Annabelle esperaba el vuelo de enlace que salía de Atlanta. Mientras repasaba el nuevo itinerario, montó interiormente en cólera con Leo. ¿Cómo podía haber hecho eso? Si Annabelle hubiera querido que Freddy supiera quién era ella, se lo habría dicho en persona.
Anunciaron su vuelo y esperó a que los pasajeros se pusieran en fila. Aunque viajaría en primera clase y podría haber embarcado antes, por pura costumbre le gustaba ver quién subía al avión. La cola disminuyó y recogió la maleta de mano. Había dejado casi toda la ropa en Washington. Nunca facturaba; era como una invitación para que le fisgonearan. Compraría ropa en cuanto llegase a su nuevo destino.
Mientras se dirigía hacia la cola para embarcar, desvió la mirada hacia un televisor del aeropuerto donde daban las noticias y se paró en seco. Reuben la miraba desde la pantalla. Se acercó rápidamente al televisor y leyó los subtítulos. Reuben Rhodes, veterano de Vietnam, arrestado. Cornelius Behan, contratista de Defensa, y una mujer, asesinados a tiros desde la casa de enfrente. Rhodes retenido en…
– Dios mío -musitó Annabelle.
– Última llamada para el vuelo 3457 con destino a Honolulu. Última llamada a los pasajeros del vuelo 3457 con destino a Honolulu -anunciaron por megafonía.
Annabelle miró hacia la puerta de embarque; estaban a punto de cerrarla. Se volvió para observar la pantalla. ¿Disparos desde la casa de enfrente? Behan muerto. Reuben detenido. ¿Qué estaba pasando? Tenía que averiguarlo.
«No es asunto tuyo, Annabelle -pensó-. Tienes que marcharte. Jerry Bagger te está buscando. Déjalo en manos de los demás. Reuben no puede haber asesinado a Behan; ya se las arreglarán. Y, si no lo hacen, no es asunto tuyo. No lo es.»-Última llamada para el vuelo 3457 -repitieron por megafonía.
– Vete, Annabelle, maldita sea, vete -susurró desesperada-. No es cosa tuya, no es tu lucha. No les debes nada. No le debes nada a Jonathan.
Vio cerrarse la puerta del vuelo que la alejaría de Jerry Bagger y a las azafatas dirigirse hacia otra puerta de embarque. Al cabo de diez minutos, el Boeing 777 se alejó de la puerta. Mientras su vuelo despegaba a la hora prevista, Annabelle reservaba otro que la acercaría peligrosamente a Jerry Bagger y su trituradora de madera. Ni siquiera sabía por qué. O tal vez lo sabía en algún rincón de su alma.
Albert Trent acababa algunas cosas en el despacho de su casa. Había empezado tarde, después de haber trabajado hasta entrada la madrugada, y había decidido ponerse al día sobre algunos detalles antes de marcharse. Eran tareas relativas a su cargo como miembro veterano del Comité de Inteligencia de la Cámara. Llevaba muchos años en ese cargo y conocía muy bien casi todos los aspectos del sector de los servicios de inteligencia, al menos la parte que las agencias compartían con los supervisores del Congreso. Se alisó los escasos mechones de pelo, se acabó el café y el pastel de queso, preparó el maletín y, al cabo de unos minutos, conducía por la calle en su Honda de dos puertas. Dentro de cinco años conduciría algo mucho mejor en, digamos, Argentina; aunque había oído decir que el Pacífico Sur era un verdadero paraíso.
Tenía millones en su cuenta secreta. En unos cinco años duplicaría la cantidad actual. Los secretos que Roger Seagraves vendía eran los mejor pagados. No era como en la Guerra Fría, cuando dejabas un paquete y a cambio recogías veinte dólares. La gente con la que Seagraves trataba sólo manejaba sumas de siete cifras; pero esperaban mucho a cambio de su dinero. Trent nunca le había preguntado a Seagraves sobre sus fuentes o las personas a las que vendía la información. Jamás le habría contado nada y, de hecho, Trent prefería no saberlo. Su única función, aunque crítica, era llevar la información que Seagraves le proporcionaba hasta la siguiente etapa del viaje. Su método era único y, seguramente, infalible. Era el principal motivo por el que la comunidad de servicios de inteligencia estadounidenses estaba sumida en el caos.
Había muchos agentes de contraespionaje trabajando sin cesar para averiguar cómo se robaban los secretos y luego se comunicaban al enemigo. Debido a su cargo, Trent estaba enterado de algunas de estas misiones de investigación. Los agentes que hablaban con él no tenían motivos para sospechar que un mero empleado con un peinado deleznable, que conducía un Honda de ocho años y vivía en una casa cutre y que pagaba las mismas facturas y ganaba lo mismo que cualquier otro funcionario formaba parte de una sofisticada red de espionaje que estaba desbaratando las misiones de las agencias de inteligencia estadounidenses.
Las autoridades ya debían de saber que el topo andaba muy cerca; pero, teniendo en cuenta que había quince agencias de inteligencia importantes que devoraban cincuenta mil millones de dólares de presupuesto anuales repartidos entre más de ciento veinte mil empleados, era como buscar una aguja minúscula en un inmenso pajar. Trent había descubierto que Roger Seagraves era más que eficiente y no se perdía ni un detalle, por trivial e insignificante que pudiera parecer.
Cuando se conocieron, Trent trató de hallar información sobre su pasado, pero no logró averiguar nada de nada. Para un avezado empleado de los servicios de inteligencia como Trent, significaba que Seagraves tenía una vida profesional pasada oculta. Eso lo convertía en un hombre al que más valía no contrariar, y Trent no pensaba hacerlo. Prefería morir viejo y rico bien lejos de allí.
Mientras conducía el Honda abollado, se imaginó cómo sería su nueva vida. Sería muy diferente, de eso estaba convencido. Sin embargo, jamás pensaba en las vidas que se habían sacrificado por su codicia. Los traidores casi nunca tenían remordimientos de conciencia.
Stone acababa de regresar de su encuentro con Marilyn Behan cuando alguien llamó a la puerta de la casa.
– Hola, Oliver -dijo Annabelle cuando Stone se asomó.
Stone no mostró sorpresa alguna al verla de nuevo y se limitó a hacerle una seña para que entrara. Se sentaron frente a la chimenea en dos sillas desvencijadas.
– ¿Qué tal el viaje?
– No me hables, no llegué a irme.
– ¿Enserio?
– ¿Le dijiste a los demás que me había marchado?
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque sabía que volverías.
– Vale, eso sí que me cabrea -repuso Annabelle, enfadada-. No me conoces.
– Obviamente, te conozco lo suficiente; has vuelto, ¿no?
Ella lo miró de hito en hito, meneando la cabeza.
– Eres el cuidador de cementerio más raro que conozco.
– Conoces a muchos, ¿no?
– Me he enterado de lo de Reuben.
– La policía se equivoca, por supuesto; pero todavía no lo sabe.
– Tenemos que sacarlo de la cárcel.
– Estamos en ello, y Reuben se encuentra bien. No creo que lo molesten mucho ahí dentro. Una vez lo vi llevarse por delante a cinco tipos en una pelea de bar. Aparte de su gran fuerza física, es implacable y juega sucio. Eso es algo que admiro sobremanera en una persona.
– Pero alguien se aprovechó de su presencia en la casa de Jonathan, ¿no?
– Sí.
– ¿Y por qué? ¿Por qué mataron a Behan?
– Porque averiguó cómo había muerto Jonathan. Bastaba con eso. -Stone le resumió su conversación con Marilyn Behan.
– O sea, ¿se cargan a Behan y culpan a Reuben porque casualmente estaba allí?
– Seguramente lo vieron entrar y salir de la casa, supusieron que el desván sería un buen lugar para disparar y materializaron el plan. Es posible que averiguaran que Behan llevaba mujeres a su casa y que pasaban un buen rato en esa habitación.
– Nos enfrentamos a una competencia muy dura. ¿Qué hacemos ahora?
– Tenemos que ver las cintas de vídeo de la cámara de la sala de lectura.
– En el camino de vuelta se me ocurrió cómo hacerlo.
– No lo he dudado ni un instante. -Se calló-. No creo que hubiéramos podido acabar esto sin ti. Es más, estoy seguro de ello.
– No me adules demasiado. Todavía no hemos acabado.
Los dos permanecieron en silencio unos instantes. Annabelle miró por la ventana.
– Aquí se está muy bien.
– ¿Con los muertos? Empieza a parecerme deprimente.
Annabelle sonrió y se levantó.
– Llamaré a Caleb para explicarle mi idea.
Stone también se puso en pie y estiró su cuerpo alto y delgado.
– Me temo que, a mi edad, el mero hecho de cortar el césped basta para dejarme las articulaciones molidas.
– Toma un poco de Advil. Te llamaré más tarde, en cuanto me haya instalado de nuevo.
– Me alegro de que hayas vuelto -le dijo Stone en voz baja, mientras ella pasaba junto a él de camino a la salida. Si lo había oído, Annabelle no replicó. Stone la vio subirse al coche y alejarse del cementerio.