Mientras Annabelle y Milton se reunían con los arquitectos, Stone se había aventurado en el barrio de Bob Bradley. Se había puesto un sombrero flexible, un abrigo enorme y pantalones anchos y se había llevado a Goff, el perro cruzado de Caleb, que se llamaba así en honor al primer director del Departamento de Libros Raros. Se trataba de una treta a la que había recurrido con anterioridad, cuyo origen se remontaba a la época en la que trabajaba para el Gobierno. La gente no solía sospechar de alguien que paseaba a un perro. Por supuesto, Stone no sabía que Roger Seagraves había empleado la misma técnica para huir tras asesinar a Bradley.
Mientras paseaba por la calle, vio que lo único que quedaba de la casa era una ennegrecida masa de escombros derruidos y una chimenea de ladrillo. Las casas adosadas a ambos lados de la residencia de Bradley también habían sufrido daños importantes. Stone miró a su alrededor. No era una zona opulenta. Los congresistas no ganaban tanto como la gente pensaba. Los miembros tenían dos casas, una en su estado natal y otra en la capital, y el coste de la vivienda en Washington estaba por las nubes. Algunos congresistas, sobre todo los de menos antigüedad, solían compartir casa en Washington o incluso dormían en las oficinas por ese motivo. Pero Bradley vivía solo, Milton había obtenido información sobre el pasado de Bradley y Stone había consultado los diarios que guardaba en su escondite, por lo que contaba con una imagen bastante completa de Bradley. Nacido en Kansas, había seguido la típica trayectoria de un político, si es que existía; durante sus doce mandatos en la Cámara había ascendido hasta dirigir el Comité de Inteligencia de la Cámara durante una década antes de asumir el cargo de presidente. Al morir a los cincuenta y nueve años, había dejado tras de sí a su esposa y a dos hijos adultos. Al parecer, Bradley había sido honesto y no había protagonizado escándalos en su carrera. El objetivo de hacer limpieza en el Congreso le habría ganado muchos enemigos poderosos y la muerte. Más de uno diría que asesinar a un hombre que sería el tercero en suceder al presidente era una decisión demasiado osada. Sin embargo, Stone sabía que era un sueño imposible: si era posible asesinar a los presidentes, entonces nadie estaba a salvo.
Oficialmente, la investigación sobre el asesinato de Bradley seguía abierta; pero los medios, tras un torbellino de noticias, habían guardado más silencio de lo habitual. Tal vez la policía comenzaba a sospechar que la banda terrorista no existía y que la muerte de Bradley respondía a algo mucho más complejo que a la obra de unos lunáticos violentos y fanáticos.
Se detuvo junto a un árbol para que Goff orinase. Stone se sentía rodeado de autoridades. Había pertenecido al mundo de los espías el tiempo suficiente para saber que la camioneta aparcada al final de la calle era un vehículo de reconocimiento y que los dos ocupantes tenían la misión de vigilar la casa del hombre muerto. Seguramente el FBI habría ocupado una de las casas contiguas con un equipo de investigación que trabajaba las veinticuatro horas del día. Estaba convencido de que, ahora mismo, lo observaban con cámaras y prismáticos. Se caló el sombrero un poco más, como para protegerse de la brisa.
Mientras observaba a su alrededor, vio algo, se dio la vuelta de inmediato y comenzó a caminar en la dirección opuesta, arrastrando a Goff a toda prisa. Una camioneta blanca de Obras Públicas había doblado la esquina e iba a su encuentro. No tenía intención de averiguar si era una camioneta de Obras Públicas de verdad o si estaba llena de torturadores.
Giró a la derecha en la siguiente esquina y rezó para que la camioneta no lo siguiera. Aunque la zona estaba repleta de agentes del FBI, no podía dar por supuesto que lo ayudarían. Era posible que lo arrojaran dentro de la furgoneta con los torturadores y se despidieran de él. Recorrió otras dos manzanas antes de aflojar el paso y dejar que Goff olisqueara un arbusto mientras él miraba hacia atrás. Ni rastro de la camioneta, aunque podría ser una artimaña para atacar a Stone desde otra dirección. Sin dejar de pensar en ello, llamó a Reuben desde el móvil. El hombretón acababa de terminar la jornada en el muelle.
– Estaré ahí en cinco minutos, Oliver -le dijo-. Hay una comisaría de policía a dos manzanas de donde te encuentras. Ve hacia allí. Si los cabrones van a por ti, ponte a chillar como si te estuvieran degollando vivo.
Stone se encaminó hacia la comisaría. Pese a sus defectos, Reuben era el más leal y valiente de los amigos.
Fiel a su palabra, Reuben llegó a toda velocidad en su furgoneta, y Stone y Goff se subieron a ella.
– ¿Dónde está la moto? -le preguntó Stone.
– Los muy cabrones la han visto y supuse que era mejor esconderla.
Cuando se hubieron alejado de aquella zona, Reuben aminoró la marcha y paró.
– He estado mirando por el retrovisor, Oliver -dijo-, y no he visto nada.
Stone no parecía convencido.
– Seguro que me han visto en la calle.
– El disfraz les ha engañado.
Stone meneó la cabeza.
– A esa gente no se la engaña tan fácilmente.
– Bueno, a lo mejor no van a por ti porque esperan que los lleves hasta el tesoro.
– Pues me temo que tendrán que esperar, y mucho.
– Ah, quería decirte que me ha llamado un colega mío del Pentágono. No sabía mucho sobre Behan y ese contrato militar, pero me ha contado algo interesante. Sé que los medios han comunicado que ha habido robos de secretos y filtraciones, pero es mucho peor de lo que cuentan. Según mi amigo, hay unos cuantos topos traicionando al país y vendiendo información a nuestros enemigos en Oriente Medio y Asia, entre otros.
Stone jugueteó con la correa de Goff.
– Reuben, ¿te han llamado tus amigos del FBI o de Homicidios?
– Pues no me han llamado, y eso sí que es raro. No lo entiendo.
«Oh, yo sí que lo entiendo -pensó Stone-. Lo entiendo a la perfección.»