A las seis y media en punto de una mañana fría y clara en Washington D.C., Jonathan DeHaven salió por la puerta principal de su casa de tres plantas vestido con una chaqueta de tweed gris, corbata azul claro y pantalones negros de sport. DeHaven, un hombre alto y enjuto de unos cincuenta y cinco años con el pelo cano bien peinado, inhaló el aire fresco y dedicó unos instantes a observar la hilera de viejas mansiones que flanqueaban su calle.
DeHaven no era ni mucho menos el residente más acaudalado del vecindario, donde el precio medio de una vivienda de obra vista de varias plantas era de varios millones de dólares. Por suerte, él había heredado la casa de sus padres, lo suficientemente listos para ser de los primeros en invertir en la zona más selecta de la capital. Aunque buena parte de su patrimonio había ido a parar a organizaciones benéficas, el hijo único de los DeHaven había heredado una cantidad nada desdeñable para complementar su salario gubernamental y darse ciertos caprichos.
A él estos ingresos extraordinarios le permitían vivir sin tener que preocuparse de ganar dinero, pero otros residentes de Good Fellow Street no eran tan privilegiados. De hecho, uno de sus vecinos era un comerciante de muerte, aunque DeHaven suponía que el apelativo políticamente correcto era «contratista de defensa».
Ese hombre, Cornelius Behan -le gustaba que le llamaran CB-vivía en una especie de palacete que aglutinaba dos residencias originales en una sola mansión de mil cuatrocientos metros cuadrados. DeHaven había oído rumores de que lo había conseguido mediante sobornos oportunos, dado que se trataba de una zona histórica muy controlada. El complejo no sólo contaba con ascensor para cuatro personas, sino también con residencia aparte para el servicio en la que, de hecho, vivían los criados.
Behan también llevaba a su mansión a una gran cantidad de mujeres ridículamente hermosas a horas intempestivas, aunque tenía la decencia de esperar a que su esposa estuviera fuera de la ciudad, normalmente comprando en Europa como una posesa. DeHaven confiaba en que la mujer agraviada disfrutara de sus propias conquistas al otro lado del Atlántico. Esa idea le evocaba una imagen de la dama elegante y atractiva montada por un joven amante francés, desnudos los dos y encaramados a una mesa enorme estilo Luis XVI mientras sonaba de fondo Bolero. «Bravo por ti», pensaba DeHaven.
Apartó de su mente las ideas sobre los deslices de sus vecinos y se encaminó al trabajo con paso ligero. Jonathan DeHaven era el director del Departamento de Libros Raros y Colecciones Especiales de la Biblioteca del Congreso; cargo que lo enorgullecía, dado que probablemente se tratara de la mejor colección de libros singulares del mundo. Bueno, quizá los franceses, italianos y británicos no estuvieran de acuerdo en ello; pero, como de DeHaven no era objetivo, consideraba que la versión norteamericana era la mejor.
Recorrió unos cuatrocientos metros de acera de adoquines desiguales con un paso meticuloso aprendido de su madre, que siempre quiso ir andando a todas partes durante su larga vida. El día antes de morir, DeHaven no estaba del todo convencido de que su autoritaria madre no se saltara el funeral y decidiera marcharse directamente al cielo exigiendo que la dejaran entrar para empezar a mangonear. En una esquina se subió a un autobús, donde compartió asiento con un joven cubierto de polvo de pladur que llevaba una neverita maltrecha entre los pies. Al cabo de veinticinco minutos, el autobús dejó a DeHaven en un transitado cruce.
Atravesó la calle en dirección a una pequeña cafetería donde se tomó su té y su cruasán matutinos mientras leía el New York Times. Como de costumbre, los titulares le resultaban deprimentes. Guerras, huracanes, una posible epidemia de gripe, terrorismo: bastaba para encerrarse corriendo en casa a cal y canto. Había un artículo sobre la investigación de irregularidades en el ámbito de los contratos de defensa. Los políticos y fabricantes de armas se intercambiaban acusaciones de sobornos y corrupción. «¡Qué sorpresa!» Un escándalo de tráfico de influencias ya había apartado de su cargo al ex presidente de la Cámara de Representantes. Y luego su sucesor, Robert Bradley, había sido víctima de un brutal asesinato en el Club Federalista. El crimen todavía no estaba resuelto; aunque una banda terrorista nacional, desconocida hasta el momento y autodenominada «Norteamericanos contra 1984» en honor a la obra maestra de Orwell sobre el fascismo, había reivindicado la autoría del asesinato. La investigación policial no avanzaba, al menos según los medios de comunicación.
De vez en cuando, DeHaven miraba por la ventana de la cafetería a los funcionarios del Gobierno que caminaban por la calle con paso decidido, dispuestos a comerse el mundo; o, por lo menos, a uno o dos senadores patéticos. La verdad es que era un local de lo más insólito, pensó. Allí dentro había paladines épicos que danzaban en compañía de sórdidos especuladores, todo ello aderezado con una buena dosis de idiotas e intelectuales de los cuales, desgraciadamente, los primeros solían ocupar los cargos más poderosos. Era la única ciudad de Estados Unidos que podía declarar la guerra, aumentar el impuesto sobre la renta federal o reducir las prestaciones de la Seguridad Social. Las decisiones que se tomaban en esos pocos kilómetros cuadrados de monumentos y farsas hacían que legiones de personas se enfurecieran o se alegraran, y los dos bandos iban alternándose dependiendo de quién controlaba el Gobierno en cada momento. Y las luchas, giros y conspiraciones urdidas y luego puestas en práctica para mantener o recuperar el poder consumían cada gramo de energía que personas sumamente brillantes y talentosas eran capaces de dar. El mosaico revuelto y siempre cambiante tenía demasiadas piezas que se movían de forma frenética para cualquier profano como para siquiera hacerse una idea aproximada de lo que realmente pasaba. Era como un jardín de infancia letal que nunca acababa.
Al cabo de unos minutos, DeHaven subió al trote los amplios escalones del edificio Jefferson de la Biblioteca del Congreso, con su impresionante cúpula. Firmó el recibo de las llaves de la puerta con alarma que le dio el policía de la biblioteca y se dirigió a la segunda planta, desde donde rápidamente se encaminó hacia la sala LJ239, donde se hallaban la sala de lectura de Libros Raros y el entramado de cámaras acorazadas que salvaguardaban muchos de los tesoros en papel de la nación. Estas riquezas bibliográficas incluían un ejemplar impreso original de la Declaración de Independencia que los Padres Fundadores redactaron en Filadelfia en su marcha para liberarse del yugo inglés. «¿Qué pensarían ahora de este lugar?»Abrió con llave las impresionantes puertas exteriores de la sala de lectura y las dejó abiertas contra las paredes interiores. A continuación marcó la complicada sucesión de teclas que le permitía entrar en la sala. DeHaven siempre era la primera persona en llegar. Aunque para cumplir sus responsabilidades habituales no tenía que estar en la sala de lectura, DeHaven mantenía una simbólica relación con los libros antiguos que resultaría inexplicable para un lego en la materia, pero que cualquier bibliófilo, por modesta que fuera su afición, comprendería a la primera.
La sala de lectura no estaba abierta los fines de semana, lo cual permitía a DeHaven salir en bicicleta, buscar libros singulares para su colección personal y tocar el piano. Había aprendido a tocarlo bajo la estricta tutela de su padre, cuya ambición de ser concertista de piano había quedado aplastada por la cruda realidad que suponía su falta de talento. Por desgracia, su hijo se encontraba en la misma situación. No obstante, desde la muerte de su padre, DeHaven disfrutaba tocando. Por mucho que lo exasperara el estricto código de conducta de sus progenitores, casi siempre les había obedecido.
De hecho, sólo había actuado una vez contra su voluntad, aunque se trató de una flagrante trasgresión. Se había casado con una mujer casi veinte años menor que él, una señorita cuya posición social era bastante inferior a la suya, o al menos eso era lo que su madre le había repetido hasta la saciedad hasta llegar a acosarlo para que anulara el matrimonio al cabo de un año. Ninguna madre debería tener potestad para obligar a un hijo a dejar a la mujer que ama, ni siquiera de amenazarlo con desheredarlo. Su madre había caído tan bajo que incluso le había dicho que vendería todos los libros singulares que había prometido dejarle. Pero él tenía que haber sido capaz de hacerle frente, de decirle que no se inmiscuyera en su vida. Eso es lo que pensaba ahora, claro está, cuando ya era demasiado tarde. Ojalá hubiera tenido agallas años atrás.
DeHaven suspiró con nostalgia mientras se desabotonaba la chaqueta y se alisaba la corbata. Era muy posible que hubieran sido los mejores doce meses de su vida. Nunca había conocido a una persona como ella, y seguro que nunca volvería a conocer a otra igual. «Aun así, la dejé marchar porque mi madre me chantajeó.» Había escrito a aquella mujer años después de lo ocurrido, disculpándose de todos los modos posibles. Le mandó dinero, joyas y artículos exóticos de sus viajes por el mundo; pero nunca le pidió que volviera con él. No, nunca se lo había pedido, ¿verdad? Ella le había escrito unas cuantas veces, hasta que un día los paquetes y las cartas que él le enviaba empezaron a serle devueltos sin abrir. Tras la muerte de su madre se planteó intentar encontrarla, pero acabó llegando a la conclusión de que era demasiado tarde. Ya no la merecía.
Respiró hondo, se guardó las llaves de la puerta en el bolsillo y echó un vistazo a la sala de lectura. La estancia, inspirada en el esplendor georgiano del Independence Hall, le producía un efecto calmante. A DeHaven le gustaban especialmente las abombadas lámparas de cobre que había en todas las mesas. Pasó la mano por una con cariño, y la sensación de fracaso por haber perdido a la única mujer que le había proporcionado la felicidad absoluta empezó a desvanecerse.
DeHaven cruzó la sala y extrajo su tarjeta de seguridad. La desplazó por la plataforma informática de acceso, asintió a la cámara de vigilancia empotrada en la pared, por encima de la puerta, y pasó a la cámara acorazada. Entrar allí cada mañana era un ritual diario, le ayudaba a recargar baterías, reafirmaba la idea de que todo giraba en torno a los libros.
Pasó un rato en el terreno sagrado de la sala Jefferson hojeando un ejemplar de la obra de Tácito, un romano que el tercer presidente de Estados Unidos admiraba sobremanera. A continuación utilizó las llaves para entrar en la cámara Lessing J. Rosenwald, donde incunables y códices donados por Rosenwald, ex presidente de Sears Roebuck, se hacían compañía en las estanterías metálicas de una costosa sala cuya temperatura estaba constantemente controlada. Aunque la biblioteca tenía un presupuesto muy limitado, una temperatura constante de 15,5° con una humedad relativa del 68% permitía que un libro antiguo sobreviviera al menos varios siglos más.
Para DeHaven, valía la pena descontar ese gasto adicional de un presupuesto federal que siempre destinaba más a la guerra que a fines pacíficos. Por una mínima parte de lo que costaba un misil, él podía comprar legalmente todas las obras que la biblioteca necesitaba para completar su colección de libros raros. No obstante, los políticos creían que los misiles proporcionaban seguridad; mientras que, en realidad, los libros eran los que la proporcionaban y por un motivo muy sencillo: la ignorancia causaba guerras y los amantes de la lectura raras veces eran ignorantes. Tal vez fuera una filosofía excesivamente simplista, pero DeHaven estaba convencido de ello.
Mientras contemplaba los libros de las estanterías, reflexionaba sobre la colección de libros que él tenía en una cámara especial del sótano de su casa. No era una gran colección, aunque sí considerable. DeHaven opinaba que todas las personas deberían coleccionar algo, porque eso te hacía sentir más vivo y conectado con el mundo.
Tras inspeccionar un par de libros que acababan de llegar del Departamento de Conservación, subió las escaleras conducentes a las cámaras que se extendían hasta la sala de lectura. Allí se guardaba una colección de los primeros libros de medicina norteamericanos. Y el entresuelo, situado justo encima, albergaba gran variedad de libros infantiles. Se detuvo para dar una cariñosa palmada a la cabeza del pequeño busto de un hombre que ocupaba una mesita rinconera desde tiempo inmemorial.
Al cabo de unos instantes, Jonathan DeHaven se desplomó en una silla y empezó a morirse. No fue una muerte agradable o indolora, a juzgar por las convulsiones y los gritos ahogados que emitía mientras se le iba la vida. Para cuando la agonía acabó, en tan sólo treinta segundos, se quedó tendido en el suelo a unos seis metros de donde había empezado. Parecía estar observando una colección de cuentos en cuyas portadas aparecían chicas ataviadas con vestidos veraniegos y pamelas.
Murió sin saber qué lo había matado. Su cuerpo no le había traicionado, pues gozaba de una salud excelente. Nadie lo había golpeado con un objeto contundente y ningún veneno había rozado sus labios; de hecho, estaba totalmente solo.
Sea como fuere, Jonathan DeHaven estaba muerto.
A unos cuarenta kilómetros de distancia, sonó el teléfono en casa de Roger Seagraves. Era el parte meteorológico: soleado y despejado durante los próximos días. Seagraves terminó el desayuno, agarró su maletín y se marchó al trabajo. Le encantaba empezar el día con buen pie.