Caleb se levantó y saludó al hombre que acababa de entrar en la sala de lectura.
– ¿En qué puedo ayudarlo?
Roger Seagraves le mostró a Caleb el carné de la biblioteca, que cualquiera podía obtener en el edificio Madison, al otro lado de la calle, enseñando el pasaporte o el permiso de conducir, falsos o no. El nombre que figuraba en el carné era William Foxworth y la fotografía coincidía con el hombre que tenía delante. En la base de datos de la biblioteca figuraba la misma información.
Seagraves miró las mesas donde había gente sentada.
– Busco un libro en concreto. -Seagraves le dijo el título.
– Bien. ¿Le interesa esa época en particular?
– Me interesan muchas cosas -respondió Seagraves-, y ésta es una de ellas. -Observó a Caleb unos instantes como si pensara qué quería decir. De hecho, había planeado el guión con gran esmero y había estudiado a fondo a Caleb Shaw-. También soy coleccionista, aunque me temo que bastante novato. Acabo de comprar varios volúmenes de literatura inglesa y me gustaría que alguien los valorase. Supongo que tendría que haberlo hecho antes de comprarlos, pero, como le he dicho, acabo de comenzar la colección. Hace poco conseguí un poco de dinero, y mi madre trabajó en una biblioteca durante muchos años. Los libros siempre me han interesado, pero me he dado cuenta de que coleccionarlos en serio es otro cantar.
– Sin duda. Y puede ser bastante implacable -dijo Caleb, tras lo cual se apresuró a añadir-: Sin perder la dignidad, por supuesto. Resulta que una de mis áreas de especialización es la literatura inglesa del siglo XVIII.
– Vaya, magnífico -replicó Seagraves-. Estoy de suerte.
– ¿De qué libros estamos hablando, señor Foxworth?
– Por favor, llámame Bill. Una primera edición de un Defoe.
– ¿Robinson Crusoe? ¿Moll Flanders?
– Molí Flanders -respondió Seagraves.
– Excelente. ¿Qué más?
– The Life of Richard Nash, de Goldsmith. Y uno de Horace Walpole.
– ¿El castillo de Otranto, de 1765?
– Ese mismo, y está en buen estado.
– No hay muchos ejemplares de esos libros. Se los valoraré con mucho gusto. Como sabrá, existen muchas ediciones distintas. Hay quien compra los libros creyendo que son primeras ediciones, pero resulta que no lo son. Pasa incluso con los mejores vendedores. -Se apresuró a añadir-: Sin darse cuenta, por supuesto.
– Los podría traer la próxima vez que venga.
– No creo que sea buena idea, Bill, porque le costaría pasarlos por seguridad, salvo que se haya planificado con antelación. Podrían pensar que nos ha robado los libros y supongo que no querrá que le detengan.
Seagraves palideció.
– ¡Ah, claro!, no se me había ocurrido. ¡Por Dios, la policía! En mi vida me han puesto una multa, ni siquiera de aparcamiento.
– Tranquilo, no pasa nada -le dijo Caleb pomposamente-. El mundo de los libros raros es muy, ¿cómo decirlo?, sofisticado, con cierto toque de peligro. Pero, si de verdad quiere coleccionar obras del siglo XVIII, tendrá que incluir a varios autores. Los más obvios son Jonathan Swift y Alexander Pope; se los considera los genios de la primera mitad del siglo. Tom Jones, de Henry Fielding, por supuesto, David Hume, Tobias Smollett, Edgard Gibbon, Fanny Burney, Ann Radcliffe y Edmund Burke. No es un pasatiempo barato.
– Empiezo a darme cuenta de ello -repuso Seagraves, con aire sombrío.
– No es como coleccionar tapones de botella, ¿eh? -Caleb se rio de su propia broma-. Oh, y por supuesto, no puede olvidar al monstruo de esa época, el genio de la segunda mitad del siglo, Samuel Johnson. No es una lista completa ni por asomo, pero no está mal para empezar.
– Está claro que conoce bien la literatura del siglo XVIII.
– Debería, porque soy doctor en la materia. En cuanto a lo de evaluar los libros, podemos reunimos donde quiera. Avíseme. -Rebuscó en el bolsillo y entregó a Seagraves una tarjeta con el número de la oficina. Le dio una palmadita entusiasta en la espalda-. Y ahora iré a buscarle el libro.
Cuando Caleb le trajo el volumen, le dijo:
– Pues bien, disfrute.
Seagraves miró a Caleb y sonrió.
– Oh, eso haré, señor Shaw, eso haré.
Reuben había quedado con Caleb para ir a casa de DeHaven cuando éste saliera del trabajo. Se pasaron dos horas buscando. En el escritorio encontraron recibos y contratos de compraventa de todos los demás libros, pero no dieron con nada que demostrase que el Libro de los Salmos fuera propiedad del difunto bibliotecario.
Caleb bajó a la cámara. Necesitaba comprobar si aquel ejemplar llevaba el código secreto de la biblioteca; así sabría si Jonathan lo había robado o no. Sin embargo, Caleb no hizo ademán de entrar en la cámara. ¿Y si el código estaba en el libro? No se atrevía a enfrentarse a esa posibilidad, así que hizo lo que mejor se le daba cuando se sentía presionado: salir corriendo. El libro podría esperar, se dijo.
– No lo entiendo -le dijo Caleb a Reuben-. Jonathan era un hombre honrado.
Reuben se encogió de hombros.
– Sí, pero la gente se toma muy en serio lo de coleccionar. Un libro así lo podría llevar a hacer algo turbio, y eso explicaría por qué lo mantenía en secreto.
– Pero al final se sabría -repuso Caleb-. Algún día moriría.
– Está claro que no esperaba morir de repente. Quizá tenía otros planes para el libro y no llegó a ponerlos en práctica.
– Pero ¿cómo subasto yo un libro que carece de documentación sobre su propiedad?
– Caleb, sé que era tu amigo y eso; sin embargo, creo que la verdad se sabrá tarde o temprano -le dijo Reuben con calma.
– Se armará un escándalo.
– No podrás evitarlo, pero asegúrate de que no te afecte.
– Supongo que tienes razón, Reuben. Gracias por ayudarme, ¿levas a quedar?
Reuben consultó la hora.
– Todavía es temprano. Creo que me iré contigo y volveré más tarde. Al menos he dormido un poco esta tarde.
Los dos hombres se marcharon. Tres horas después, poco antes de las once, Reuben entró de nuevo en la casa por la puerta de atrás. Se preparó un tentempié en la cocina y subió. Aparte de la «habitación del amor» de Cornelius Behan, desde el desván también se veía Good Fellow Street desde otra ventana de media luna. Reuben observaba la casa de Behan por el telescopio y luego la casa de enfrente con unos prismáticos que había traído.
Un coche aparcó junto a la casa de Behan hacia la una de la madrugada, y Reuben vio salir del Cadillac verde oscuro a Behan, una joven ataviada con un largo abrigo de piel negro y un par de guardaespaldas. La mujer de Behan no debía de estar en la ciudad, pensó Reuben mientras se colocaba junto a la ventana con vistas a la casa de Behan.
No tuvo que esperar mucho. Se encendieron las luces del dormitorio y entraron el contratista de Defensa y la jovencita de turno.
Behan se sentó en una silla, dio una palmada y la joven se puso manos a la obra de inmediato. Botón a botón, se quitó el abrigo de piel. Al abrirlo, y aunque se imaginaba lo que vería, Reuben se quedó boquiabierto mientras observaba el espectáculo por el telescopio: medias de rejilla hasta el muslo, sujetador sensual y unas bragas tan minúsculas que casi no se veían. Dejó escapar un largo suspiro de alivio.
Al cabo de unos instantes, Reuben percibió un destello rojo por la ventana que daba a la calle. Alzó la vista. Pensó que serían las luces de freno de un coche, se encogió de hombros y volvió a mirar por el telescopio.
La joven había dejado caer el sujetador al suelo, se había sentado en una silla y se estaba tomando su tiempo para bajarse las medias mientras el pecho, obviamente operado, se le desparramaba sobre el estómago plano.
«El plástico nunca falla», pensó Reuben mientras suspiraba de nuevo. Volvió a mirar hacia la otra ventana, donde vio con claridad un destello rojo. Eso no era un coche. Se acercó a la ventana y se quedó helado al ver la casa que estaba al otro lado de la calle. Aquel maldito lugar estaba envuelto en llamas. Escuchó con atención. ¿Eran sirenas? ¿Alguien había avisado del incendio?
No tuvo tiempo de responder a esa pregunta. El golpe le llegó desde atrás y lo derribó al suelo. Roger Seagraves rodeó el cuerpo y se acercó a la ventana con vistas a la casa de Behan, donde, sin tan siquiera usar el telescopio, vio que la joven había terminado de desvestirse y, con una sonrisa picara, se arrodillaba lentamente frente a un Cornelius Behan más que contento. Poco le duraría.
Cuando Reuben se despertó, al principio no supo dónde estaba. Se irguió poco a poco y vio la habitación. Seguía en el desván. Se levantó con las piernas temblorosas y recordó lo sucedido. Cogió un viejo trozo de tablón a modo de arma mientras recorría el desván con la mirada. No había nadie, estaba completamente solo. Pero alguien lo había golpeado tan fuerte en el cráneo que lo había derribado y dejado inconsciente.
Oyó ruidos procedentes de la calle. Miró por la ventana. Había varios camiones de bomberos alineados en la calle apagando las llamas de la casa de enfrente. Reuben también vio ir y venir varios coches de policía.
Mientras se frotaba la nuca, miró hacia la casa de Behan. Las luces estaban encendidas. Al ver que la policía entraba en la casa, tuvo un mal presentimiento. Cruzó la habitación tambaleándose y miró por el telescopio. La luz del dormitorio seguía encendida, aunque la actividad era bien distinta.
Cornelius Behan estaba tumbado boca abajo en el suelo, completamente vestido. Tenía el pelo mucho más rojo gracias al enorme agujero que se le veía en la parte posterior de la cabeza. La joven estaba apoyada en la cama, sentada. Reuben le vio las manchas rojas en la cara y en el pecho. Parecía como si le hubieran disparado en la cabeza. Los policías uniformados y de paisano estudiaban con detenimiento la escena del crimen. ¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? Lo que vio a continuación hizo que olvidara todo lo demás.
Había dos orificios de bala en la ventana del dormitorio y otros dos orificios idénticos en la ventana por la que él estaba mirando. «¡Oh, mierda!», exclamó, tras lo cual salió corriendo hacia la puerta, tropezó de nuevo y se cayó. Alargó la mano para incorporarse y cogió algo del suelo.
Al levantarse, sostenía el rifle que estaba seguro que se había utilizado para matar a Behan y a la joven. Mientras corría por la cocina, vio la comida que había dejado fuera y supo que sus huellas estarían por todas partes, pero no tenía tiempo para preocuparse de eso. Salió por la puerta de atrás.
La luz lo cegó y levantó una mano para bloquear aquel resplandor.
– ¡Alto!-gritó una voz-¡Policía!