Roger Seagraves había averiguado dónde vivía Stone y había enviado allí a sus hombres cuando la casita estaba vacía. La habían registrado por completo sin dejar indicio alguno de su visita. Lo más importante era que se habían marchado con las huellas dactilares de Stone, encontradas en un vaso y en la encimera de la cocina.
Seagraves las había introducido en la base de datos general de la CIA, pero no había encontrado nada. Con la contraseña que le había robado a un compañero de trabajo, lo intentó en una base de datos de acceso restringido. Introdujo la huella y, al cabo de un minuto, la búsqueda lo llevó al Subdirectorio 666, el cual conocía de sobra; aunque, al tratar de encontrar información sobre las huellas de Stone, apareció un mensaje que decía «acceso denegado». Seagraves conocía el Subdirectorio 666 porque era donde se almacenaba su historial como empleado, al menos la clase de «empleado» que había sido. En más de una ocasión se había reído del nombre «666» ya que le parecía muy descarado, aunque bastante acertado.
Seagraves apagó el ordenador y caviló sobre lo que había averiguado. A juzgar por su edad, Stone había trabajado para la CIA hacía ya mucho. Seguramente había sido un «eliminador», porque la clasificación Triple Seis nunca se aplicaba a quienes se ocupaban de labores administrativas en la Agencia. Seagraves todavía no sabía cómo asimilar la información. Había averiguado que al amigo bibliotecario de Stone se le había encomendado la venta de la colección de libros de DeHaven. Por desgracia, sus hombres habían seguido a Stone de forma tan descarada que habían levantado sospechas. Y los agentes Triple Seis eran paranoicos por naturaleza, uno de los muchos requisitos del trabajo.
«¿Debería matarlo ahora? ¿O complicaría eso más aún las cosas?» Finalmente, Seagraves decidió renunciar al paso mortal. Siempre le quedaría esa opción. «Joder, lo haré yo mismo. De un Triple Seis a otro. Los jóvenes contra los viejos, y los jóvenes siempre han ganado. Seguirás con vida, Oliver Stone. De momento.»Pero debía hacer algo al respecto y no tenía ni un segundo que perder.
Dos días después de la última visita a la casa de DeHaven, Stone y Reuben iban en la motocicleta camino de una librería de libros raros ubicada en Old Town Alexandria. El nombre de la tienda estaba en latín y, traducido, significaba «Cuatro Libros de Sentencias». Caleb era copropietario del local, que anteriormente se había llamado Doug's Books, hasta que Caleb tuvo la brillante idea de orientar la librería hacia los clientes selectos de aquella zona acomodada. Stone no iba a buscar libros antiguos; necesitaba consultar algunos objetos que guardaba en la librería.
El propietario del local, el susodicho Doug, permitió que Stone se dirigiese a su escondite. Douglas le tenía pavor a Oliver Stone, a quien Caleb había descrito (a instancias de Stone) como un maníaco homicida que estaba libre gracias a un defecto de forma legal.
La habitación secreta de Stone estaba en el sótano, detrás de una pared falsa que se abría al tirar de un alambre que colgaba dentro de la chimenea contigua. Aunque en el pasado había sido la celda de un sacerdote, ahora albergaba muchos objetos de la vida pasada de Stone, además de una colección de sus diarios repletos de recortes de periódicos y revistas.
Con la ayuda de Reuben, encontró y sacó varios de los diarios y se los llevó consigo. Reuben lo dejó en la casita del cementerio.
– Mantente alerta, Oliver -le advirtió Reuben-. Si el soplagaitas de Behan está metido en esto, tiene matones y contactos de todo tipo.
Stone le aseguró que tendría cuidado, se despidió y entró en la casita. Preparó un café bien cargado, se acomodó junto al escritorio y comenzó a repasar los diarios. Las noticias que había elegido eran sobre el asesinato del presidente de la Cámara, Robert Bob Bradley, y la destrucción casi simultánea de su casa, algo que sólo alguien muy ingenuo habría considerado mera coincidencia. Sin embargo, no parecía existir relación alguna entre el asesinato de Bradley, supuestamente obra de una banda terrorista nacional que se hacía llamar «Norteamericanos contra 1984» y la muerte, en teoría natural, de Jonathan DeHaven. El FBI había recibido un mensaje del grupo en el que se afirmaba que Bradley había sido asesinado como primer paso en la guerra contra el Gobierno federal. Los terroristas prometieron más atentados y las medidas de seguridad se habían intensificado en Washington.
Mientras pasaba las páginas del diario, había algo que lo inquietaba, pero no sabía qué. Bradley había sido presidente durante un breve período de tiempo; tras una reorganización política, puesto que el entonces presidente y el líder de la formación mayoritaria se habían visto implicados en una trama de venta de influencias y blanqueo de los fondos de la campaña política. Normalmente, el cargo del presidente lo habría ocupado el líder de la formación mayoritaria; pero, dado que los dos hombres estaban encarcelados, hubo que tomar medidas extraordinarias. Bob Bradley, un poderoso presidente de comité con una reputación intachable, a diferencia de los líderes de su partido, había sido elegido como Moisés político para sacar a los suyos de aquel lodazal.
Había comenzado prometiendo una limpieza ética en la Cámara de los Representantes que, además, acabaría con las políticas partidistas. Muchos habían prometido lo mismo, y pocos, por no decir ninguno, habían cumplido sus promesas; sin embargo, se creía que, si alguien era capaz de hacerlo, ese alguien era Bob Bradley.
Stone abrió otro diario y leyó una noticia sobre Cornelius Behan en la que se contaba que había llegado al país sin dinero y que había construido un conglomerado internacional con su sudor y esfuerzo personales. Los contratistas del Ministerio de Defensa tenían fama, normalmente merecida, de saltarse a la torera las normas éticas. Sobornar a los congresistas a cambio de favores políticos era uno de los juegos más viejos de Washington, y los constructores de aviones y tanques eran los mejores jugadores.
Stone acabó de leer la noticia sobre Behan, en la que se detallaban dos recientes e importantes adjudicaciones para su empresa. Una era del Pentágono, para crear un sistema convencional de misiles de nueva generación; y la otra, para construir un nuevo bunker gigantesco para el Congreso fuera de Washington, que se utilizaría en caso de producirse un ataque catastrófico. Si bien algunos cínicos argüirían que lo mejor que le podría pasar al país, si esa catástrofe se materializaba, era que eliminaría ese augusto organismo, Stone supuso que el país necesitaba la existencia de un Gobierno.
Cada contrato valía miles de millones de dólares, y Behan se había ganado ambos. Tal y como explicaba el artículo, había superado a sus oponentes en todos los aspectos cruciales. «Era como si pudiera leerles el pensamiento», había escrito el periodista. Stone no creía en los adivinos; pero, como había sido espía en su juventud, sabía que los secretos se robaban.
Stone se recostó en el asiento y sorbió el café. Si Behan se había metido en el bolsillo al predecesor de Bradley y Bradley había prometido medidas severas contra la corrupción, tal vez valdría la pena eliminar al nuevo paladín de la justicia. No existía garantía alguna de que el sucesor de Bradley fuera a mostrarse más cooperativo con personas como Behan, pero no había que olvidar la intimidación. ¿Se atrevería un nuevo presidente a cumplir la promesa de Bradley de recuperar el sentido de la ética, a pesar de que esa misma promesa era la que podía haber causado la muerte de su antecesor en el cargo? La banda terrorista podría ser una mera, e indemostrable, cortina de humo.
Stone había comenzado a pensar en la muerte de Bradley porque sólo veía un vínculo entre su asesinato y el de DeHaven, y ese vínculo era Cornelius Behan, un hombre que había ganado miles de millones de dólares vendiendo infinidad de cosas que mataban a mucha gente; y todo ello en nombre de la paz.
¿Acaso estaban los hombres de Behan en la furgoneta de Obras Públicas de Washington? ¿Eran quienes habían hecho que los agentes del Servicio Secreto pusieran pies en polvorosa? ¿O se trataba de otra agencia, colaboradora de Behan, que había asumido el papel de realizar las injerencias oportunas? Durante décadas se había debatido la existencia del complejo militar-industrial. Stone nunca se lo había planteado. Había trabajado en el complejo durante años. Si se parecía a lo que había sido hacía treinta años, era una fuerza de lo más poderosa; una fuerza que no dudaría en eliminar a quien se interpusiera en su camino. Stone lo sabía por experiencia propia. Al fin y al cabo, había sido uno de los «eliminadores».
Le pediría a Milton que averiguase cuanto pudiese sobre Bradley y Behan. Milton accedía a bases de datos a las que, en teoría, no se le permitía el acceso; sin embargo, siempre eran las más interesantes. Stone iría a la casa derribada de Bradley para ver si encontraba algo. También tendría que volver a la casa de Jonathan DeHaven para mirar de nuevo por el telescopio, y no porque tuviese ganas de excitarse viendo otro espectáculo sexual de Behan. No, se trataba de algo tan obvio que lo había pasado por alto.
Sintió un escalofrío y se levantó para encender el fuego, pero luego se detuvo y se frotó la piel. Estaba helado. ¿Qué le había dicho la mujer? Trató de recordar las palabras exactas: «Te ha subido la temperatura a un valor casi normal.» Sí, eso era lo que le había dicho la enfermera. Le había parecido extraño, porque en un hospital lo normal es que te digan que te estás recuperando cuando te baja la fiebre. Pero estaba seguro de que la enfermera le había dicho que le había subido la temperatura.
Comenzó a entusiasmarse. Aquello empezaba a cobrar sentido. Se dispuso a llamar a los demás por el móvil, pero se detuvo al mirar por la ventana. Desde allí veía perfectamente la calle que bordeaba el cementerio. Una furgoneta blanca de Obras Públicas estaba allí aparcada. La veía con claridad bajo la farola.
Se apartó de la ventana de inmediato. Llamó a Reuben, pero no había señal. Miró el móvil. Parecía no tener cobertura, aunque siempre la había tenido en esa zona. Miró por la ventana. Le habían interceptado la señal. Probó con el fijo. Tampoco tenía línea.
Cogió el abrigo y corrió hacia la puerta trasera. Treparía por la valla de atrás y se abriría camino por un laberinto de callejuelas conducente a una vivienda abandonada que, en ocasiones, utilizaba de piso franco. Abrió la puerta con cautela y salió. Vio la valla.
El disparo en el pecho lo detuvo en seco y cayó de rodillas. Medio inconsciente, miró al hombre que estaba allí, con una capucha negra y empuñando la pistola a dos manos. Tuvo la impresión de que su verdugo sonreía mientras se desplomaba y se quedaba inmóvil.