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Nathan Boone observó a Michael mientras el reactor privado sobrevolaba hacia el este los cuadrados y rectángulos de las tierras de labranza de Iowa. Antes de que salieran del aeropuerto de Long Beach, el joven parecía estar durmiendo; pero en ese momento su rostro se veía flácido y no respondía. Boone pensó que quizá las drogas habían sido demasiado fuertes. Podían haber provocado lesiones cerebrales permanentes.

Dio media vuelta en su butaca de cuero y se encaró con el médico sentado tras él. Al doctor Potterfield se le pagaba como a cualquier otro mercenario; sin embargo, no dejaba de comportarse como si disfrutara de algún privilegio especial. Boone disfrutaba dándole órdenes.

– Compruebe los signos vitales del paciente.

– Lo he hecho hace quince minutos.

– Pues vuelva a hacerlo.

El doctor Potterfield se arrodilló al lado de la camilla, tocó la arteria carótida de Michael y le tomó el pulso. Auscultó su corazón y pulmones, apartó un párpado y le examinó el iris.

– Yo no recomendaría mantenerlo en este estado un día más. Su pulso es firme, pero su respiración se debilita.

Boone miró el reloj.

– ¿Y unas cuatro horas más? Eso será lo que tardaremos en llegar a Nueva York y llevarlo al centro de investigación.

– Cuatro horas no supondrán ninguna diferencia.

– Espero que estará usted allí cuando él se despierte -dijo Boone-, y si hay algún problema estoy seguro de que estará dispuesto a aceptar plenamente la responsabilidad.

Las manos de Potterfield temblaron ligeramente al sacar el termómetro digital de su bolsa e introducir el sensor en el oído de Michael.

– No habrá problemas a largo plazo, pero no espere usted que nada más despertarse sea capaz de escalar montañas. Esto es parecido a recobrarse de una anestesia general. El paciente se encontrará débil y confuso.

Boone se volvió hacia la mesita que había en mitad del avión. Se sentía molesto por tener que marcharse de Los Ángeles. Uno de sus empleados, un joven llamado Dennis Pritchett, había interrogado a los malheridos motoristas que habían perseguido a Gabriel. Resultaba evidente que Maya había reclutado colaboradores y capturado al joven. El equipo de Los Ángeles necesitaba que alguien les dirigiera, pero las instrucciones que había recibido Boone eran claras: el Proyecto Crossover tenía la máxima prioridad. En el momento en que se hiciera con cualquiera de los dos hermanos debía escoltarlo personalmente hasta Nueva York.

Había pasado la mayor parte del vuelo ante el ordenador, tratando de dar con Maya. Todos esos esfuerzos se canalizaban a través del centro de monitorización de internet que la Hermandad tenía instalado en el subsuelo de Londres.

La intimidad se había convertido en una oportuna y conveniente ficción. En una ocasión, Kennard Nash había dado una conferencia sobre el tema a un grupo de empleados de la Fundación Evergreen. La nueva vigilancia electrónica había cambiado la sociedad. Era como si todo el mundo se hubiera mudado a una casa japonesa con las paredes hechas de papel y bambú. Aunque uno podía oír a los demás roncando, hablando o haciendo el amor, se daba por supuesto que no debía prestar atención. Uno fingía que las paredes eran recias y a prueba de ruidos. La gente creía lo mismo cuando pasaba ante una cámara de vigilancia o utilizaba el móvil. En esos momentos, las autoridades utilizaban equipos especiales de rayos X en el aeropuerto de Heathrow que podían ver a través de la ropa de la gente. Resultaba inquietante pensar que uno era observado por distintas organizaciones, que a uno le escuchaban las conversaciones y le vigilaban las compras. Por lo tanto, la mayoría de la gente actuaba como si no fuera así.

Los funcionarios gubernamentales que apoyaban la Hermandad habían proporcionado los códigos de acceso a bases de datos cruciales. La fuente más extensa era el sistema Total Information Awareness puesto en marcha por el gobierno norteamericano tras la aprobación de la ley Patriótica. La base de datos había sido diseñada para procesar y analizar cualquier transacción realizada dentro del país en la que interviniera un ordenador. Cada vez que alguien utilizaba una tarjeta de crédito, buscaba un libro en una biblioteca, enviaba dinero al extranjero o salía de viaje, la información iba a parar a una base de datos centralizada. Unos cuantos progresistas protestaron contra semejante intrusión, y el gobierno puso el programa en manos de la comunidad de inteligencia que le cambió el nombre por el de Terrorism Information Awareness. Las protestas cesaron en cuanto la palabra «Total» fue sustituida por la de «Terrorismo».

En otros países se aprobaban leyes de seguridad y programas similares. Además, había infinidad de compañías privadas que recogían y vendían información personal. Para los casos en que los empleados de la Tabula del centro informático de Londres no podían conseguir los códigos de acceso, disponían de una serie de programas llamados «Fisgón», «Mazo» y «Cortafríos» que les permitían saltarse las barreras de seguridad e introducirse en cualquier base de datos del mundo.

Boone opinaba que las armas más prometedoras contra los enemigos de la Hermandad eran los nuevos programas de inmunología de computación. Los PIC habían sido desarrollados inicialmente para controlar el sistema de correos en Gran Bretaña. Las versiones de la Hermandad eran aún más potentes y trataban internet como si fuera un gigantesco cuerpo humano. Los programas funcionaban como linfocitos electrónicos cuyo blanco eran las ideas peligrosas y la información.

Durante los últimos años, varios programas PIC habían sido introducidos en internet por el equipo informático de la Hermandad. A veces, actuaban de un modo semejante a los linfocitos, aguardando en el ordenador personal de alguien a que apareciera una idea infecciosa. Si hallaban algo sospechoso, se ponían en contacto con el ordenador principal de Londres y esperaban instrucciones.

Los científicos de la Hermandad también experimentaban con programas interactivos que podían castigar a los enemigos de la Hermandad igual que un grupo de glóbulos blancos enfrentándose a una infección. Los programas PIC identificaban a los que mencionaban a los Viajeros o los Arlequines en sus comunicaciones por internet. Una vez hecho, el programa introducía un virus destructor en el ordenador del sujeto. Una pequeña proporción de los virus informáticos más letales había sido creada por los investigadores de la Hermandad o por sus gobiernos aliados. Lo más fácil era echar la culpa a un hacker quinceañero de Polonia.

Maya había sido rastreada utilizando PIC y escaneo de datos convencional. Tres días antes, la Arlequín había entrado en un almacén de recambios para automóvil y matado a varios mercenarios. Cuando escapó de la zona, Maya sólo pudo haber salido a pie, haberse hecho llevar por alguien o recurrido al transporte público. El ordenador central de Londres había repasado los informes de la policía de Los Ángeles relacionados con la presencia de una joven en la zona. Cuando eso no dio resultado, entraron en los ordenadores de las compañías de taxi para averiguar qué pasajeros habían tomado un taxi en las veinticuatro horas posteriores al suceso. Los datos de las direcciones de recogida y destino se contrastaron con la información obtenida por los PIC. De ese modo, el ordenador central se hizo con cientos de nombres y direcciones de personas que podían haber ayudado a los Viajeros o a la Arlequín.

Cinco años atrás, el Grupo de Evaluación Psicológica de la Hermandad se había introducido en los ordenadores de los clubes de compra dirigidos por las tiendas de alimentación norteamericanas. Cada vez que alguien compraba algo o usaba su tarjeta de descuento, las compras quedaban anotadas en una base de datos general. Durante el estudio inicial, los psicólogos de la Hermandad intentaron hallar una correspondencia entre los patrones de consumo de alimentos y alcohol de ciertos individuos y sus inclinaciones políticas. Boone había tenido acceso a parte de los resultados estadísticos, y resultaban fascinantes. Las mujeres que vivían en el norte de California y compraban más de tres clases de mostaza solían ser progresistas en política. Los hombres que compraban en Texas cerveza de importación solían ser conservadores. Con una dirección particular y los datos de un mínimo de doscientos establecimientos de alimentación, el Grupo de Evaluación Psicológica de la Hermandad había podido predecir con exactitud cuál sería la respuesta del sujeto ante un documento de identidad obligatorio.

A Boone le parecía interesante ver qué tipo de sujetos se resistían a la disciplina social y al orden. A veces, la oposición provenía de ecologistas antitecnología que comían alimentos ecológicos y rechazaban los que procedían de la Gran Máquina. Pero los problemas también surgían de grupos de pirados por la alta tecnología que se atiborraban de dulces y rebuscaban en internet cualquier rumor o información acerca de los Viajeros.

Cuando el avión de Boone empezó a sobrevolar Pensilvania, el centro de monitorización ya le había enviado el siguiente mensaje: «Dirección de destino corresponde con residencia de Thomas Camina por la Tierra, sobrino de un Viajero indio liquidado. El PIC ha rastreado comentarios negativos hacia la Hermandad en una web relacionada con la tribu de los crow».

El avión inició un acusado descenso cuando se aproximó al aeropuerto regional cercano al centro de investigación de la Fundación. Boone apretó la tecla «Guardar» de su ordenador y miró a Michael. La Hermandad había localizado al joven y lo había salvado de la Arlequín. A pesar de todo, cabía que se negara a cooperar. A Boone le molestaba que la gente se negara a reconocer la verdad. No había necesidad de preocuparse por la religión o la filosofía. La verdad era determinada por quien tenía el poder.

El avión de la Fundación aterrizó en el aeropuerto del condado de Westchester y se dirigió a un hangar privado. Unos minutos más tarde, Boone bajó por la escalerilla. El cielo estaba encapotado, y en el aire se respiraba el frío del otoño.

Lawrence Takawa esperaba al lado de las ambulancias que transportarían a Michael Corrigan al edificio del centro de investigación. Dio órdenes a un grupo de enfermeros y se dirigió hacia Boone.

– Bienvenido -dijo-. ¿Cómo se encuentra Michael?

– Estará perfectamente. ¿Está todo listo en el centro?

– Estábamos preparados hace dos días, pero hemos tenido que hacer unos ajustes de última hora. El general Nash se puso en contacto con el Grupo de Evaluación Psicológica y éste nos propuso una nueva estrategia para tratar con Michael.

Había una ligera tensión en el tono de Lawrence Takawa, y Boone estudió al joven. Siempre que se encontraba con el ayudante de Nash, éste llevaba algo -una carpeta, un sujetapapeles, unas hojas-, un objeto que proclamaba su autoridad.

– ¿Y hay algún problema con eso? -preguntó Boone.

– La nueva estrategia parece bastante agresiva -contestó Lawrence-. No estoy seguro de que sea necesario.

Boone se volvió hacia el avión. El doctor Potterfield supervisaba a los enfermeros mientras éstos disponían la camilla al pie de la escalerilla.

– Todo ha cambiado ahora que los Arlequines han cogido a Gabriel. Tenemos que asegurarnos de que Michael está de nuestra parte.

Lawrence lanzó un vistazo al sujetapapeles.

– He leído los informes preliminares sobre los dos hermanos. Parece que están muy unidos.

– El amor no es más que otra manipulación -contestó Boone-. Podemos utilizarlo igual que utilizamos el miedo o el odio.

Michael fue colocado en la camilla y llevado por la pista a la ambulancia. El doctor Potterfield seguía a su paciente con aire preocupado.

– ¿Entiende usted nuestro objetivo, Takawa? -insistió Boone.

– Sí, señor.

Boone hizo un rápido gesto con la mano que pareció abarcar el avión, la ambulancia y a los empleados que trabajaban para la Hermandad.

– Éste es nuestro ejército -dijo-. Y Michael Corrigan se ha convertido en nuestra nueva arma.

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