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Después de deambular por la sombría ciudad, Gabriel había conseguido hallar por fin la forma de volver. En esos momentos se sentía como si estuviera en el fondo de una honda piscina, mirando la oscilante superficie. El aire de sus pulmones lo empujaba hacia arriba, primero lentamente y después con creciente velocidad. Se hallaba cerca de la superficie, apenas a un metro, cuando entró de vuelta en su cuerpo.

El Viajero abrió los ojos y se dio cuenta de que no estaba tumbado en el camastro del campamento de la congregación, sino atado con correas en una camilla que alguien empujaba a lo largo de un corredor con plafones empotrados en el techo. Protegida por su funda, la espada de jade descansaba sobre su estómago y pecho.

– ¿Dónde…? -preguntó entre susurros, pero tenía el cuerpo helado y le resultaba difícil hablar. La camilla se detuvo, y dos rostros lo contemplaron: Vicki Fraser y un hombre mayor vestido con una bata blanca.

– Bienvenido -le dijo el hombre.

Vicki tocó el hombro de Gabriel con aire preocupado.

– ¿Estás bien, Gabriel? ¿Puedes oírme?

– ¿Qué ha ocurrido?

Vicki y el hombre de la bata empujaron la camilla hasta un cuarto lleno de jaulas de animales vacías y le desataron las correas. Mientras Gabriel se incorporaba e intentaba mover los brazos, Vicki le contó que la Tabula había asaltado Arcadia y los había llevado en avión hasta un centro de investigación ubicado cerca de Nueva York. El hombre de la bata era un neurólogo llamado Phillip Richardson que la había liberado de su celda. Luego, entre los dos lo habían encontrado.

– La verdad es que yo no planeé nada de todo esto. Simplemente ocurrió. -Richardson sonaba asustado y emocionado al mismo tiempo-. Había un guardia de seguridad vigilándolo, pero lo llamaron. Según parece alguien ha irrumpido en el centro de investigación.

Vicki contempló a Gabriel, intentando calcular su fortaleza.

– El doctor Richardson cree que si nos las arreglamos para llegar al aparcamiento subterráneo quizá podamos escapar en una de las furgonetas de mantenimiento.

– Y después de eso, ¿qué?

– Estoy abierto a cualquier propuesta -dijo el neurólogo-. Tengo un viejo colega de la universidad que vive en una granja en Canadá, pero puede que tengamos problemas para cruzar la frontera.

Gabriel notó debilidad en las piernas al ponerse en pie, pero su mente estaba despejada y dispuesta.

– ¿Dónde está mi hermano?

– No lo sé.

– Hemos de encontrarlo.

– Eso es demasiado peligroso. -El médico parecía inquieto-. Dentro de unos minutos el personal advertirá que usted y Vicki han desaparecido. No podemos luchar contra ellos. Es imposible.

– El doctor Richardson tiene razón, Gabriel. Quizá podamos volver más tarde para ayudar a tu hermano; pero lo primero es salir de aquí como sea.

Discutieron en voz baja hasta que Gabriel estuvo conforme con el plan, pero para entonces Richardson ya se estaba dejando llevar por el pánico.

– Seguramente lo sabrán todo -dijo-. Podrían estar buscándonos en este mismo instante. -Miró por la puerta entreabierta y después los condujo por el pasillo hasta los ascensores.

Unos segundos más tarde llegaron al nivel donde estaba el aparcamiento. Toda la planta no era más que una serie de pilares. Había tres furgonetas blancas aparcadas a poco más de diez metros de distancia.

– El personal suele dejar las llaves puestas -explicó el neurólogo-. Si logramos cruzar la puerta principal quizá tengamos una oportunidad.

Richardson se acercó al primer vehículo e intentó abrir la puerta del conductor, que estaba cerrada; a pesar de todo siguió tirando de la manija como si no pudiera creerlo.

Vicki se le acercó.

– No se preocupe, doctor. Intentemos con la siguiente.

Vicki, Gabriel y Richardson escucharon el chirrido que hizo la puerta de incendios al abrirse y unos pasos sobre el cemento. Un instante después, Shepherd salió por la escalera de emergencia.

– Vaya, menuda sorpresa -dijo pasando ante los ascensores y deteniéndose con una sonrisa-. Pensaba que los de la Tabula iban a prescindir de mí, pero ahora creo que incluso me darán un premio. Esta aspirante a Arlequín me va a arreglar el día.

Gabriel miró a Vicki y a continuación desenvainó la espada de jade. La blandió lentamente en el aire y se acordó de lo que Maya le había dicho: pocas obras salidas de la mano del hombre eran tan hermosas y puras como aquélla, y todas eran objetos de ambición y la avaricia.

Shepherd soltó un bufido burlón, como si estuviera presenciando una broma de mal gusto.

– No seas idiota, Gabriel. Puede que Maya no me considere un verdadero Arlequín, pero eso no disminuye mi habilidad en el combate. Fui entrenado en el manejo de espadas y cuchillos desde los cuatro años.

Gabriel ladeó ligeramente la cabeza.

– Mira la otra furgoneta, a ver si tiene puestas las llaves -dijo a Vicki.

Shepherd metió la mano en su estuche portaespadas. Sacó su espada Arlequín y colocó el guardamanos en su sitio.

– De acuerdo, hagámoslo a tu modo. Algo bueno saldrá de todo esto. Siempre he tenido ganas de matar a un Viajero.

Shepherd se colocó en posición de combate, y Gabriel lo sorprendió lanzándose sobre él de inmediato. Corriendo hacia delante, fingió que se disponía a lanzar una estocada al rostro del Arlequín. Cuando Shepherd bloqueó el golpe, Gabriel giró sobre sí mismo y le lanzó una cuchillada al corazón. Los aceros entrechocaron una, dos, tres veces, pero Shepherd se defendía sin dificultad. Las dos espadas se entrecruzaron; el Arlequín dio un paso atrás, hizo un rápido movimiento con las muñecas y arrancó la espada de jade de manos de Gabriel.

El arma cayó al suelo con un ruido metálico. En el desierto aparcamiento, el sonido sonó alto y claro. Los dos hombres se miraron mutuamente y el Viajero vio a su oponente con total claridad. El rostro de Shepherd había asumido la máscara Arlequín, pero algo en su boca no funcionaba. La torcía ligeramente, como si no supiera si sonreír o fruncirla.

– Adelante, Gabriel, intenta recogerla…

Alguien silbó -un silbido agudo y penetrante-, y Shepherd se dio la vuelta justo cuando un cuchillo surcaba el aire y se le clavaba en la garganta. Sus manos soltaron la espada, y cayó de rodillas.

Maya y Hollis salieron por la puerta abierta. La Arlequín miró de pasada a Gabriel, asegurándose de que se encontraba a salvo, y a continuación se acercó al herido.

– Tú traicionaste a mi padre -le dijo-. ¿Sabes lo que le hicieron? ¿Sabes cómo murió?

Los ojos de Shepherd apenas podían ver, pero asintió levemente, como si la admisión de su culpa pudiera de algún modo salvarle la vida. Maya juntó las manos, como una religiosa que se dispusiera a orar. Luego lanzó una rápida patada hacia delante que dio en el mango del cuchillo y lo clavó aún más profundamente en la carne de su enemigo.

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