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Maya y Hollis se encontraban a unos seis kilómetros de la entrada de Arcadia cuando vieron el helicóptero de la Tabula. La aeronave se remontó en el aire, dando vueltas alrededor del campamento igual que un ave rapaz buscando su presa.

Hollis se salió de la carretera y aparcó entre la vegetación que crecía al lado de un muro de contención. Miraron la escena a través de las ramas de un roble y observaron al helicóptero alejarse tras la cima de la colina.

– ¿Y qué hacemos ahora? -preguntó Hollis.

Maya tenía ganas de golpear algo, de gritar y patear, cualquier cosa que le permitiera desahogar su rabia; sin embargo, confinó sus emociones en un rincón de su cerebro. Siendo niña, Thorn la había entrenado simulando que la atacaba por sorpresa con una espada; cada vez que ella se sobresaltaba, su padre se lo recriminaba. En cambio, cuando Maya aprendió a mantener la calma, Thorn alabó su fortaleza.

– La Tabula no matará a Gabriel enseguida. Primero lo interrogarán y averiguarán lo que sabe. Mientras eso dure, dejarán un equipo en el campamento para que tienda una emboscada a cualquiera que aparezca.

Hollis miró por la ventanilla.

– ¿Quieres decir que hay alguien allí arriba esperando para matarnos?

– Exacto. -Maya se colocó unas gafas de sol para que Hollis no pudiera verle los ojos-. Pero eso no va a ocurrir.

El sol se puso alrededor de las seis de la tarde, y Maya empezó a trepar por la colina hacia Arcadia. El chaparral no era más que una tupida masa de vegetación seca. Olía a hojas muertas y se percibía el punzante aroma del anís silvestre. A la Arlequín le resultó difícil moverse en línea recta. Era como si las ramas y las raíces le sujetaran las piernas e intentaran arrebatarle el estuche de la espada que llevaba al hombro. A medio camino de la cima vio su camino bloqueado por una barrera de matorrales y un roble caído que la obligaron a buscar un camino más fácil.

Por fin alcanzó la valla de alambre que rodeaba el campamento. Agarró la barra superior y saltó al otro lado. Los dos dormitorios, la zona de la piscina, el depósito de agua y el centro comunal resultaban claramente visibles a la luz de la luna. Los mercenarios de la Tabula tenían que estar allí, escondidos entre las sombras. Seguramente habían dado por hecho que la única entrada era por la carretera de la colina. Un jefe más avispado habría dispuesto a sus hombres en forma de triángulo alrededor del aparcamiento.

Desenvainó la espada y recordó las lecciones que su padre le había dado sobre el modo de caminar sin hacer ruido. Había que moverse como si se estuviera cruzando un lago helado. Extender el pie, calibrar la naturaleza del terreno y por fin dar un paso cargando todo el peso.

Maya llegó a la zona de penumbra al lado del tanque de agua y vio a alguien agazapado cerca del borde del cobertizo de la piscina. Era un hombre bajo y de anchas espaldas que sostenía un rifle de asalto. Cuando se le acercó por detrás, lo oyó murmurar por el micrófono de su intercomunicador.

– ¿Tienes un poco de agua? Yo me he quedado seco. -Hizo una pausa de unos segundos y después sonó contrariado-. Lo entiendo, Frankie, pero yo no he traído dos botellas como has hecho tú.

Maya dio un paso a la izquierda y se lanzó hacia delante traspasándolo con la espada. El hombre se desplomó como un tronco abatido. El único ruido fue el de su arma al chocar contra el suelo. Maya se acercó al cuerpo y le quitó el intercomunicador. Oyó más voces que hablaban entre sí.

– Aquí están -dijo una voz con acento sudafricano-. ¿Veis los faros? Suben por la colina.

Hollis llegaba por el camino. Se detuvo en el aparcamiento y paró el motor. Había suficiente claridad para distinguir su silueta dentro de la cabina de la camioneta.

– ¿Y ahora qué? -preguntó una voz norteamericana.

– ¿Ves una mujer?

– No.

– Mata al hombre si se apea. Si no, espera a que aparezca la Arlequín. Boone me dijo que había que disparar nada más verla.

– Yo sólo veo al tío ese. ¿Y tú, Richard?

El muerto no podía responder a ninguna pregunta. Maya dejó el rifle en el suelo y corrió hacia el centro comunal.

– Richard, ¿me oyes?

Ninguna respuesta.

Hollis permaneció en la camioneta, distrayéndolos del peligro real. Maya localizó al otro Tabula en la segunda esquina del triángulo. Arrodillado en el centro comunal, apuntaba a Hollis con un rifle de mira telescópica. Los pasos de Maya no hicieron ruido en el compacto suelo, pero el mercenario debió de percibir que se aproximaba porque giró levemente la cabeza. Maya le asestó un tajo en la garganta. La sangre salió a borbotones por la arteria seccionada, y el hombre cayó de bruces.

– Creo que está saliendo de la camioneta -dijo el sudafricano-. Richard, Frankie, ¿estáis ahí?

Maya tomó la rápida y certera decisión propia de los Arlequines y corrió hacia los dormitorios femeninos. Sí, el tercer mercenario se hallaba cerca de la esquina del edificio. El Tabula estaba tan asustado que hablaba en voz alta.

– ¿Podéis oírme? ¡Acabad con el tío de la camioneta!

Surgiendo de entre las sombras, Maya le asestó un tajo en el brazo derecho. El sudafricano soltó el rifle, y ella lanzó otra estocada cortándole los tendones de la rodilla izquierda. El hombre se derrumbó, gritando de dolor.

Todo estaba a punto de acabar. Maya se le acercó e hizo un gesto amenazador con la espada.

– ¿Dónde están los prisioneros? ¿Adónde os los habéis llevado?

El mercenario intentó huir, pero Maya le cortó los tendones de la otra pierna con otra cuchillada. El hombre se arrastraba por el suelo igual que un animal, hundiendo los dedos en el polvo.

– ¿Dónde están? -repitió Maya.

– Se los llevaron al aeropuerto Van Nuys y los metieron en un reactor privado. -El hombre dejó escapar un gruñido al reptar.

– ¿Hacia dónde?

– Al condado de Westchester, cerca de Nueva York, al centro de investigación de la Fundación Evergreen. -El mercenario rodó boca arriba y alzó las manos-. Se lo juro por Dios. Le digo la verdad. Es la Fundación…

La hoja centelleó en la oscuridad.

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