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Allanar un edificio constituía una de las habilidades menores pero importantes de cualquier Arlequín. Siendo Maya adolescente, Linden había pasado tres días con ella enseñándole todo lo que sabía sobre cerraduras, tarjetas de seguridad y sistemas de vigilancia. Al final de aquel cursillo informal, el francés la había ayudado a entrar sin ser detectada en la Universidad de Londres. Los dos se pasearon por los desiertos corredores y dejaron una postal en el negro abrigo que cubría los huesos de Jeremy Bentham.

El plano del centro de investigación mostraba un conducto de ventilación subterráneo que conducía a los sótanos del edificio de investigación genética. En distintos lugares del dibujo, el arquitecto había escrito «DIM» en letra pequeña para señalar los puntos donde había detectores infrarrojos de movimiento. Maya tenía su propio método para ocuparse de ellos, pero le preocupaba la posibilidad de que hubieran añadido otras medidas de seguridad en algún momento posterior.

Hollis se detuvo en un centro comercial del oeste de Filadelfia; compraron cuerda de escalar en una tienda de deporte y una pequeña botella de oxígeno líquido en un almacén de suministros sanitarios. Había una tienda de bricolaje cerca y estuvieron casi una hora paseando por entre los vastos pasillos. Maya llenó el carrito de la compra con un martillo y un escoplo, una linterna, una palanqueta, un soplete de gas y un cortafríos. Tenía la sensación de que todo el mundo los miraba, pero Hollis bromeó con la cajera, y los dejaron salir sin hacerles preguntas.

Esa misma tarde, a última hora, llegaron a Purchase, en Nueva York. Se trataba de una próspera comunidad, llena de grandes residencias, colegios privados y sedes de grandes compañías rodeadas de zonas ajardinadas. Maya la consideró una zona perfecta para situar un centro de investigación secreto. La instalación estaría cerca de la ciudad de Nueva York y de los aeropuertos locales, y al mismo tiempo la Tabula podría ocultar fácilmente sus actividades tras un muro de piedra.

Se alojaron en un hotel, y Maya durmió unas cuantas horas con la espada a su lado. Al levantarse, halló a Hollis afeitándose en el baño.

– ¿Estás listo? -le preguntó.

Hollis se puso una camiseta limpia y se recogió el cabello.

– Dame unos minutos -contestó-. Un hombre debe tener buen aspecto antes de lanzarse a la lucha.

A las diez de la noche salieron del hotel, pasaron con la camioneta ante el Old Oaks Country Club y giraron hacia el norte por una carretera local. No les costó localizar el centro de investigación. Había reflectores de sodio instalados sobre el muro y un guardia de seguridad sentado en su garita de la entrada. Hollis controló el retrovisor, pero nadie los seguía. Un par de kilómetros más allá, cogió un desvío y aparcó en un montículo, cerca de un bosquecillo de manzanos. Los frutos habían sido recogidos hacía semanas, y el suelo estaba cubierto de hojas muertas.

Dentro de la camioneta estaba todo en silencio, y Maya comprendió que se había acostumbrado a la música que salía de los altavoces: había sido su apoyo durante todo el camino.

– Va a ser difícil -dijo Hollis-. Estoy seguro de que el centro de seguridad está lleno de guardias.

– No tienes por qué venir.

– Mira, sé que haces esto por Gabriel; pero también tenemos que rescatar a Vicki. -Hollis contempló el cielo nocturno a través de la ventanilla-. Es inteligente, valiente y defiende lo que es justo. Cualquier hombre se consideraría afortunado formando parte de su vida.

– Suena como si desearas ser esa persona.

Hollis se echó a reír.

– Si fuera afortunado no estaría sentado en una vieja camioneta con una Arlequín. Sois vosotros los que tenéis demasiados enemigos.

Se apearon del vehículo y se abrieron camino por la espesura. Maya llevaba su espada y la escopeta de combate. Hollis había cogido el fusil semiautomático y la bolsa de lona llena de herramientas. Cuando salieron del bosque, cerca de la zona norte del muro del centro de investigación, no tardaron en localizar la boca de ventilación que surgía del suelo. La abertura estaba cubierta por una pesada rejilla de hierro.

Hollis rompió dos candados con el cortafríos y levantó la rejilla con la palanqueta. Iluminó el conducto con la linterna, pero el haz de luz no alcanzaba más allá de tres o cuatro metros. Maya notó el contacto del aire caliente.

– Según el plano, este conducto conduce directamente a los sótanos -dijo a Hollis-. No sé si habrá espacio suficiente para moverse, de modo que iré yo primera bajando de cabeza.

– ¿Cómo sabré si estás bien?

– Me harás descender a intervalos de un metro. Si todo va bien, tiraré de la cuerda dos veces para que sigas soltando.

Maya se colocó el arnés de escalar mientras Hollis fijaba una polea en el borde de la rejilla. Cuando todo estuvo a punto, la Arlequín se metió por el conducto de ventilación llevando unas cuantas herramientas bajo la chaqueta. El túnel estaba oscuro, caliente y era justo lo bastante ancho para que cupiera una sola persona. Tuvo la impresión de que la bajaban al fondo de una gruta.

Con doce metros de cuerda desenrollados, Maya llegó a un empalme en forma de «T» donde el túnel se dividía en direcciones opuestas. Cabeza abajo, sacó el martillo y el escoplo y se dispuso a perforar la plancha metálica. Cuando la herramienta golpeó el conducto, el sonido la envolvió. El sudor le caía por la cara a medida que golpeaba con el martillo, una y otra vez. De repente, el cincel perforó el acero y apareció una rendija de luz. Maya acabó de cortar el agujero y dobló la plancha hacia dentro. Dio dos tirones a la cuerda, y Hollis la bajó hasta un túnel subterráneo con suelo de cemento y paredes de ladrillo. Todo él estaba lleno de cañerías, tendidos eléctricos y conductos de ventilación. La única iluminación provenía de una serie de bombillas fluorescentes situadas cada seis metros.

Les llevó diez minutos tirar una segunda cuerda y bajar la bolsa con las herramientas. Cinco minutos después, Hollis estaba a su lado.

– ¿Cómo subiremos? -preguntó.

– En la esquina norte del edificio hay una escalera de emergencia. Hemos de conseguir encontrarla sin hacer saltar las alarmas.

Siguieron el túnel y se detuvieron en la primera puerta que encontraron. Maya sacó un pequeño espejo de maquillaje y lo sostuvo en un ángulo determinado. Al otro lado había una pequeña caja de plástico con una lente difusora curvada.

– Los planos indican que tienen detectores infrarrojos de movimiento. Son dispositivos que captan la energía infrarroja emitida por los objetos, y la alarma se dispara si se alcanza cierto nivel.

– ¿Y para esto hemos traído el oxígeno?

– Exacto.

Maya metió la mano en la bolsa y sacó la bombona. El recipiente parecía un termo con una espita en un extremo. Con cuidado, alargó la mano más allá de la puerta y roció el detector. Cuando el dispositivo quedó cubierto de hielo, siguieron avanzando por el túnel.

Los que habían construido la zona subterránea habían pintado los números de cada sector en las paredes, pero Maya no comprendía su significado. En algunos sectores del túnel se escuchaba un zumbido mecánico que sonaba como el de una turbina de vapor; sin embargo, no se veía rastro de la maquinaria. Tras caminar diez minutos, llegaron a un cruce. Dos corredores partían en direcciones opuestas sin que presentaran indicación alguna del camino correcto. Maya buscó en uno de sus bolsillos y sacó el generador de números aleatorios. Decidió que impar significaría a la derecha y oprimió el botón. Apareció «3.531».

– Vamos por la derecha -le dijo a Hollis.

– ¿Por qué?

– Por nada en particular.

– El túnel de la izquierda parece más ancho. Propongo que vayamos por allí.

Se dirigieron a la izquierda y pasaron diez minutos explorando cuartos de almacenaje vacíos. Al final, llegaron a un callejón sin salida. Cuando dieron media vuelta encontraron los pequeños signos del laúd que Maya había ido grabando en las paredes con su cuchillo.

Hollis parecía molesto.

– Esto no quiere decir que tu maquinita de números tuviera razón. Por favor, Maya, dame un respiro. Ese número no significaba nada.

– Significaba que fuéramos por la derecha.

Entraron en un segundo corredor e inutilizaron el correspondiente detector de movimiento. De repente, Hollis se detuvo y señaló hacia arriba. En el techo había instalada una pequeña caja plateada.

– ¿Eso es un detector de movimiento?

Maya negó con la cabeza.

– No. No hables.

– Sólo dime qué es.

La Arlequín lo cogió del brazo y ambos corrieron por el túnel. Abriendo una puerta de hierro entraron en una sala del tamaño de un campo de fútbol que estaba llena de pilares maestros.

– ¿Qué demonios ocurre? -preguntó Hollis.

– Eso era su sistema de apoyo. Un detector de sonido. Seguramente está conectado a un programa informático llamado Eco. El ordenador filtra los ruidos mecánicos y detecta las voces humanas.

– Entonces, ¿saben que estamos aquí?

Maya abrió el estuche portaespadas.

– El detector debe de haber rastreado nuestras voces hará unos veinte minutos. Vamos. Tenemos que encontrar esas escaleras.

La zona de los cimientos tenía sólo cinco puntos de luz: una bombilla en cada esquina y otra más en el centro. Salieron del rincón y caminaron por entre las grises columnas hacia la luz del centro. El suelo de cemento estaba lleno de polvo y el aire resultaba caliente y enrarecido.

Las luces parpadearon y se apagaron. Durante unos segundos, quedaron sumidos en la más completa oscuridad hasta que Hollis encendió la linterna. Se lo veía tenso y listo para el combate.

Oyeron entonces un ruido de algo que crujía y rozaba, como si alguien abriera trabajosamente una puerta. Se hizo el silencio. Luego, la puerta se cerró con estrépito. Maya sintió un cosquilleo en la punta de los dedos. Puso la mano en el brazo de Hollis para que no se moviera, y los dos escucharon una especie de ladridos que casi parecían risotadas.

Hollis dirigió la linterna entre dos filas de columnas, y vieron que algo se movía en las sombras.

– Segmentados -dijo-. Los han enviado para que acaben con nosotros.

Maya rebuscó en la bolsa y sacó el soplete de gas. Sus dedos se movieron nerviosamente al abrir la espita y aplicar el mechero. Una llama azul surgió con un suave zumbido. Sostuvo el soplete en alto y avanzó unos pasos.

Oscuras formas corrieron entre los pilares. Más risas. Los segmentados estaban cambiando de posición, trazando círculos alrededor de ellos. Maya y Hollis permanecieron espalda contra espalda en el pequeño círculo de luz.

– No se los mata con facilidad -le advirtió Hollis-. Y si les disparas, las heridas les cicatrizan enseguida.

– Habrá que darles en la cabeza.

– Si puedes, hazlo. Siguen atacando hasta que son despedazados.

Maya dio media vuelta y vio una manada de hienas a unos cinco metros de distancia. Había entre ocho y diez segmentados, que se movían deprisa. Pelaje amarillento moteado de negro. Hocicos fuertes y chatos.

Uno de los segmentados dejó escapar un agudo ladrido parecido a una risa. La manada se dividió, corrió entre los pilares y atacó desde lados opuestos. Maya dejó el soplete en el suelo y metió un cartucho en la recámara de la escopeta. Esperó a que los segmentados estuvieran un poco más cerca y entonces disparó al que iba primero. Las postas le acertaron de pleno en el pecho y lo lanzaron hacia atrás, pero los otros siguieron adelante. Hollis disparó su rifle contra el otro grupo.

Maya cargó y disparó hasta vaciar el cargador. Soltó la escopeta, agarró la espada y la apuntó hacia delante como si de una lanza se tratara. Un segmentado saltó por el aire y se ensartó en la hoja. El pesado cuerpo cayó a los pies de Maya que le arrancó desesperadamente la espada para asestar rápidas cuchilladas a los otros dos segmentados que la atacaban. Las bestias aullaron cuando la hoja se abrió paso por sus gruesos pellejos.

La Arlequín se volvió y vio a Hollis corriendo y alejándose de ella, intentando introducir un nuevo cargador en su rifle mientras tres segmentados lo perseguían. Se volvió, dejó la linterna en el suelo y, agarrando el rifle como un bate, golpeó de lleno al primero, arrojándolo a un lado. Las otras dos bestias saltaron sobre él, y Hollis cayó hacia atrás en la oscuridad.

Maya cogió el soplete con la mano izquierda, aferró la espada con la derecha y corrió hacia su compañero mientras éste forcejeaba con sus atacantes. De un tajo cortó la cabeza de un segmentado y al otro le clavó la espada en la barriga. Hollis tenía la chaqueta desgarrada y el rostro cubierto de sangre.

– ¡Levántate! -gritó Maya-. ¡Tienes que levantarte!

Hollis se puso rápidamente en pie y metió otro cargador en el rifle. Un segmentado malherido intentaba alejarse arrastrándose, pero Maya lo decapitó de un tajo. Los brazos le temblaban cuando se incorporó. El segmentado tenía la boca abierta y la Arlequín le vio los dientes.

– Prepárate -avisó Hollis-. Aquí vienen de nuevo. -Alzó el rifle y empezó a murmurar una plegaria Jonesie: «Rezo a Dios con todo mi corazón. Que su Luz me proteja del mal que…».

Un aullido sonó a sus espaldas. Entonces fueron atacados desde tres direcciones distintas. Maya luchó con su espada, lanzando tajos y mandobles a los dientes y garras que se le echaban encima, a las rojas lenguas y los enloquecidos ojos que ardían de odio. Hollis empezó disparando tiro a tiro, pero enseguida cambió a ráfagas. Los segmentados siguieron atacando hasta que el último de ellos se lanzó contra Maya. La Arlequín blandió la espada, presta para abatirlo, pero Hollis se adelantó y descerrajó un tiro en la cabeza de la bestia.

Permanecieron juntos, rodeados de cadáveres. Maya se sentía aturdida, impresionada por la violencia del ataque.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Hollis con voz tensa y fatigada.

Maya se volvió para mirarlo.

– Eso creo. ¿Y tú?

– Uno de ellos me ha desgarrado el hombro, pero creo que todavía soy capaz de mover el brazo. Vamos. Hemos de seguir adelante.

Maya devolvió la espada a su estuche y, llevando la escopeta en la mano, buscó el camino hacia el otro extremo de sala subterránea. Sólo tardaron unos minutos en localizar una puerta de seguridad protegida por sensores electromagnéticos. Un cable iba desde ellos hasta una caja de conexiones que Hollis abrió. Había cables e interruptores por todas partes, pero estaban identificados por colores. Eso lo hizo más fácil.

– Aunque ahora ya saben que estamos dentro del edificio -explicó Maya-, no quiero que se enteren de que hemos llegado a la escalera.

– ¿Qué cable hay que cortar?

– Nunca cortes nada. Eso siempre activa la alarma.

«Nunca evites una decisión difícil -le había dicho su padre en más de una ocasión-. Sólo los idiotas creen que pueden garantizar la respuesta correcta.»

Maya decidió que los cables que había que manipular eran el verde y el rojo que llevaban corriente. Utilizó el soplete para derretirles el aislante y a continuación los empalmó con unas pinzas.

– ¿Funcionará? -preguntó Hollis.

– Quizá no.

– ¿Nos estarán esperando?

– Probablemente.

– Suena prometedor.

Hollis sonrió ligeramente y eso hizo que Maya se sintiera mejor. Él no era como su padre ni como Madre Bendita, pero estaba empezando a pensar al modo Arlequín. Uno tenía que aceptar lo que deparara el destino y a pesar de todo demostrar coraje.

Cuando abrieron la puerta de hierro no ocurrió nada. Se encontraban debajo del todo de una escalera de emergencia con bombillas en cada rellano. Maya subió el primer peldaño y a continuación empezaron a moverse con rapidez.

Tenían que encontrar al Viajero.

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