Al cabo de dos días, Bagger había ganado 1,6 millones de dólares desde que había conocido a Annabelle y a Leo sin saber, por supuesto, que el dinero procedía de los tres millones de dólares que habían acumulado gracias a las dos estafas anteriores. Tony había autorizado la transferencia de esos «intereses» de su cuenta a la de Bagger. El concepto era parecido al método de Ponzi, que casi siempre se autodestruía. Esta vez, Annabelle no iba a permitir que eso ocurriera.
Saltaba a la vista que Bagger estaba contento, sobre todo porque creía que su temido enemigo, el Gobierno, corría con los gastos. Sentada en la lujosa habitación del hotel que Bagger había transformado en la suite presidencial tras el último cobro, rodeada de las flores que le había enviado el rey de los casinos, Annabelle hojeaba los periódicos en busca de la noticia que necesitaba y al final encontró. Leo y ella no podían hablar entre sí en el casino. Debían tener presente que todo lo que dijeran podría ser escuchado mediante dispositivos electrónicos o por uno de los espías de Bagger. Su único método para comunicarse eran gestos y miradas sutiles que los dos habían perfeccionado con el paso de los años y que nadie más comprendería.
Al cruzarse en el pasillo, Annabelle le había dado los buenos días y luego se había ajustado el anillo que llevaba en el dedo índice de la mano derecha. Leo le había devuelto el saludo y luego se había tocado el nudo de la corbata y sonado la nariz, dando a entender que había entendido el mensaje y que actuaría en consecuencia.
Antes de entrar en el ascensor que la llevaría al despacho de Bagger, Annabelle respiró hondo. Pese a lo que Leo había dicho, estaba nerviosa. El último paso que estaba a punto de dar era la clave de todo. Si no lo hacía a la perfección, el trabajo realizado durante las últimas semanas no habría servido de nada. No sólo perdería el dinero que le había dado a Bagger, sino que no sobreviviría para disfrutar de la parte que le correspondía de los 1,4 millones de dólares restantes.
Llegó a la oficina y la hicieron pasar de inmediato; los tipos cachas que custodiaban la entrada ya se habían acostumbrado a verla. Bagger la saludó con un abrazo que ella permitió que descendiese más de lo debido. Bagger bajó la mano hasta el trasero y se lo apretó con suavidad, antes de que ella se la apartase. Annabelle dejaba que se propasara cada vez un poco más, puesto que sabía que era lo único que Bagger quería de momento. Bagger sonrió y retrocedió.
– ¿En qué puedo ayudar a mi duendecilla de oro?
Ella frunció el ceño.
– Malas noticias. Acaban de llamarme de la sede de campo, Jerry.
– ¿Qué? ¿Qué cono quiere decir eso?
– Significa que me han reasignado.
– ¿Adónde? -La miró de hito en hito-. Lo sé, no puedes decírmelo.
Annabelle sostuvo en alto el periódico que había traído consigo.
– Esto podría darte una idea.
Bagger comenzó a leer el artículo que Annabelle había señalado. Era una noticia sobre un escándalo de corrupción gubernamental en el que estaba implicado un contratista extranjero en Rusia.
Bagger la miró, estupefacto.
– ¿Pasas de los casinos a los contratistas corruptos en Moscú?
Annabelle cogió el periódico.
– No se trata de cualquier contratista extranjero.
– ¿Lo conoces?
– Lo único que puedo decirte es que a Estados Unidos no le interesa que el caso llegue a los tribunales, y ahí es donde entro yo.
– ¿Cuánto tiempo te marcharás?
– Nunca se sabe, y después de Rusia me enviarán a otro destino. -Se frotó la sien-. ¿Tienes un Advil?
Bagger abrió un cajón del escritorio y le dio un frasco. Annabelle se tomó tres pastillas con un vaso de agua que Bagger le había servido.
Bagger se sentó.
– No tienes buen aspecto.
Annabelle se sentó en el borde del escritorio.
– Jerry, he estado en tantos sitios durante el último año que he perdido la cuenta -dijo con aire de cansancio-. Si usara un pasaporte auténtico, ya habría pasado por más de veinte. A veces es agotador. No te preocupes, me recuperaré.
– ¿Y por qué no lo dejas? -le sugirió.
Ella rio con amargura.
– ¿Dejarlo? ¿Y a la mierda la pensión? He invertido demasiados años. Los funcionarios también comemos.
– Ven a trabajar para mí. En un año ganarás más de lo que ganarías en veinte con esos payasos.
– Sí, claro.
– Lo digo en serio. Me gustas. Eres buena.
– Te gusta el que te haya hecho ganar más de un millón y medio de pavos.
– Vale, no lo negaré; pero quiero conocerte. Y me gusta lo que veo, Pam.
– Ni siquiera me llamo Pam, así de bien me conoces.
– Más divertido aún. Piénsatelo, ¿vale?
Annabelle titubeó.
– Últimamente, he estado pensando en mi futuro -dijo-. No estoy casada; mi vida es mi trabajo y viceversa. Y ya no soy una jovencita.
Bagger se levantó y le rodeó los hombros con el brazo.
– ¿Bromeas? Eres preciosa. Cualquier hombre se sentiría afortunado de estar contigo.
Ella le dio una palmadita en el brazo.
– No me has visto por la mañana antes de tomarme el café y maquillarme.
– Oh, nena, no tienes más que pedírmelo. -Bajó la mano hasta la zona lumbar y se la acarició con suavidad. Alargó la mano, oprimió un botón de la consola del escritorio y las persianas automáticas comenzaron a cerrarse.
– ¿Y eso? -preguntó Annabelle con el ceño fruncido.
– Me gusta la intimidad. -Bajó la mano un poco más.
Sonó el móvil de Annabelle, justo a tiempo. Ella miró el número.
– ¡Vaya, joder! -Se levantó y se apartó de Bagger, sin dejar de mirar la pantalla del móvil.
– ¿Quién es? -preguntó Bagger.
– El jefe de sección. Su número es todo ceros. -Se recompuso y respondió-. ¿Sí, señor?
No dijo nada durante varios minutos y luego colgó.
– ¡Maldito hijo de puta! -chilló.
– ¿Qué pasa, nena?
Ella caminó en círculos y luego se detuvo, todavía furiosa.
– A mi querido jefe de sección le ha parecido oportuno cambiar las órdenes de campo. En lugar de ir a Rusia, me enviarán a, no te lo pierdas, Portland, Oregón.
– ¿Oregón? ¿En Oregón necesitan espías?
– Es mi tumba, Jerry. Es adonde te envían cuando no les caes bien a los de arriba.
– ¿Cómo se puede pasar de Rusia a Oregón en la misma mañana?
– Lo de Rusia era cosa de mi supervisor de campo; lo de Oregón, de mi jefe de sección, que es el siguiente nivel. Su destino tiene prioridad.
– ¿Qué tiene contra ti el jefe de sección?
– No lo sé. Quizás hago el trabajo demasiado bien. -Iba a decir algo, pero se interrumpió.
Bagger se percató de ello.
– Lárgalo. Venga, quizá pueda ayudarte.
Ella suspiró.
– Bueno, lo creas o no, el tipo quiere acostarse conmigo. Pero está casado y le dije que se olvidara del tema.
Bagger asintió.
– ¡Qué cabrón! Siempre la misma mierda. A las mujeres que dicen que no, se las quitan de encima.
Annabelle se miraba las manos.
– Es el final de mi carrera, Jerry. ¡Portland! ¡Joder! -Arrojó el móvil contra la pared y se partió por la mitad. Luego, Annabelle se desplomó en una silla-. Tal vez debería haberme acostado con él.
Bagger comenzó a masajearle los hombros.
– ¡Ni hablar! Con tipos así, si lo haces una vez luego quieren más. Después se cansan de ti o encuentran otra amante. Al final, te acabaría enviando a Portland de todas maneras.
– Ojalá pudiese pillar al muy hijo de puta.
Bagger parecía pensativo.
– Bueno, tal vez sea posible.
Annabelle lo miró con expresión cauta.
– Jerry, no puedes cargártelo, ¿vale?
– No estaba pensando en eso, nena. Has dicho que tal vez estaba cabreado porque haces tu trabajo demasiado bien. ¿Y eso?
– Consigo mucho dinero y, de repente, los demás me ven ascender. Empiezo a ascender y, de repente, soy una amenaza para su trabajo. Lo creas o no, Jerry, pocas mujeres hacen lo que yo hago. A más de uno le gustaría que alguna mujer ocupara el cargo de jefa de sección. Si sigo tratando con gente como tú e inundo las operaciones extranjeras de dinero «con artificios», me beneficia y lo perjudica.
– ¡Joder!, estas cosas sólo pasan en el Gobierno. -Pensó durante unos instantes-. Vale, ya sé cómo volverle las tornas a ese tarugo.
– ¿A qué te refieres?
– A la siguiente operación en El Banco.
– Jerry, me cambian de destino. Mi socio y yo tomaremos el avión esta noche.
– Vale, vale, pero se me ha ocurrido algo. Puedes hacer una última operación antes de marcharte, ¿no?
Annabelle pareció cavilar al respecto.
– Bueno, sí, tengo autorización para ello. Pero a ese tipo no me lo ganaré ni con un millón de dólares en intereses.
– No me refiero a un milloncete de nada. -La miró-. ¿Cuál es la mayor cantidad que has conseguido con tus «artificios»?
Annabelle pensó durante unos instantes.
– La mayoría de las transferencias van de uno a cinco millones, pero una vez transferimos quince millones en Las Vegas. Y veinte millones desde Nueva York, pero hace ya dos años.
– Gallina.
– ¿Gallina? ¡Lo que tú digas!
– Dime, ¿qué le dolería de verdad a ese tipo?
– Ni idea, Jerry. Treinta millones.
– Pues que sean cuarenta, y que los tengan cuatro días en lugar de dos. -Hizo unos cálculos mentales-. Eso nos da un interés del veinte por ciento en lugar del diez por ciento. Y, con eso, ganaríamos ocho millones. Un buen artificio.
– ¿Tienes cuarenta millones en metálico?
– ¡Eh!, ¿con quién crees que estás hablando? La semana pasada tuvimos dos peleas aquí de campeonato. El dinero me sale por las orejas.
– Pero ¿por qué quieres hacerlo?
– Ganar ocho millones de dólares en cuatro días no es moco de pavo, ni siquiera para alguien como yo. -Le masajeó la nuca-. Además, como ya te he dicho, me gustas.
– Pero yo tengo que irme a Oregón, no puedo desobedecer las órdenes.
– Bien, vete a Oregón; luego podrías plantearte dejarlo y venir aquí. Te daré un diez por ciento de los ocho millones para que empieces con buen pie.
– No quiero vivir a tu costa, Jerry. Tengo cerebro.
– Me consta, y le daremos uso. Junto con todo lo demás. -Le deslizó la mano por la espalda-. Llamaré a los chicos.
– Pero esta noche me iré a Oregón en un avión privado.
– Lo entiendo.
– Lo que quiero decirte, Jerry, es que es imposible que recuperes el dinero antes de que me marche.
Bagger rio.
– ¡Oh!, ¿lo de los rehenes? Creo que ya lo hemos superado, cariño. Me has hecho ganar un millón seiscientos mil dólares; y suma y sigue, así que ya has demostrado tu valía.
– Sólo si estás seguro. Cuarenta millones es mucho dinero.
– ¡Eh!, ha sido idea mía, no tuya. Déjalo en mis manos.
Annabelle se levantó.
– Me he encargado de muchas operaciones, Jerry, y para mí sólo es un trabajo. -Se calló-. Todos los demás sólo querían saber cuánto ganarían. Panda de cabrones avariciosos. -Volvió a callarse, como buscando las palabras adecuadas; aunque sabía perfectamente qué diría-. Eres el primero que hace algo por mí. Te lo agradezco, mucho más de lo que te imaginas. -Seguramente, era la primera verdad que pronunciaba en presencia de Bagger.
Se miraron, y luego Annabelle extendió los brazos y se preparó para lo peor. Bagger se abalanzó sobre ella. Annabelle estuvo a punto de vomitar al oler su intensa colonia. Sus manos poderosas se deslizaron rápidamente por debajo de la falda y dejó que le metiera mano en silencio. Se moría de ganas de hundirle la rodilla en la entrepierna. «Aguanta, Annabelle, puedes hacerlo. Tienes que hacerlo», se dijo.
– ¡Oh, nena! -le gimió Bagger al oído-. Venga, hagámoslo una vez antes de que te marches. Aquí mismo, en el sofá. Me muero de ganas. Me muero.
– Créeme, lo noto en mi pierna, Jerry -dijo, mientras se zafaba de él. Annabelle se recolocó la ropa interior y se bajó la falda-. Vale, semental, ya veo que no podré contenerte mucho tiempo. ¿Has estado en Roma?
Bagger parecía desconcertado.
– No. ¿Por qué?
– El poco tiempo que tengo de vacaciones lo paso en un chalé que alquilo allí. Te llamaré para darte todos los detalles. Dentro de dos semanas nos reuniremos allí.
– ¿Por qué dentro de dos semanas, por qué no ahora?
– Así tendré tiempo para quejarme de mi nueva misión y tal vez usar los cuarenta millones para que me envíen a un destino algo mejor que Portland.
– Pero mi oferta para que vengas aquí sigue en pie, y puedo llegar a ser muy convincente.
Annabelle le recorrió lentamente la boca con un dedo.
– Demuéstrame lo convincente que eres en Roma, «cariño».
Al cabo de dos horas, los cuarenta millones de dólares salieron del Pompeii Casino. El primer correo electrónico que Tony había enviado al centro de operaciones del casino contaba con un componente especial: un programa espía de última generación que le había permitido, desde una ubicación remota, adueñarse de los ordenadores. Gracias a esa entrada secreta, había escrito un código nuevo en el programa para transferir dinero.
Las tres transferencias anteriores habían ido a El Banco, pero al enviar los cuarenta millones, la transferencia se había desviado de forma automática a otro banco extranjero a una cuenta a nombre de Annabelle Conroy. Si bien los hombres de Bagger creerían que el dinero había llegado a El Banco -un recibo electrónico falso se enviaría automáticamente al casino-, no recuperaría ni un dólar.
El plan de Annabelle había tenido un único objetivo: introducir el programa espía en los ordenadores de Bagger. Una vez logrado, se haría de oro. Luego había interpretado su papel y había dejado que la codicia y lascivia de Bagger fueran su tumba, porque el mejor método para estafar a una víctima era dejar que la víctima sugiriese la estafa.
Transcurridos cuatro días, Bagger se pondría nervioso al ver que el dinero no aparecía en su cuenta. Poco después, empezaría a sentirse mal y acabaría queriendo matar a alguien. Annabelle y los suyos habrían desaparecido con más de cuarenta y un millones de dólares libres de impuestos.
Annabelle Conroy podría comprarse un barco y pasar el resto de su vida navegando, dejando bien atrás el mundo de las estafas. Sin embargo, aquel castigo no bastaba, pensó mientras salía de la oficina de Bagger para preparar la maleta. De todos modos, antes se ducharía para eliminar cualquier vestigio de la mugre de aquel hombre.
Mientras se duchaba, Annabelle volvió a pensar que perder cuarenta millones de dólares no era castigo suficiente para el hombre que había asesinado a su madre por los diez mil dólares que Paddy Conroy le había estafado. Ningún castigo bastaría. No obstante, incluso Annabelle reconocía que el timo de los cuarenta millones era un buen comienzo.