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El avión perseguía la oscuridad mientras volaba hacia Estados Unidos. Cuando los auxiliares de vuelo encendieron las luces, Maya levantó la cortina de plástico y miró por la ventanilla. Una brillante franja de sol en el horizonte, hacia el este, iluminaba el desierto bajo ella. El avión estaba sobrevolando Nevada o Arizona. No estaba segura. El racimo de luces de una ciudad brillaba en la distancia, y el oscuro curso de un río serpenteaba por el terreno.

Rechazó el desayuno y el champán que le ofrecieron, pero aceptó un bollo caliente acompañado de fresas y crema batida. Maya todavía recordaba que su madre solía preparar bollos para el té de la tarde. Era el único momento del día en que se sentía una niña normal, sentada a la pequeña mesa leyendo un cómic mientras su madre se afanaba en la cocina. Té indio con mucha leche y azúcar. Palitos de pescado. Budín de arroz. Pastelillos.

Cuando faltaba una hora para aterrizar, Maya fue al lavabo del fondo del avión y se encerró dentro. Abrió el pasaporte que había decidido utilizar, lo sujetó con cinta aislante al espejo y comparó la foto con su verdadera imagen. En esos momentos sus ojos eran castaños gracias a las lentes de contacto especiales. Por desgracia, el avión había salido de Heathrow con tres horas de retraso, y el efecto de las drogas en su rostro empezaba a desaparecer.

Abrió el bolso y sacó la jeringuilla y los diluidos esteroides utilizados como maquillaje. Los esteroides iban disimulados como dosis de insulina. Además contaba con lo que parecía un informe oficial de un médico declarando que era diabética. Mirándose en el espejo, Maya se clavó la aguja profundamente en la mejilla y se inyectó media jeringa.

Cuando hubo acabado con los esteroides, llenó el lavabo, sacó un tubo de ensayo del bolso y vació la funda dactilar en el agua fría. La gelatina de la funda era de un blanco grisáceo, delgada y frágil. Parecía un trozo de intestino de animal.

Maya sacó una falsa botella de perfume y se roció la yema del índice con adhesivo. Metió la mano en el agua, deslizó el dedo bajo la funda y la retiró rápidamente. La funda dactilar había cubierto su huella con otra distinta que sería leída por el escáner de inmigración. Antes de que el avión aterrizara utilizaría una lima para quitarse la parte que le cubría la uña.

Esperó dos minutos a que se secara la primera funda y después sacó otro tubo de ensayo para proceder con la huella derecha. El avión cruzó una turbulencia y dio un fuerte bandazo. Una luz roja se encendió dentro del lavabo: «Por favor vuelva a su asiento».

«Concéntrate -se dijo-, de lo contrario puedes cometer un error.» Al meter el dedo bajo la funda, el avión dio un salto, y Maya rompió el delicado tejido. Se apoyó contra la pared con un nudo en el estómago. Únicamente le quedaba una funda de reserva, y si no lo hacía bien tenía muchas posibilidades de que la arrestaran nada más poner un pie en Estados Unidos. Seguramente la Tabula habría conseguido sus huellas cuando ella trabajaba en la empresa de diseño de Londres. No les sería difícil introducir información falsa en los ordenadores de inmigración de Estados Unidos, información que sería rápidamente activada por cualquier escáner de huellas. «Individuo sospechoso. Contactos terroristas. Arrestar en el acto.»

Maya abrió el tercer tubo de ensayo y vertió su única funda de reserva en el agua del lavabo. De nuevo, se roció el índice con el adhesivo amarillo. Respiró hondo y sumergió el dedo en el agua.

– ¡Disculpe! -gritó la auxiliar de vuelo llamando a la puerta del aseo-. ¡Vuelva a su asiento de inmediato!

– Sólo un minuto.

– El piloto acaba de encender las luces de «Abróchense los cinturones». Las normas establecen que todos los pasajeros sin excepción han de regresar a sus asientos.

– Estoy…, estoy mareada -repuso Maya-. Déme un minuto. Eso es todo.

El sudor le caía por el cuello. Se concentró, metió el dedo por debajo de la funda y sacó la mano del agua. Esta vez la gelatina, todavía húmeda, brillaba en la punta de su dedo.

La azafata, una mujer mayor, la fulminó con la mirada mientras Maya volvía a su asiento.

– ¿Es que no ha visto la señal?

– Lo siento -masculló Maya-, pero estaba muy mareada. Estoy segura de que lo entiende.

El avión dio otro brinco mientras se abrochaba el cinturón y aprestaba su mente para la batalla. Se suponía que un Arlequín que llegaba por primera vez a un país extranjero tenía que ser recibido por el contacto local, que le facilitaría armas, dinero y documentos. Maya llevaba su espada y su cuchillo escondidos en el trípode de la cámara. Ambas armas habían sido manufacturadas en Barcelona por un armero catalán que las probaba con su propio equipo de rayos X.

Shepherd le había prometido que la esperaría en el aeropuerto; sin embargo, el Arlequín norteamericano mostró su habitual incompetencia. Durante los tres días previos a la salida de Maya de Londres, Shepherd cambió tres veces de opinión y después le envió un correo electrónico avisándola de que lo seguían y que, en consecuencia, se veía obligado a tener cuidado con sus movimientos. Al final, Shepherd se había puesto en contacto con un Jonesie, y ésa iba a ser la persona que se reuniría con ella en la terminal.

«Jonesie» era el apodo de los miembros de la Divina Congregación de Isaac T. Jones. Se trataba de un pequeño grupo de afroamericanos que creían que un Viajero llamado Isaac T. Jones había sido el más grande profeta sobre la Tierra. Jones fue un zapatero remendón que había vivido en Arkansas en 1880. Al igual que muchos Viajeros comenzó predicando un mensaje espiritual y, después, empezó a difundir ideas que desafiaban a la autoridad. En el sur de Arkansas, tanto los aparceros negros como los blancos estaban controlados por un reducido grupo de poderosos terratenientes. Aquel profeta predicaba a los granjeros que rompieran los contratos que los mantenían en la esclavitud económica.

En 1889 Jones fue falsamente acusado de tocar a una mujer blanca que había ido a su tienda a recoger unos zapatos. Fue detenido por el sheriff local, y esa misma noche murió linchado por una turba que irrumpió en su celda. La noche en que Jones fue martirizado, un vendedor ambulante llamado Zachary Goldman se encontraba en la misma celda de la cárcel. Cuando la multitud forzó la entrada, Goldman mató a tres personas con la escopeta del sheriff y a dos más con una barra de hierro. La turba se echó encima de Goldman, y el joven fue castrado y después quemado vivo en la misma hoguera que consumía a Isaac Jones.

Únicamente los verdaderos creyentes conocían la historia real: que Zachary Goldman era un Arlequín llamado León del Templo y que había llegado a Jackson City con el dinero suficiente para sobornar al sheriff y sacar de la ciudad al Profeta. Tras la huida del sheriff, Goldman se había quedado en la cárcel y había muerto defendiendo al Viajero.

La congregación siempre había sido aliada de los Arlequines, pero su relación había cambiado desde la década anterior. Unos cuantos Jonesie creían que Goldman no había estado realmente en la cárcel, y que los Arlequines se habían inventado la historia en su propio beneficio. Otros opinaban que su comunidad había hecho tantos favores a los Arlequines que la deuda de Goldman había sido pagada tiempo atrás. Les inquietaba que otro Viajero corriera por el mundo porque ninguna nueva revelación debía sustituir las enseñanzas del Profeta. Sólo un puñado de tenaces Jonesie se llamaban a sí mismos los DNP -una abreviatura de «Deuda No Pagada»-. Un Arlequín había muerto con el Profeta durante su martirio, y era su deber hacer honor a semejante sacrificio.

Una vez en el aeropuerto de Los Ángeles, Maya recogió su bolsa de ropa, la maleta de la cámara y el trípode y pasó el control de inmigración con su pasaporte alemán. Las lentes de contacto y las fundas dactilares funcionaron a la perfección.

– Bienvenida a Estados Unidos -le dijo el hombre de uniforme, y ella le sonrió educadamente. Luego, siguió las flechas verdes de los pasajeros sin nada que declarar y caminó por una larga rampa hasta la zona de recepción.

Cientos de personas se apretujaban contra la baranda de hierro, esperando a los pasajeros que llegaban. Un chófer de limusinas alzó un cartel con el nombre de alguien llamado Kaufman. Una joven con una ceñida falda y altos tacones corrió a echarse en brazos de un soldado estadounidense. La chica reía y lloraba a la vez por su enjuto novio, y Maya sitió una punzada de envidia. El amor lo hacía a uno vulnerable. Si uno entregaba el corazón a otra persona, ésta podía morir o abandonarla. A pesar de todo, Maya se veía rodeada de muestras de amor. La gente se abrazaba y agitaba carteles caseros de bienvenida. «Te queremos, David. ¡Bienvenido a casa!»

Maya no tenía idea de cómo encontrar al Jonesie. Haciendo ver que estaba buscando a un amigo, paseó por la terminal. «¡Maldito Shepherd!», pensó. Su padre era un letón que había salvado cientos de vidas durante la Segunda Guerra Mundial. El nieto se había apropiado del venerado nombre Arlequín, pero siempre había sido un tonto.

Maya llegó a la salida, dio media vuelta y regresó a la barrera de seguridad. Quizá debiera buscar y localizar al contacto de reserva que Linden la había facilitado: un hombre llamado Thomas que vivía al sur del aeropuerto. Thorn había pasado años haciendo aquello: viajando a otros países donde contrataba mercenarios y buscaba Viajeros. En esos momentos, Maya se veía entregada a sus propios recursos y se sentía un tanto insegura y asustada.

Se dio un margen de cinco minutos y entonces se fijó en una joven negra con un vestido blanco que se hallaba de pie en el mostrador de Información. La mujer sostenía un pequeño ramo de rosas como obsequio de bienvenida. Entre las flores se veían tres relucientes diamantes de cartón: la señal Arlequín. Mientras se acercaba, Maya vio que la joven llevaba pinchada en la solapa una foto de un hombre negro de aspecto muy solemne. Era la única foto conocida de Isaac T. Jones.

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