Capítulo 57

Albert Trent vivía en una vieja casa con un amplio porche delantero muy apartada de una carretera rural en el oeste del condado de Fairfax.

– Debe de tardar un buen rato en llegar a Washington todos los días desde aquí-comentó Stone, mientras barría el lugar con unos prismáticos desde detrás de un grupo de abedules. Annabelle, vestida con vaqueros negros, zapatillas de deporte oscuras y sudadera con capucha negra, estaba agachada a su lado. Stone llevaba una pequeña mochila.

– ¿Crees que hay alguien? -preguntó ella.

Stone negó con la cabeza.

– Desde aquí no veo ninguna luz encendida, pero el garaje está cerrado, así que no sabemos si hay un coche dentro.

– Un hombre que trabaja para los servicios de inteligencia seguro que tiene alarma.

Stone asintió.

– Lo que me extrañaría es que no la tuviera. La desactivaremos antes de entrar.

– ¿Sabes hacer eso?

– Igual que le respondí a Reuben cuando me lo preguntó en una ocasión, la biblioteca está abierta a todo el mundo.

No había ninguna otra casa a la vista pero, de todos modos, se acercaron por detrás para evitar que los vieran. Para ello tuvieron que reptar, luego ponerse de rodillas y, al final, caminar como los cangrejos por una suave pendiente situada a unos veinte metros de la casa. Se pararon ahí y Stone hizo otro reconocimiento. La casa tenía un sótano con salida en un extremo. La parte trasera estaba igual de oscura que la delantera. Como no había farolas y sólo una pizca de luz ambiental, los prismáticos de visión nocturna de Stone iban de maravilla. A través de la neblina verde de las lentes recubiertas veía todo lo que necesitaba.

– No aprecio ningún movimiento pero haz la llamada de todas formas -indicó a Annabelle.

Milton había conseguido el número de teléfono particular de Trent en Internet, una amenaza a la privacidad de Estados Unidos mucho más peligrosa de lo que jamás sería la Agencia de Seguridad Nacional, la ASN. Después de cuatro rings, saltó el contestador y escucharon una voz masculina indicándoles que dejaran un mensaje.

– Parece ser que nuestro espía no está en casa -dijo ella-. ¿Vas armado?

– No tengo ninguna arma. ¿Y tú?

Negó con la cabeza.

– No me van las armas. Prefiero el cerebro a las balas.

– Bien, es mejor que a uno no le vayan las armas.

– Parece que lo dices por experiencia.

– Ahora no es el momento de intercambiar biografías.

– Lo sé, sólo me estoy preparando para cuando llegue el momento.

– No pensaba que fueras a quedarte por aquí después de esto.

– No pensaba que fuera a quedarme por aquí para esto. Así que nunca se sabe.

– Bueno. La caja de la línea telefónica cuelga de una pared de los cimientos bajo la tarima. Adelante, despacio y con discreción.

Mientras avanzaban sigilosamente, un caballo relinchó a lo lejos. Por ahí había pequeñas granjas familiares, que estaban siendo engullidas rápidamente por la colosal maquinaria de construcción de viviendas de esa zona de Virginia que escupía apartamentos, casas adosadas, modestos chalés familiares y mansiones al azar y a una velocidad de vértigo.

Habían pasado al lado de varias de esas granjas camino de casa de Trent, y todas ellas tenían establos, pacas de heno, cercado y bichos grandes mordisqueando hierbajos. Los enormes montículos de estiércol dejados en los caminos habían servido de prueba irrefutable de la presencia de los equinos. Stone casi había pisado uno al salir del coche de alquiler de Annabelle.

Llegaron a la caja de la línea de teléfono y Stone dedicó unos cinco minutos a analizar el sistema de seguridad conectado a ella, y tardó otros cinco minutos en desactivarlo. Después de desviar el último cable, dijo:

– Probemos esta ventana. Probablemente las puertas tengan unos buenos cerrojos. He traído una herramienta para forzarlas pero vayamos primero al punto que opone la menor resistencia.

Ese punto no fue la ventana, porque estaba cerrada a cal y canto.

Siguieron desplazándose por la parte trasera de la casa y al final encontraron una ventana sujeta con unas clavijas. Stone cortó un círculo de cristal, introdujo la mano, extrajo las clavijas y reventó la cerradura. Al cabo de un minuto estaban recorriendo el pasillo hacia lo que parecía la cocina, Stone en cabeza linterna en mano.

– La casa es bonita, pero parece que le va el minimalismo -comentó Annabelle. El gusto de Trent por la decoración interior era más bien espartano: una silla aquí, una mesa allí. La cocina estaba pelada.

– Está soltero. Probablemente coma fuera a menudo.

– ¿Por dónde quieres empezar?

– Vamos a ver si tiene una especie de despacho. La mayoría de los burócratas de Washington se llevan trabajo a casa.

Encontraron el despacho pero casi estaba tan vacío como el resto de la casa, no había ni papeles ni archivos. Había unas cuantas fotos en el aparador situado detrás del escritorio. Stone señaló una. Un hombre fortachón, campechano y con cara de honesto, el pelo cano y unas pobladas cejas grises estaba al lado de un hombre más bajito, fofo y con un peinado que le tapaba la calva pero con unos ojos marrones cautelosos y expresión furtiva.

– El grandullón es Bob Bradley. Trent es el de al lado -dijo Stone.

– Trent se parece un poco a una comadreja. -Annabelle se puso rígida-. ¿Qué es ese sonido vibrante?

– Maldita sea, es mi teléfono. -Stone cogió el teléfono móvil y miró la pantalla-. Es Caleb. Me pregunto qué habrán encontrado.

Nunca llegó a tener la oportunidad de oírlo.

El fuerte golpe desde atrás dejó inconsciente a Stone.

Annabelle profirió un grito un segundo antes de que un paño húmedo sujetado por una mano muy fuerte le tapara la boca y la nariz. Mientras inhalaba los vapores químicos y se iba desplomando, su mirada se posó en un espejo colgado de la pared al otro lado de la habitación. Vio reflejados a dos hombres enmascarados. Uno la tenía a ella y el otro estaba de pie contemplando a Stone. Pero detrás de ellos vio a un tercer hombre, el hombre de la foto, Albert Trent. Sonrió y no se dio cuenta de que ella había visto su reflejo. Al cabo de unos instantes empezó a parpadear, se le cerraron los ojos y se quedó flácida.

Siguiendo las instrucciones de Roger Seagraves, uno de los hombres le quitó el reloj de pulsera a Annabelle. Seagraves ya tenía una camisa de Stone. Aunque no iba a matarlos personalmente, Seagraves orquestaba sus muertes, lo cual satisfacía los criterios de su colección. Deseaba especialmente la inclusión de un Triple Seis, el primero de su colección. Seagraves pensaba otorgarle un lugar honorífico particularmente especial.


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