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Victory From Sin Fraser [3] permaneció en medio de la terminal sosteniendo el ramo de rosas. Al igual que la mayoría de miembros de su congregación había conocido a Shepherd durante los ocasionales viajes de éste a Los Ángeles. Con su simpática sonrisa y elegante forma de vestir, el hombre le había parecido tan convencional que a Vicki le había costado creer que se trataba de un Arlequín. En su imaginación, los Arlequines eran exóticos guerreros capaces de caminar por las paredes y de atrapar balas con los dientes. Siempre que era testigo de algún comportamiento cruel pensaba en un Arlequín entrando por la ventana o saltando desde algún tejado para impartir justicia de inmediato.

Vicki se apartó del mostrador y vio a una joven que se le acercaba. Cargaba con una bolsa de viaje, un cilindro metálico colgado del hombro y una cámara de vídeo con su correspondiente trípode. Llevaba gafas de sol y el cabello castaño muy corto. A pesar de que su cuerpo era delgado, tenía un rostro abotargado y poco atractivo. Cuando la tuvo cerca, Vicki percibió en ella una actitud feroz y peligrosa, una fuerza apenas controlada.

La mujer se detuvo ante Vicki y la examinó con la mirada.

– ¿Me estaba buscando? -preguntó con un ligero acento inglés.

– Me llamo Vicki Fraser. Estoy esperando a alguien que conoce a un amigo de nuestra congregación.

– Ése debe de ser el señor Shepherd.

Vicki asintió.

– Me dijo que me ocupara de usted hasta que él encuentre un lugar de reunión suficientemente seguro. En estos momentos hay gente vigilándolo.

– De acuerdo. Vayámonos de aquí.

Salieron de la terminal internacional entre la multitud y cruzaron una estrecha calle hasta la estructura de cuatro plantas del aparcamiento. Maya se negó a que Vicki le llevara el equipaje. No dejaba de mirar por encima del hombro, como si esperara que la siguieran. Mientras subían por la escalera de cemento, agarró a Vicki del brazo y la obligó a volverse.

– ¿Adónde vamos?

– Esto… Yo… he aparcado en la segunda planta.

– Baje conmigo.

Volvieron a la planta baja. Una familia de hispanos parloteando en español pasó por su lado camino de la escalera. La Arlequín se volvió, mirando en todas direcciones. Nada.

Subieron nuevamente, y Vicki se encaminó hacia un Chevrolet sedán con una pegatina en la ventanilla donde se leía: «Entérate de la Verdad. ¡Isaac T. Jones murió por ti!».

– ¿Dónde está mi escopeta?

– ¿Qué escopeta?

– Se supone que usted ha de proveerme de armas, dinero y documentación norteamericana. Ése es el procedimiento habitual.

– Lo siento, señorita…, señorita Arlequín. Shepherd no me dijo nada de eso. Simplemente me pidió que llevara algo en forma de diamante y que me reuniera con usted en la terminal. Mi madre no quería que yo lo hiciera, pero he venido a pesar de todo.

– Abra el maletero, o como sea que lo llame.

Vicki sacó torpemente las llaves y lo abrió. Estaba lleno de latas de aluminio y botellas de plástico que se disponía a dejar en un centro de reciclaje. Se avergonzó de que la Arlequín las viera.

La desconocida dejó la cámara y el trípode en el maletero. Miró a su alrededor. Nadie las observaba. Sin mediar palabra, abrió los escondites del trípode y sacó dos cuchillos y una espada. Todo aquello parecía demasiado rudo. Vicki recordó que los imaginarios Arlequines de sus sueños llevaban espadas de oro y saltaban por el aire con cuerdas. El arma que tenía ante los ojos era una espada de verdad y parecía muy afilada. Sin saber qué decir, recitó un pasaje de las Cartas escogidas de Isaac T. Jones:

– «Cuando llegue el mensajero final, el Maligno caerá en el Más Oscuro de los Dominios y las espadas serán transformadas en Luz.»

– Suena precioso. -La Arlequín deslizó la espada en el cilindro metálico-. Pero hasta que llegue ese momento, mantendré la mía bien afilada.

Se subieron en el coche, y la Arlequín ajustó el retrovisor para poder ver si alguien las seguía.

– Vámonos de aquí -dijo-. Necesitamos ir a alguna parte donde no haya cámaras de vigilancia.

Salieron del edificio de aparcamiento, se unieron al tráfico que rodeaba el aeropuerto y giraron por Sepulveda Boulevard. Era noviembre, pero el aire resultaba cálido, y los rayos del sol se reflejaban en cada vidrio y cristal. Conducían por un barrio comercial de edificios de dos o tres plantas, con modernas oficinas situadas frente a tiendas de comestibles extranjeras y salones de belleza y manicura. Por la acera no se veía a casi nadie; sólo a pobres, viejos y algún tipo de pelo pringoso con aspecto de san Juan Bautista.

– Hay un aparcamiento a unos pocos kilómetros de aquí donde no hay cámaras de vigilancia -comentó Vicki.

– ¿Está segura o no es más que una suposición? -La Arlequín no dejaba de mirar por el retrovisor.

– Es una suposición, pero lógica -contestó Vicki.

Su respuesta pareció divertir a la joven.

– De acuerdo. Veamos si la lógica funciona algo mejor en Estados Unidos.

El aparcamiento era una estrecha franja de terreno enfrente de la Loyola University. Estaba desierto, y no parecía haber vigilancia alguna. La Arlequín examinó el terreno cuidadosamente y después se quitó las gafas, las lentes de contacto coloreadas y la peluca castaña. El verdadero cabello de la joven era negro y espeso; y sus ojos, muy claros, con apenas un resto de color azul. Su aspecto abotargado se debía a algún tipo de producto. A medida que el efecto se disipaba, parecía mucho más fuerte e incluso más agresiva.

Vicki intentó no mirar el tubo portaespadas.

– ¿Tiene usted hambre, señorita Arlequín?

La joven metió la peluca en la bolsa de viaje. Nuevamente miró por el retrovisor.

– Me llamo Maya.

– El nombre que me pusieron en la congregación es Victory From Sin Fraser, pero suelo pedir a la gente que me llame simplemente Vicki.

– Es una sabia decisión.

– ¿Tienes hambre, Maya?

En lugar de contestarle, Maya metió la mano en el bolso que llevaba al hombro y sacó un pequeño artefacto electrónico del tamaño de una caja de cerillas. Apretó un botón y una serie de números brillaron en la estrecha pantalla. Vicki no comprendió lo que significaban, pero la Arlequín los utilizó para tomar una decisión.

– De acuerdo, vayamos a comer -dijo Maya-. Llévame a un sitio donde podamos comprar algo y tomárnoslo en el coche.

Fueron a un puesto de comida mexicana llamado Tito's Tacos. Vicki llevó unas gaseosas y unos burritos al coche. Maya permaneció en silencio y se dedicó a pinchar el relleno de carne con el tenedor de plástico. Sin saber qué más hacer, se puso a mirar a la gente que entraba y salía del aparcamiento: una mujer de constitución maciza y con las facciones indias de una campesina guatemalteca, un matrimonio filipino de mediana edad, dos jóvenes asiáticos -seguramente coreanos- con ropa llamativa y cargados con la bisutería típica de los raperos negros.

Vicki se volvió hacia la Arlequín y trató de aparentar confianza.

– ¿Puedes decirme por qué estás en Los Ángeles?

– No.

– ¿Tiene algo que ver con un Viajero? El reverendo de mi congregación dice que los Viajeros ya no existen, que los han perseguido y han acabado con todos.

Maya bajó el vaso de gaseosa.

– ¿Por qué no quería tu madre que vinieras a buscarme?

– La Divina Congregación de Isaac T. Jones no cree en la violencia. Todos en nuestra comunidad saben que los Arlequines… -Vicki calló y pareció avergonzada.

– ¿Matan gente?

– Estoy segura de que la gente contra la que luchas es perversa y cruel. -Vicki dejó la comida en la bolsa de papel y miró a Maya a los ojos-. A diferencia de mi madre y amigos, yo creo en la Deuda No Pagada. Nunca debemos olvidar que León del Templo fue la única persona con el valor suficiente para defender al Profeta la noche de su martirio. Murió con el Profeta y fue quemado en su misma hoguera.

Maya agitó el hielo de su vaso.

– ¿Y a qué te dedicas cuando no recoges desconocidos en el aeropuerto?

– Acabé el instituto el verano pasado, y mi madre quiere que me presente a las pruebas para el Servicio de Correos. Muchos de los creyentes, aquí en Los Ángeles, son carteros. Es un buen trabajo con muchas ventajas. Al menos eso es lo que se dice.

– Y tú, ¿qué quieres hacer?

– Sería estupendo viajar por todo el mundo. Hay tantos lugares que sólo he visto en fotos o por la televisión…

– Pues hazlo.

– No tengo dinero ni billetes de avión, como tú. Nunca he ido a un buen restaurante o a un night club. Los Arlequines son la gente más libre del mundo.

Maya meneó la cabeza.

– No te gustaría ser una Arlequín. Si yo fuera libre de verdad no estaría en esta ciudad.

El móvil de Vicki empezó a sonar con la melodía de Oda a la alegría de Beethoven. La joven vaciló. Luego, conectó el teléfono y oyó la alegre voz de Shepherd.

– ¿Recogiste el paquete en el aeropuerto?

– Sí, señor.

– Pásamela.

Vicki entregó el teléfono a Maya y oyó a la Arlequín decir «sí» tres veces. Después, ésta colgó y dejó el móvil en el asiento del coche.

– Shepherd tiene mis armas y documentación. Se supone que has de ir al cuatrocientos ochenta y nueve de Southwest, sea eso lo que sea.

– Se trata de un código. Shepherd me dijo que tuviera cuidado cuando hablara por el móvil.

Vicki cogió un listín telefónico de Los Ángeles del asiento de atrás y buscó la página 489. En la esquina inferior izquierda, la parte sudoeste de la página, encontró un anuncio de un negocio llamado Resurrection Auto Parts. La dirección era Marina del Rey, a unos kilómetros de la costa. Salieron del aparcamiento y se dirigieron hacia el oeste por Washington Boulevard. Maya miraba por la ventana como si intentara localizar hitos que pudiera memorizar.

– ¿Dónde se encuentra el centro de Los Ángeles?

– Pues supongo que donde su nombre indica, aunque más que un centro lo que hay son pequeñas comunidades.

La Arlequín se metió la mano debajo de una manga y se ajustó uno de los cuchillos.

– A veces mi padre me recitaba un poema de Yeats mientras paseábamos por Londres. -Dudó un instante y prosiguió en voz baja-: «Dando vueltas y vueltas en amplias espirales, el halcón no puede oír al halconero; las cosas se desmoronan, el centro no resiste…».

Pasaron ante centros comerciales, gasolineras y zonas residenciales. Algunos barrios eran pobres y cochambrosos, con pequeñas viviendas de estilo español o ranchero con los tejados cubiertos de gravilla. Enfrente de cada casa había un espacio de césped y algún árbol, normalmente una palmera o un olmo chino.

Resurrection Auto Parts se hallaba en una estrecha calle lateral, entre una fábrica de camisetas y un salón de bronceado. En la fachada del edificio sin ventanas alguien había pintado una reproducción de la mano de Dios de la Capilla Sixtina. Sin embargo, en lugar de entregar la vida a Adán, la mano le tendía un tubo de escape.

Vicki aparcó enfrente.

– Puedo esperarte aquí. No me importa.

– No hace falta.

Salieron del coche y descargaron el equipaje. Vicki esperaba que Maya dijera «adiós» o «hasta otra», pero la Arlequín ya se había concentrado en el nuevo entorno. Miró a un lado y a otro de la calle, examinando cada avenida y vehículo aparcado. A continuación, recogió sus cosas y echó a andar.

– ¿Eso es todo?

Maya se detuvo y miró por encima del hombro.

– ¿A qué te refieres?

– ¿No vamos a volvernos a ver?

– Claro que no. Tú has hecho tu trabajo, Vicki. Será mejor que no hables de esto con nadie.

Llevando el equipaje en la mano izquierda, Maya cruzó la calle hacia Resurrection Auto Parts. Vicki intentó no sentirse insultada, pero por su mente cruzaron pensamientos de enfado. De pequeña había oído historias acerca de los Arlequines, sobre el valor con el que defendían a los justos. En esos momentos ya había conocido a dos. Shepherd era una persona como las demás, y aquella joven le parecía ruda y egoísta.

Era hora de que volviera a casa y preparara la cena a su madre. La congregación oficiaba unos rezos a las siete. Vicki regresó al coche y enfiló hacia Washington Boulevard. Cuando se detuvo en el semáforo pensó en Maya cruzando la calle con el equipaje en la mano izquierda. Eso le dejaba la derecha libre. Sí. Libre para desenfundar su espada y matar a alguien.

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