemente, confiado en su propio poder y divertido por la inútil violencia de aquellos energúmenos. Además de la espada, llevaba como mínimo un cuchillo y una pistola que había conseguido a través de sus contactos en Estados Unidos. Si lo hubiera deseado, habría podido matar a un buen número de los allí presentes, pero se trataba de un enfrentamiento público, y la policía estaba por toda la zona. Maya observó a su padre. «Deberíamos escapar -se dijo-. Esa gente está completamente loca.» Pero Thorn fulminó a su hija con la mirada como si hubiera percibido su miedo. Maya guardó silencio.

Todo el mundo gritaba; las voces se unían hasta producir un furioso clamor. Maya oyó un agudo silbido, el aullido de una sirena de policía. Una botella de cerveza surcó el aire y estalló hecha añicos a pocos metros de donde se encontraban. De repente, una cuña de camisetas y bufandas rojas rompió el cordón policial, y Maya vio un grupo de hombres lanzando patadas y puñetazos. La sangre corría por el rostro de un policía, pero éste levantó su escudo y repelió la agresión.

Maya apretó la mano de su padre.

– Vienen hacia nosotros -le dijo-. Hemos de apartarnos de su camino.

Thorn dio media vuelta y empujó a su hija hacia la entrada de la estación, como si pretendiera refugiarse dentro. En esos momentos, las fuerzas del orden hacían avanzar a los seguidores del Chelsea como a un rebaño de ganado, y Maya se vio rodeada de hombres vestidos de azul. Atrapados por la multitud, ella y su padre se vieron empujados más allá de la taquilla, donde un empleado de avanzada edad se refugiaba tras el grueso cristal.

Padre saltó por encima del torniquete, y Maya lo siguió. En ese momento se hallaban de nuevo en el largo túnel y bajaban hacia los trenes. «No pasa nada -se dijo-. Ahora estamos a salvo.» Entonces se dio cuenta de que los tipos de rojo se habían abierto paso hacia el túnel y que corrían al lado de ellos. Uno llevaba un calcetín relleno con algo pesado -piedras o cojinetes- con el que golpeó a un hombre mayor justo delante de ella, arrancándole las gafas y partiéndole la nariz. Una panda de matones del Arsenal acorraló a un seguidor del Chelsea contra una verja. El hombre intentó escapar mientras una lluvia de golpes caía sobre él. Más sangre. Y ningún policía a la vista.

Thorn agarró a Maya por la espalda de la cazadora y la arrastró a través del tumulto. Un individuo intentó agredirlos, pero Padre lo detuvo en seco con un rápido y fulminante golpe en la garganta. Maya corrió por el túnel intentando alcanzar las escaleras mecánicas; pero, antes de que pudiera reaccionar, algo parecido a una cuerda le rodeó el pecho en diagonal desde el hombro derecho. Alzó los ojos y vio que Thorn le había ceñido una bufanda azul y blanca del Chelsea.

En un instante comprendió que el día en el zoo, las divertidas anécdotas y el trayecto hasta el restaurante formaban parte de un plan. Su padre debía de saber lo del partido de fútbol; seguramente había ido allí antes y cronometrado su llegada. Miró por encima del hombro y vio a Thorn sonreír y asentir como si acabara de contarle una de sus divertidas historias. A continuación, él dio media vuelta y se alejó.

Maya giró mientras tres seguidores del Arsenal corrían hacia ella, gritando.

«No pienses -se dijo-. Actúa.»

Cogió el bastón como si fuera una jabalina y golpeó la frente del más alto con la punta de acero. Sonó un golpe seco, la sangre empezó a manarle mientras empezaba a caer; pero ella ya estaba haciendo un quiebro para hacer tropezar al segundo matón con el bastón; mientras daba un traspié y caía hacia atrás, Maya saltó y le dio una patada en la cara. El tipo giró sobre sí y se desplomó. «¡Lo he derribado! ¡Lo he derribado!» Corrió hacia él y lo golpeó de nuevo.

Mientras recobraba el equilibrio, un tercer individuo la sujetó por detrás y la levantó en el aire. La estrujó con todas sus fuerzas, intentando romperle las costillas; pero Maya dejó caer el bastón, echó las manos hacia atrás y le agarró las orejas. El hombre soltó un alarido mientras ella daba una voltereta hacia atrás por encima de su hombro y aterrizaba en el suelo.

Maya alcanzó la escalera mecánica, bajó los peldaños de dos en dos y vio a Padre de pie en el andén, al lado de las abiertas puertas de un tren. Él la cogió con la mano derecha y usó la izquierda para abrirse paso y entrar en el vagón. Las puertas se deslizaron adelante y atrás y al fin se cerraron. Los hinchas del Arsenal corrieron hacia el tren, golpeando las ventanillas con los puños, pero el convoy echó a rodar y se lanzó a toda velocidad por el túnel.

La gente estaba apelotonada. Maya oyó a una mujer que lloraba mientras el chico que tenía delante se apretaba un pañuelo contra la boca y la nariz. El vagón tomó una curva, y ella cayó sobre su padre, hundiendo el rostro en su abrigo de lana. Lo odiaba y lo quería, deseaba pegarle y abrazarlo, todo al mismo tiempo. «No llores -se dijo-. Te está observando. Los Arlequines no lloran.» Se mordió el labio con tanta fuerza que se desgarró la piel y notó el sabor de su propia sangre.

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