Capítulo 8

– ¿Qué tal se ve? -preguntó Leo Richter por el auricular del teléfono mientras tecleaba unos números. Estaba sentado en el coche, delante de un cajero automático de Beverly Hills. En una furgoneta aparcada al otro lado de la calle, Tony Wallace, dependiente canallesco de una boutique hasta hacía poco, examinaba las imágenes de vídeo que recibía en una pantalla.

– Genial. Tengo un primer plano de tus dedos introduciendo el PIN. Y un buen plano de la parte delantera de la tarjeta. Ampliando la imagen congelada, leo toda la información.

La noche anterior habían cambiado la caja metálica que contenía folletos de banco y que estaba atornillada al lateral del cajero automático por una caja fabricada por Tony. Antes, éste había robado una caja de otra máquina y construido una réplica exacta en el garaje de la casa de alquiler en la que Annabelle los tenía alojados. En el interior de la caja de folletos falsa, Tony había colocado una videocámara con batería inalámbrica que enfocaba el teclado y la ranura para tarjetas del cajero automático. La cámara enviaba la imagen hasta los doscientos metros, mucho más allá de donde se hallaba la furgoneta.

Era una réplica tan perfecta que ni siquiera Annabelle fue capaz de encontrarle un fallo. Este dispositivo captaba todos los números de las tarjetas, incluido el código de verificación insertado en la banda magnética, y los enviaba sin cables a un receptor de la furgoneta.

Annabelle estaba sentada junto a Tony. Al otro lado se encontraba Freddy Driscoll, que se había dedicado a vender Gucci y Rolex falsos en el muelle de Santa Mónica hasta toparse con Annabelle y Leo. Freddy se encargaba de otra cámara de vídeo enfocada hacia el exterior de las ventanillas tintadas de la furgoneta.

– Tengo una imagen clara de los coches que pasan y de las matrículas -informó.

– Vale, Leo -dijo Annabelle por el auricular-. Sal de ahí y deja que circule el dinero de verdad.

– ¿Sabes qué? -dijo Tony-. En realidad, no necesitamos la cámara en el cajero, porque tenemos el lector de tarjetas. No hace falta.

– A veces falla la transmisión del lector -dijo Annabelle, observando la pantalla de televisión que tenía delante-. Y, si perdemos un número, la tarjeta no nos sirve. Además, la cámara nos proporciona información que el lector no da. Sólo vamos a hacerlo una vez, así que hay que evitar cualquier posible error.

Se pasaron los dos días siguientes en la furgoneta, mientras la cámara del cajero automático y el lector capturaban la información de las tarjetas de crédito y de débito. Annabelle fue emparejando metódicamente esta información con los coches y las matrículas que pasaban por el carril del cajero automático, cargándolo todo en una hoja de cálculo en un portátil. Annabelle también establecía prioridades:

– Los Bugatti Veyron, Saleen, Pagani, Koenigsegg, Maybach, Porsche Carrera GT y Mercedes SLR McLaren tienen cinco estrellas. El Bugatti cuesta un millón y cuarto de dólares y los demás cuestan entre cuatrocientos mil y setecientos mil dólares. Los Rolls-Royce, Bentley y Aston Martin tienen cuatro estrellas. Los Jaguar, BMW y Mercedes normales tienen tres estrellas.

– ¿Qué me dices de los Saturn, Kia y Yugo? -preguntó Leo en broma.

Al término de los dos días se reunieron en la casa alquilada.

– Preferimos la calidad a la cantidad -afirmó Annabelle-. Treinta tarjetas. Es todo lo que necesitamos.

Leo repasó la hoja de cálculo:

– Perfecto, porque tenemos veintiún cinco estrellas y nueve cuatro estrellas, todos ellos emparejados con sus respectivos números de tarjeta.

– Los Ángeles es el único sitio en el que se ven pasar dos Bugatti Veyron por el mismo cajero -comentó Tony-. Mil caballos de potencia, velocidad máxima de cuatrocientos kilómetros por hora y gasolina que cuesta una fortuna. ¿De dónde saca la gente tanto dinero?

– Del mismo sitio que nosotros. Se lo roban a otros -respondió Leo-. Sólo que, por algún motivo, la ley determina que lo que ellos hacen es legal.

– Me enfrenté a la ley y la ley ganó -canturreó Tony. Miró a Annabelle y a Leo-. ¿Habéis estado en la cárcel alguna vez?

Leo empezó a barajar unos naipes.

– Es un tío realmente gracioso, ¿verdad?

– Oye, ¿cómo es que también has anotado las matrículas? -inquirió Tony.

– Nunca se sabe cuándo pueden resultar útiles -respondió vagamente Annabelle.

Miró a Freddy, que revisaba el material expuesto en una mesa grande de la sala contigua. Había una pila de tarjetas de crédito en blanco y una impresora de tinta térmica.

– ¿Tienes todo lo que necesitas? -preguntó ella.

El asintió y observó las herramientas satisfecho mientras se pasaba la mano por el pelo algodonoso.

– Annabelle, diriges una operación de primera clase -dijo.

Al cabo de tres días, Freddy había fabricado treinta tarjetas falsas, dotadas de los gráficos de color correspondientes y una banda magnética con el código de verificación del banco, además de grabado el nombre de la víctima y su número de cuenta en el anverso. El toque final había sido el holograma, una medida de seguridad que los bancos utilizaban desde principios de los años ochenta. La única diferencia era que los hologramas de verdad estaban incrustados en la tarjeta, mientras que el falso estaba adherido a la superficie; algo que un cajero automático no distinguía.

– En Internet se pueden comprar todos los números de tarjeta de crédito que quieras -comentó Tony-. Es lo que hacen los profesionales.

– Y yo te garantizo que ninguna de esas tarjetas «rápidas» pertenece al propietario de un Bugatti -replicó Annabelle-. Salvo por pura casualidad.

Leo dejó de barajar las cartas y encendió un pitillo.

– Probablemente te lo dijera un profesional, chico, para que no empezaras a hacerlo de forma inteligente y compitieras con él. El buen estafador intenta disuadir a sus posibles competidores.

– ¡Joder, qué estúpido he sido! -exclamó Tony.

– La verdad es que sí-convino Annabelle-. Bueno, el plan es el siguiente -se sentó en el brazo de una silla-: he alquilado coches para todos nosotros con identidades falsas. Vosotros tres cogéis ocho tarjetas cada uno, y yo cogeré seis; lo cual suma un total de treinta. Por separado, iréis a cuarenta cajeros automáticos del área metropolitana y realizaréis dos transacciones en cada una de ellas. Alternaréis las tarjetas en cada cajero, de forma que al final habréis accedido diez veces a cada cuenta.

– Tengo una lista con todos los cajeros automáticos. Y he marcado el recorrido para cada uno de vosotros. En todos se puede entrar non el coche, y están muy cerca los unos de los otros. Nos disfrazaremos para las cámaras de los cajeros; tengo ropa y accesorios para todos.

– Pero sólo se puede sacar una cantidad limitada de dinero al día -apuntó Freddy-. Para protegerse de las tarjetas robadas.

– Teniendo en cuenta las víctimas que nos hemos buscado, seguro que tendrán límites de reintegro generosos. A la gente que lleva coches de setecientos mil dólares no le gusta tener un límite de trescientos dólares en la tarjeta. Según mis contactos en el mundo de la banca, el límite inicial suele ser de dos mil quinientos dólares. Pero, aparte de eso, las tarjetas falsas nos dan acceso a todas las cuentas de la víctima, las de ahorro y las corrientes. Si pasamos dinero de la cuenta de ahorro a la cuenta corriente para cubrir con creces la cantidad que retiramos, entonces la máquina lo contabilizará como un extra y anulará el límite de extracción de la tarjeta, sea cual sea.

– O sea que si traspasamos, por ejemplo, cinco mil de la cuenta de ahorro a la cuenta corriente y retiramos cuatro mil, ni siquiera contará como reintegro neto de la cuenta corriente -añadió Leo.

– Eso es.

– ¿Estás seguro? -preguntó Tony.

– El mes pasado hice un ensayo con diez de los bancos más importantes, y funcionó todas las veces. Se trata de un pequeño fallo de software en el que todavía no se han centrado. Hasta que se den cuenta, podemos hacer nuestro agosto.

Leo sonrió y se puso otra vez a barajar las cartas:

– Después de este golpe, seguro que se centran en el tema.

– ¿Por qué no hacemos ocho transacciones en cada cajero, una para cada tarjeta? -. Así no tendríamos que ir a tantos bancos.

– Porque resultaría un poco sospechoso introducir ocho tarjetas en el cajero mientras hay gente esperando -respondió Annabelle, en tono impaciente-. Con dos tarjetas, da la impresión de que ha habido un fallo y de que vuelves a introducir la misma tarjeta.

– Ah, el joven delincuente, tan descontrolado e ignorante -musitó Leo.

Annabelle les pasó unas libretas de tres anillas a todos ellos.

– Aquí tenéis los PIN de cada tarjeta y las cantidades exactas que traspasaréis en cada cajero a la cuenta corriente para luego retirarlas. Cuando acabemos, quemaremos las libretas. -Se levantó, se acercó a un armario y les lanzó unos talegos-. Aquí tenéis vuestros disfraces, y utilizad los talegos para llevar el dinero. -Volvió a sentarse-. Os he adjudicado diez minutos en cada banco. Estaremos en contacto permanente. Si veis algo raro en algún cajero, pasad de largo e id al siguiente.

Freddy observó las cantidades especificadas en su libreta.

– Pero ¿y si no tienen saldo suficiente para cubrir la transferencia? Me refiero a que, a veces, incluso los ricos se quedan sin fondos.

– Tienen el dinero. Ya lo he comprobado -aseguró Annabelle.

– ¿Cómo? -preguntó Tony.

– He llamado a su banco, he dicho que era vendedora y he preguntado si había saldo suficiente en la cuenta de ahorro para pagar una factura de cincuenta mil dólares que me debían.

– ¿Y te lo han dicho así como así? -preguntó Tony.

– Siempre te lo dicen, chico -respondió Leo-. Sólo hay que saber cómo preguntar.

– Y durante estos dos días he visitado la casa de todas las víctimas -añadió Annabelle-. A primera vista, todas me han parecido costar, por los menos, cinco millones. En una de las mansiones había dos Saleen. Los dólares estarán en la cuenta.

– ¿Has visitado las casas? -preguntó Tony.

– Como te ha dicho la señora, las matrículas resultan muy útiles -comentó Leo.

– El botín total será de novecientos mil dólares, una media de treinta mil por tarjeta -prosiguió Annabelle-. Los bancos en los que vamos a operar sacan los extractos de las cuentas de los cajeros automáticos en ciclos de doce horas. Acabaremos mucho antes de que eso ocurra. -Miró a Tony-. Y, por si a alguien le entra la tentación de largarse con la pasta, en la próxima estafa vamos a conseguir el doble que en ésta.

– Oye -dijo Tony en tono ofendido mientras se pasaba la mano por el pelo bien peinado-, esto es divertido.

– Sólo es divertido si no te pillan -puntualizó Annabelle.

– ¿Te han pillado alguna vez? -volvió a preguntar Tony.

A modo de respuesta, Annabelle le dijo:

– ¿Por qué no te lees lo que pone en tu libreta? Así no cometerás ningún error.

– Sólo hay que operar en el cajero automático. No tendré ningún problema.

– No era una sugerencia -le dijo ella fríamente, antes de abandonar la estancia.

– Ya la has oído, chico -dijo Leo, sin esforzarse demasiado por reprimir una sonrisa.

Tony farfulló algo entre dientes y salió enfadado de la sala.

– Nos oculta algo, ¿verdad? -comentó Freddy.

– ¿Te gustaría trabajar con un estafador que no lo hiciera? -replicó Leo.

– ¿Quién es?

– Annabelle -respondió Leo.

– Eso ya lo sé, pero ¿cuál es su apellido? Me sorprende que no se haya cruzado en mi camino con anterioridad. El mundo de la estafa de altos vuelos es bastante pequeño.

– Si hubiera querido que lo supieras, te lo habría dicho ella misma.

– Venga ya, Leo -dijo Freddy-. Tú lo sabes todo de nosotros. Y no soy ningún novato. Además, no saldrá de aquí.

Leo se lo pensó, antes de decir en voz baja:

– Bueno, tienes que jurarme que te llevarás el secreto a la tumba. Y, si le cuentas que te lo he dicho, lo negaré y luego te mataré. Lo digo en serio. -Se calló mientras Freddy se lo juraba-. Se llama Annabelle Conroy -dijo Leo.

– ¿Paddy Conroy? -dijo Freddy enseguida-. De él sí que he oído hablar. Supongo que son parientes.

Leo asintió y siguió hablando sin levantar la voz:

– Es su hija. Un secreto bien guardado. La mayoría de la gente ni siquiera sabe que Paddy tuvo una hija. A veces, hacía pasar a Annabelle por su esposa. Algo raro, pero Paddy era así.

– Nunca tuve el placer de trabajar con él -añadió Freddy.

– Sí, bueno, yo tuve el placer de trabajar con el gran Paddy Conroy. Fue uno de los mejores estafadores de su generación. Y también un cabrón de armas tomar. -Leo miró en la dirección en que Annabelle y Tony se habían marchado y bajó aún más el tono de voz-. ¿Has visto la cicatriz que tiene bajo el ojo derecho? Se la hizo su viejo. Se llevó eso por echar a perder una reclamación fraudulenta cuando estafaban a los casinos de Las Vegas en la ruleta. Annabelle sólo tenía quince años, pero aparentaba veintiuno. El viejo tuvo que pagar tres mil dólares y ella se llevó una buena paliza. Y no fue la única vez, créeme.

– Joder -dijo Freddy-. ¿Su propia hija?

Leo asintió.

– Annabelle nunca habla de ello. Me enteré por otras fuentes.

– ¿O sea que por aquel entonces trabajabas con ellos?

– Oh, sí, Paddy y su mujer, Tammy. En aquellos tiempos daban buenos golpes. Paddy me enseñó el trile. Lo que pasa es que Annabelle es mejor estafadora de lo que su padre jamás llegó a ser.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Freddy.

– Por una cualidad que Paddy nunca tuvo. Justicia. La heredó de su madre. Tammy Conroy era una mujer honrada, al menos para ser estafadora.

– ¿Justicia? Curiosa cualidad para gente como nosotros -comentó Freddy.

– Paddy siempre dirigió a sus equipos con temor. Su hija los dirige con preparación y capacidad. Y nunca nos timaría. Paddy se largó no sé cuántas veces de la ciudad con todo el botín. Por eso acabó trabajando solo. Nadie quería trabajar con él. Dicen que incluso Tammy acabó dejándolo.

Freddy guardó silencio unos instantes, mientras parecía asimilar toda la información.

– ¿Sabes algo del gran golpe?

Leo meneó la cabeza.

– Eso es cosa suya. Yo, de momento, a lo mío.

Mientras Freddy y Leo se dirigían a la cocina para tomarse un café, Tony miró hacia la otra puerta. Había dejado la libreta en la habitación y había vuelto a tiempo de escuchar toda la conversación. Sonrió. A Tony le encantaba saber cosas que los demás pensaban que ignoraba.

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