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Nathan Boone estaba sentado en el segundo piso del almacén que había al otro lado de la calle, delante de la tienda de lencería. Observando a través del visor nocturno vio cómo Maya salía de casa de Thorn y echaba a andar por la acera. Boone ya había fotografiado a la hija de Thorn cuando ésta llegó a la terminal del aeropuerto, pero disfrutaba contemplándola de nuevo. La mayor parte de su trabajo en los últimos días había consistido en examinar una pantalla de ordenador para comprobar llamadas telefónicas y facturas de tarjetas de crédito, leer informes médicos y expedientes de la policía de una docena de países distintos. Ver a una verdadera Arlequín lo ayudó a conectarse con la realidad de lo que estaba haciendo. El enemigo todavía existía -al menos unos pocos de ellos-, y su responsabilidad consistía en eliminarlo.

Dos años antes, tras el tiroteo de Pakistán, había localizado a Maya viviendo en Londres. Su comportamiento en público indicaba que había rechazado la violencia de los Arlequines y decidido llevar una vida normal. La Hermandad había considerado la posibilidad de ejecutar a Maya, pero él les había enviado un extenso correo electrónico recomendando lo contrario. Sabía que ella podría conducirlo hasta Thorn, Linden o Madre Bendita. Aquellos tres Arlequines seguían siendo peligrosos. Se hacía necesario localizarlos y destruirlos.

En Londres, Maya habría detectado a cualquiera que la hubiera seguido, de manera que Boone envió un equipo técnico a su apartamento para que instalaran cuentas localizadoras en todos los artículos de su equipaje. Cuando ella los trasladó, el satélite GPS alertó a los ordenadores de la Hermandad. Fue una suerte para él que Maya viajara a Praga por métodos convencionales. A veces, los Arlequines simplemente se desvanecían en un país y reaparecían a miles de kilómetros de distancia con una nueva identidad.

Boone oyó la voz de Loutka en su auricular.

– Y ahora, ¿qué? -preguntó Loutka-. ¿La seguimos?

– Ésa es tarea de Halver. Él se ocupará. Nuestro objetivo principal es Thorn. Nos haremos cargo de Maya más tarde, esta misma noche.

Loutka y los tres técnicos se encontraban sentados en la parte trasera de una furgoneta de reparto aparcada en la esquina. Loutka era teniente de la policía checa y se suponía que respondía ante las autoridades locales. Los técnicos estaban allí para hacer su trabajo y marcharse a casa.

Boone había contratado con ayuda de Loutka los servicios de dos asesinos profesionales en Praga. Ambos mercenarios estaban sentados en el suelo, tras él, esperando órdenes. El magiar era un tipo corpulento que no sabía inglés. Su amigo serbio, un antiguo soldado, hablaba cuatro idiomas y parecía inteligente. Sin embargo, Boone no se fiaba de él: era la clase de individuo que podía salir huyendo si las cosas se torcían.

En el almacén hacía frío y Boone llevaba una parka y un gorro de lana. Su corte de pelo al estilo militar y sus gafas de montura de acero le conferían un aspecto disciplinado y en forma; parecía un ingeniero químico que los fines de semana se dedica a correr maratones.

– Pongámonos en marcha -dijo Loutka.

– No.

– Maya está volviendo a pie al hotel. No creo que Thorn reciba más visitas esta noche.

– Tú no entiendes a esta gente. Yo sí. Hacen a propósito cosas impredecibles. Thorn puede decidir que abandona la casa. Maya puede volver. Esperemos cinco minutos a ver qué pasa.

Boone bajó el visor nocturno y siguió observando la calle. Durante los seis últimos años había trabajado para la Hermandad, un pequeño grupo de gente de distintos países unido por una especial visión del futuro. La Hermandad -conocida como la Tabula por sus enemigos- estaba consagrada a la destrucción tanto de los Arlequines como de los Viajeros.

Boone era el contacto entre la Hermandad y sus mercenarios. Le resultaba fácil tratar con tipos como el serbio o el teniente Loutka. Un mercenario siempre buscaba dinero o algún tipo de favor. Primero, uno negociaba el precio; luego, decidía si pagaba o no.

A pesar de que Boone recibía una generosa remuneración de la Hermandad, nunca se había sentido mercenario. Dos años atrás le había sido permitido leer una colección de libros llamada El conocimiento que le proporcionó una visión más amplia de la filosofía y los objetivos de la Hermandad. El conocimiento le enseñó que formaba parte de una histórica batalla contra las fuerzas del desorden. La Hermandad y sus aliados se hallaban a punto de establecer una sociedad perfectamente controlada, pero el nuevo sistema no sobreviviría si a los Viajeros se les permitía salirse del mismo y regresar para poner en cuestión los principios. La paz y la prosperidad únicamente eran posibles si la gente dejaba de hacerse preguntas y aceptaba las respuestas adecuadas.

Los Viajeros introducían el caos en el mundo. Aun así, Boone no los odiaba. Un Viajero nacía con el poder de ir más allá. No había nada que pudieran hacer con esa extraña herencia. Los Arlequines eran diferentes. Aunque había familias Arlequines, cada hombre o mujer elegía personalmente proteger a los Viajeros. Su deliberada imprevisibilidad contradecía las normas que regían la vida de Boone.

Unos años antes, Boone había viajado a Hong Kong para matar a un Arlequín llamado Dragón de Bronce. Al registrar el cuerpo del hombre, había encontrado las armas y los pasaportes falsos de costumbre junto con un aparato llamado Generador de Números Aleatorios. El GNA era un ordenador en miniatura que producía números al azar cada vez que se apretaba un botón. A veces, los Arlequines utilizaban los GNA para tomar decisiones. Un número impar podía significar «sí»; y uno par, «no». Bastaba apretar un botón, y el GNA decía qué puerta había que abrir.

Boone recordaba haberse quedado en la habitación de su hotel examinando el aparato. ¿Cómo podía vivir alguien de ese modo? En lo que a él se refería, cualquiera que utilizara cifras aleatorias para orientar su vida merecía ser localizado y exterminado. El orden y la disciplina eran los valores que evitaban que la civilización occidental se desmoronara. Uno no tenía más que observar los márgenes de la sociedad para darse cuenta de lo que sucedería si la gente permitía que unas simples elecciones al azar determinaran su vida.

Ya habían transcurrido diez minutos. Apretó un botón de su reloj, y el mecanismo le mostró el pulso y la temperatura de su cuerpo. Aquélla era una situación estresante, y a Boone le complació saber que su pulso sólo se había acelerado seis décimas por encima de lo normal. Conocía sus pulsaciones en reposo y durante el ejercicio, así como el porcentaje de grasa de su cuerpo y su consumo diario de calorías.

Ardió una cerilla y, unos segundos después, Boone olió el humo del tabaco. Al darse la vuelta vio que el serbio daba caladas a un cigarrillo.

– Apaga eso.

– ¿Por qué?

– Porque no me gusta respirar aire contaminado.

El serbio sonrió.

– No estás respirando nada, amigo. Se trata de mi cigarrillo.

Boone se puso en pie y se alejó de la ventana. Su rostro se mantuvo inexpresivo mientras evaluaba la oposición. ¿Era peligroso ese hombre? ¿Necesitaba ser intimidado por el bien de la operación? ¿Con cuánta rapidez reaccionaría?

Boone deslizó la mano en uno de los bolsillos superiores de su parka, palpó la cuchilla de afeitar y la agarró con fuerza con el índice y el pulgar.

– Apaga ese cigarrillo de inmediato.

– Cuando haya acabado.

Boone se inclinó hacia delante y cortó la punta del cigarrillo de un solo tajo. Antes de que el serbio pudiera reaccionar, Boone lo agarró por el cuello y situó su cuchilla de afeitar a escasos milímetros del ojo derecho del hombre.

– Si te cortara los ojos abiertos, mi rostro sería la última cosa que verías. Pensarías en mí el resto de tu vida, Josef. Esa imagen quedaría grabada para siempre en tu cerebro.

– ¡Por favor! -murmuró el serbio-. ¡Por favor! ¡No!

Boone dio un paso atrás y volvió a meterse la cuchilla en el bolsillo. Observó al magiar. El tipo parecía impresionado.

Cuando volvió a la ventana, la voz de Loutka le llegó por el intercomunicador.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué esperamos?

– Ya no esperamos más -contestó Boone-. Di a Skip y a Jamie que ya es hora de que se ganen el sueldo.

Skip y Jamie Todd eran dos hermanos oriundos de Chicago especialistas en vigilancia electrónica. Ambos eran bajos y rollizos y vestían idénticos monos de trabajo marrones. Mientras Boone los observaba por el visor nocturno, los dos hombres sacaron de la furgoneta una escalera de aluminio y la llevaron por la acera hasta la tienda de lencería. Esa mañana habían instalado una cámara en miniatura controlada por radio sobre el rótulo. Sin que Maya lo supiera, la habían grabado en vídeo mientras estaba de pie en la acera.

Thorn había instalado una cámara de vigilancia dentro de la marquesina que protegía su portal. Jamie subió por la escalera una segunda vez, retiró la cámara y la sustituyó por un reproductor de DVD miniaturizado. Cuando los dos hermanos hubieron terminado el trabajo plegaron la escalera y la devolvieron a la furgoneta. Por tres minutos de trabajo acababan de ganar diez mil dólares y una visita gratis al burdel de la calle Korunni.

– Preparaos -ordenó Boone al teniente Loutka-. Vamos a bajar.

– ¿Qué pasa con Harkness?

– Dile que se quede en la furgoneta. Lo subiremos cuando resulte seguro.

Boone se guardó el visor nocturno en un bolsillo e hizo un gesto a los matones.

– Es la hora.

El serbio dijo algo al magiar y ambos se pusieron en pie.

– Tened cuidado cuando entremos en el apartamento -los previno Boone-. Los Arlequines son muy peligrosos. Responden inmediatamente cuando son atacados.

El serbio había recuperado algo de su perdida confianza.

– Quizá sean peligrosos para ti, pero mi amigo y yo podemos ocuparnos del problema.

– Los Arlequines no son normales. Pasan toda su infancia aprendiendo cómo matar a sus enemigos.

Los tres hombres bajaron a la calle, donde se encontraron con Loutka. El teniente de la policía parecía pálido bajo la luz de las farolas.

– ¿Y qué pasa si no funciona? -preguntó.

– Si tienes miedo puedes quedarte en la furgoneta con Harkness, pero entonces no cobrarás. No te preocupes. Cuando yo organizo una operación, todo sale bien.

Boone condujo a los hombres al otro lado de la calle hasta el portal de Thorn y desenfundó su pistola automática con mira láser. En su mano izquierda había un mando a distancia. Apretó el botón amarillo, y el DVD empezó a reproducir la grabación de Maya, de pie en la acera, media hora antes. Miró a derecha e izquierda. Todos estaban listos. Llamó al timbre y esperó. En el piso de arriba, el joven ruso -seguramente no sería el propio Thorn- fue hasta el monitor de televisión, miró la pantalla y vio a Maya.

El cerrojo se abrió.

Ya estaban dentro.

Los cuatro hombres subieron por la escalera. Cuando llegaron al rellano del primer piso, Loutka sacó una grabadora de voz.

– Identificación de voz -pidió el ordenador.

Loutka puso en marcha la grabadora y pasó la grabación efectuada anteriormente en el taxi: «Abra la maldita puerta -sonó la voz de Maya-. Abra la…».

La cerradura eléctrica se abrió, y Boone fue el primero en entrar. El tatuado ruso estaba allí, de pie, con un trapo en las manos y expresión de sorpresa. Boone alzó la automática y disparó a quemarropa. El proyectil de 9 mm golpeó el pecho del ruso igual que el puño de un gigante y lo arrojó hacia atrás.

Intentando ganarse un plus por el siguiente asesinato, el magiar corrió al otro lado de la media pared que dividía la estancia. Boone oyó gritar al hombretón y echó a correr seguido de Loutka y el serbio. Entraron en la zona destinada a cocina y vieron que el magiar yacía boca abajo sobre el regazo de Thorn, con las piernas extendidas en el suelo y el torso encajonado entre los brazos de la silla de ruedas. Thorn intentaba apartar el cuerpo para poder alcanzar su espada.

– ¡Sujetadle los brazos! -gritó Boone-. ¡Vamos! ¡Hacedlo ya!

El serbio y Loutka sujetaron a Thorn, inmovilizándolo. Toda la silla estaba salpicada de sangre. Cuando Boone apartó el cuerpo del magiar vio que el mango de un cuchillo de lanzar asomaba en la base de la garganta del hombre. Thorn lo había matado con el cuchillo, pero el mercenario se había desplomado sobre él.

– Atrás. Traedlo hasta aquí -les mandó Boone-. Cuidado. No os manchéis los zapatos con sangre. -Sacó unas bridas de nailon y ató las manos y pies de Thorn con ellas. Luego, se retiró y contempló al lisiado Arlequín. Thorn estaba vencido, pero parecía tan orgulloso y arrogante como siempre.

– Es un placer conocerte, Thorn. Soy Nathan Boone. Te me escapaste hace dos años en Pakistán. Se hizo de noche muy rápidamente, ¿verdad?

– Yo no hablo con mercenarios de la Tabula -repuso Thorn en voz baja.

Boone había escuchado la voz del Arlequín en grabaciones de llamadas telefónicas. En vivo resultaba más grave y profunda, más intimidante. Miró a su alrededor.

– Me gusta tu apartamento, Thorn. De verdad. Está limpio y es sencillo. Elegantes colores. En lugar de llenarlo de trastos has optado por el minimalismo.

– Si lo que quieres es matarme, haz tu trabajo. No malgastes mi tiempo con conversaciones inútiles.

Boone hizo un gesto a Loutka y al serbio. Los dos hombres arrastraron el cuerpo del magiar fuera de la habitación.

– La larga guerra ha terminado. Los Viajeros han desaparecido y los Arlequines han sido derrotados. Podría matarte ahora mismo, pero te necesito para que me ayudes a concluir mi tarea.

– No pienso traicionar a nadie.

– Colabora y dejaremos que Maya lleve una vida normal. De lo contrario, tendrá una muerte muy poco agradable. Mis mercenarios pasaron dos días violando a aquella Arlequín china que capturamos en Pakistán. Les gustó que luchara y se resistiera. Supongo que en una situación similar una mujer normal se habría rendido.

Thorn permaneció en silencio, y Boone se preguntó si estaría sopesando el ofrecimiento. ¿Quería a su hija? ¿Eran los Arlequines capaces de semejantes sentimientos? Los músculos de los brazos de Thorn se tensaron al intentar partir las bridas. Al final se rindió y se derrumbó en la silla de ruedas.

Boone conectó su intercomunicador y habló por el micrófono.

– Señor Harkness, por favor, suba con su material. La zona es segura.

El serbio y Loutka empujaron a Thorn, lo arrastraron hasta el dormitorio y lo arrojaron al suelo. Harkness apareció unos minutos más tarde forcejeando con una abultada caja de transporte. Era un inglés de avanzada edad que raramente hablaba; sin embargo, a Boone le costaba sentarse con él en un restaurante: había algo en los amarillos dientes del sujeto y en la palidez de su piel que sugerían muerte y putrefacción.

– Sé con qué sueñan los Arlequines: con una muerte orgullosa. Yo podría arreglarlo en tu caso. Sería una muerte noble que aportaría cierta dignidad a tus últimos días. Pero debes ofrecerme algo a cambio. Dime cómo puedo encontrar a tus dos amigos, Linden y Madre Bendita. Si te niegas, existe una alternativa más humillante…

Harkness depositó la caja ante el umbral del dormitorio. La parte superior estaba llena de agujeros de ventilación cubiertos de gruesa malla metálica. Unas garras arañaron el suelo metálico de la caja, y Boone oyó un sonido áspero y jadeante. Sacó la navaja de afeitar.

– Mientras vosotros los Arlequines seguís atrapados en vuestros sueños medievales, la Hermandad ha alcanzado una nueva fuente de conocimientos: ha superado los desafíos de la ingeniería genética.

Boone cortó la piel bajo los ojos del Arlequín. La criatura de la caja olió la sangre de Thorn. Emitió un aullido como una extraña risa y arremetió contra las paredes de la caja mientras desgarraba la tela metálica con sus colmillos.

– Este animal ha sido diseñado genéticamente para ser agresivo y no tener miedo. Se siente impulsado a atacar sin preocuparse de su propia supervivencia. Ésta no va a ser una muerte orgullosa. Te van a devorar como un vulgar pedazo de carne.

El teniente Loutka salió al pasillo y volvió al salón. El serbio parecía curioso y asustado y permaneció detrás de Harkness, en el umbral.

– Es la última oportunidad. Reconoce un hecho. Acepta nuestra victoria.

Thorn rodó colocándose en otra posición y miró fijamente la caja de transporte. Boone comprendió que el Arlequín intentaría luchar cuando la criatura lo atacara, procurando aplastarla con el cuerpo.

– Puedes pensar lo que quieras -dijo Thorn lentamente-, pero va a ser sin duda una muerte orgullosa.

Boone fue hacia la puerta y sacó la pistola. Tendría que matar a la criatura una vez que ésta hubiera acabado con Thorn. El aullido cesó y el animal adoptó el silencio del cazador, aguardando. Boone hizo un gesto de asentimiento a Harkness. El anciano se puso a caballo sobre la caja y lentamente abrió la puerta.

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