Stone los guió hacia la esquina y calle abajo, pasando por delante de las casas adosadas cuya parte posterior daba al callejón que se encontraba detrás de la casa de Chambers. Stone se detuvo en medio de la manzana e indicó a los demás que se quedaran quietos mientras miraba hacia arriba, hacia algo del edificio que tenían delante.
– Dios mío -dijo Caleb, mirando a su alrededor y dándose cuenta de dónde estaba-. De día no lo había reconocido.
– Caleb, llama a la puerta -ordenó Stone.
Caleb hizo lo que le pedían.
– ¿Quién es? -preguntó una voz profunda.
Stone hizo un gesto a Caleb.
– Oh, soy yo, Señor Pearl. Soy Caleb Shaw. Quería, uh, quería hablarle sobre el Libro de los Salmos.
– Está cerrado. El horario que hay en la puerta lo dice claramente.
– Es muy urgente -insistió Caleb-. Por favor. Será un minuto.
Transcurrieron varios minutos y luego oyeron un clic. Caleb abrió la puerta y entraron todos. Cuando Vincent Pearl apareció al cabo de unos instantes, no iba vestido con una túnica larga, sino con pantalones negros, camisa blanca y un delantal verde. Llevaba el largo pelo despeinado y la barba descuidada. Parecía sorprendido de ver a los demás con Caleb.
– Estoy muy ocupado ahora mismo, Shaw. No puedo dejarlo todo sólo porque de repente se le ocurre pasar por aquí sin previo aviso -dijo enfadado.
Stone dio un paso al frente.
– ¿Dónde está Albert Trent? ¿En la habitación trasera?
Pearl lo miró boquiabierto.
– ¿Cómo? ¿Quién?
Stone le empujó para pasar, abrió la puerta de la habitación trasera y entró. Salió al cabo de un minuto.
– ¿Está arriba?
– ¿Qué demonios estás haciendo? -gritó Pearl-. Llamaré a la policía.
Stone empezó a subir la escalera de caracol como una flecha y le indicó a Reuben que le siguiera arriba.
– Vigila, Foxworth podría estar con él.
Los dos desaparecieron y al cabo de unos instantes oyeron gritos y un forcejeo. Luego el ruido cesó de repente, y Stone y Reuben bajaron agarrando a Albert Trent con firmeza.
Le obligaron a sentarse en una silla, y Reuben se quedó de pie a su lado. El miembro del Comité de Inteligencia parecía verdaderamente derrotado, pero de todas formas Reuben refunfuñó.
– No me des muchas razones para partirte este cuello flacucho.
Stone se dirigió a Pearl, quien, a diferencia de Trent, no había perdido la compostura.
– ¿Qué te crees que estás haciendo? -dijo Pearl, quitándose el delantal-. Este hombre es amigo mío, y está aquí porque le he invitado yo.
– ¿Dónde está Chambers? -preguntó Caleb de buenas a primeras-. ¿También le has invitado a venir?
– ¿Quién? -dijo Pearl.
– Monty Chambers -respondió Caleb exasperado.
– Está aquí mismo, Caleb -dijo Stone.
Se acercó y tiró fuerte de la barba de Pearl. Empezó a despegarse. Con la otra mano, Stone se dispuso a tirar de un trozo del tupido pelo, pero Pearl se lo impidió.
– Permíteme.
Tiró primero de la barba y luego de la peluca, dejando al descubierto una cabeza calva, sin un solo pelo.
– Si de verdad querías ocultar tu identidad, no tenías que haber dejado un cepillo y champú en el cuarto de baño. Los calvos casi nunca lo necesitan.
Pearl se sentó pesadamente en la silla y pasó la mano por la peluca.
– Lavaba la peluca y la barba en el lavabo y luego las cepillaba, lira un rollo, pero casi todo en la vida lo es.
Caleb seguía mirando fijamente a Vincent Pearl, quien ahora era Monty Chambers.
– No entiendo cómo no pude darme cuenta de que eran el mismo hombre.
– El disfraz era muy bueno, Caleb -dijo Stone-. El pelo, la barba, unas gafas distintas, más peso, ropa poco corriente… Todo conformaba un aspecto muy singular, y tú mismo has dicho que viste a Pearl aquí en la tienda sólo un par de veces y por la noche; el alumbrado no es demasiado bueno.
Caleb asintió.
– Hablabas muy poco en la biblioteca, y cuando lo hacías, tu voz era aguda y chillona. ¿Quién se te ocurrió primero? -preguntó Caleb-. ¿Vincent Pearl o Monty Chambers?
Pearl sonrió tímidamente.
– Mi verdadero nombre es Monty Chambers. Vincent Pearl era sólo mi álter ego.
– ¿Por qué querías tener un álter ego? -preguntó Stone.
Al principio Chambers parecía reticente a responder. Sin embargo, luego se encogió de hombros y se dispuso a explicarlo.
– Supongo que ahora ya no importa. De joven era actor. Me encantaba disfrazarme e interpretar. Sin embargo, de tanto talento no supe aprovechar las oportunidades que se me presentaron, por decirlo de algún modo. Mi otra pasión eran los libros. De joven aprendí con un restaurador excelente que me enseñó el oficio. La biblioteca me contrató y de este modo pude iniciar una buena trayectoria profesional. Sin embargo, también quería coleccionar libros, y el sueldo de la biblioteca no me lo permitía. Así pues, me convertí en marchante de libros singulares. Sin duda alguna, tenía el conocimiento y la experiencia pero, ¿quién iba a querer negociar con un humilde restaurador de biblioteca? Los ricos seguro que no, y ellos eran la clientela a la que quería dirigirme. Así pues, me inventé a alguien con quien quisieran tratar a toda costa: Vincent Pearl, histriónico, misterioso e infalible.
– Y cuya librería sólo abría por la noche para que pudiera mantener su trabajo diurno -añadió Stone.
– Compré esta tienda porque estaba al otro lado del callejón de mi casa. Podía disfrazarme, salir de casa y meterme en la tienda como otra persona. Funcionó muy bien. Con los años, mi reputación como marchante prosperó.
– ¿Cómo se pasa de marchante de libros a espía? -preguntó Caleb con voz temblorosa-. ¿Cómo se pasa de restaurador de libros a asesino?
Trent intervino hablando más alto.
– ¡No digas nada! No tienen ninguna prueba.
– Tenemos las claves -dijo Milton.
– No, no las tenéis -dijo Trent con desdén-. Si las tuvierais, habríais ido a la policía.
– «E», «w», «h», «f», «w», «s», «p», «j», «e», «m», «r», «t», «i», «z». ¿Continúo? -preguntó Milton educadamente.
Lo miraron todos, mudos de asombro.
– Milton, ¿por qué no nos lo dijiste antes? -inquirió Caleb.
– No pensé que fuera importante, porque no teníamos la prueba en el libro. Sin embargo, leí las letras resaltadas antes de que desaparecieran, y cuando veo algo, no lo olvido jamás -explicó amablemente al pasmado Trent-. Bueno, se me acaba de ocurrir que como recuerdo todas las letras, las autoridades podrían intentar descifrar el mensaje cuando se las diga.
Chambers miró a Trent y se encogió de hombros.
– El padre de Albert y yo éramos amigos, quiero decir yo como Monty Chambers. Cuando murió, me convertí en la figura paterna de Albert, supongo, o al menos en una especie de tutor. Esto ocurrió hace años. Albert regresó a Washington después de terminar la universidad, y empezó a trabajar para la CIA. El y yo hablamos durante muchos años sobre el mundo de los espías. Luego pasó al Capitolio, y aún hablábamos más. Entonces le conté mi secreto. Los libros no le gustaban demasiado. Es un defecto de su carácter que, desafortunadamente, nunca le he reprochado.
– ¿El qué? ¿El espionaje? -apuntó Stone.
– ¡Imbécil, cierra el pico! -gritó Trent a Chambers.
– Vale, se acabó. A dormir, pequeño.
Reuben pegó un puñetazo a Trent en la mandíbula que le dejó sin sentido. Se enderezó y se dirigió al librero.
– Continúa.
Chambers miró a Trent inconsciente.
– Sí, supongo que soy un imbécil. Poco a poco, Albert me contó cómo se podía ganar dinero vendiendo lo que él llamaba secretos «menores». Me dijo que ni siquiera era espionaje, que eran negocios normales y corrientes. Me explicó que en su cargo como miembro del comité había conocido a un hombre que tenía contactos en todas las agencias de inteligencia y que tenía mucho interésen hacer negocios con él. Más tarde resultó que ese hombre era muy peligroso. Sin embargo, Albert me contó que muchas personas vendían secretos, en ambos bandos, que era algo casi normal.
– ¿Y te lo creíste? -preguntó Stone.
– Una parte de mí no, pero otra parte de mí quería creérselo porque coleccionar libros es una pasión cara y el dinero iba a venirme bien. Ahora veo que sin duda me equivoqué, pero en ese momento no me pareció tan mal. Albert me dijo que el problema era que tarde o temprano siempre pillaban a todos los espías cuando hacían las entregas. Me dijo que había pensado en la manera de evitarlo y que yo podía ayudarle.
– Con tus conocimientos de restaurador de libros raros tenías la pericia y el acceso a la biblioteca -dijo Caleb.
– Sí, y Albert y yo éramos viejos amigos, así que no había nada sospechoso si él me traía un libro; al fin y al cabo era mi especialidad. Dentro de los libros, marcaban algunas letras con un pequeño puntito. Cogía las letras cifradas que me había dado y las ponía en los libros de la biblioteca con un tinte químico. Siempre me han gustado las letras tan bien destacadas de las obras incunables que los artesanos crearon desde el nacimiento de la imprenta. Para mí eran como verdaderos cuadros en miniatura, con cientos de años de antigüedad, y con el cuidado adecuado pueden parecer tan vivas hoy como cuando se hicieron por primera vez. Había experimentado con materiales de este tipo durante años, como aficionado. Ya no hay mercado para este tipo de cosas. En realidad, no fue demasiado difícil encontrar una sustancia química para que las letras reaccionaran con el tipo de lentes adecuado, que también creé yo. Además de los libros viejos, mis otras fascinaciones han sido la química, el poder y la capacidad de manipular la luz. También disfruto con mi trabajo en la biblioteca -explicó, haciendo una pausa-. Bueno, al menos he disfrutado, porque ahora se ha acabado mi trayectoria profesional. -Suspiró profundamente-. Por otro lado, Albert y su gente dispusieron que algunas personas acudieran a la sala de lectura con estas gafas especiales. Creo que venían regularmente, no sólo para ver los mensajes cifrados, para no levantar sospechas.
– Ver a viejecitos de ambos sexos leyendo libros raros allí no iba a levantar sospechas -añadió Stone-. Podían coger los secretos, enviarlos en una carta de estilo antiguo a un «familiar» que viviera fuera del país, y ni siquiera la poderosa ASN, con todos sus superordenadores y satélites, iba a descubrirlo. Sin duda, era un plan perfecto.
– Le decía a Albert el libro que estaba listo y él colocaba pequeñas frases en ciertos sitios de Internet para decirles cuándo tenían que entrar y qué libro debían pedir. Les entregaba el libro por la mañana, cuando acudían a la biblioteca. Tenía un suministro sin fin de volúmenes para restaurar que circulaban libremente en la sala de lectura, así que esto no suponía un problema. Entraban, copiaban las letras resaltadas y se iban. Algunas horas después, el tinte químico se evaporaba, y con ello las pruebas.
– Y te pagaban muy bien. Seguro que te ingresaban el dinero en una cuenta en el extranjero -añadió Annabelle.
– Algo así-reconoció.
– Sin embargo, has dicho que Vincent Pearl estaba teniendo mucho éxito. ¿Por qué no decidiste utilizar siempre esa personalidad? -preguntó Stone.
– Como ya he dicho, me encantaba mi trabajo en la biblioteca, y era divertido tomarle el pelo a todo el mundo. Supongo que quería lo mejor de ambos mundos.
– El espionaje pase, pero asesinar… -espetó Caleb-. Bob Bradley, Cornelius Behan, Norman Janklow y seguramente Jewell English. ¿Y Jonathan? ¡Hiciste que mataran a Jonathan!
– ¡Yo no hice matar a nadie! -protestó Chambers ferozmente, señalando a Trent-. Él lo hizo; él y quienquiera que trabaja con él.
– El señor Foxworth -dijo Stone lentamente.
– Pero, ¿por qué Jonathan? -preguntó Caleb con amargura-. ¿Por qué él?
Chambers se frotó las manos con nerviosismo.
– Entró en la sala de restauración por sorpresa después de terminar de trabajar una noche y me vio manipulando un libro. Estaba aplicando la sustancia química sobre las letras. Intenté explicárselo, pero no pienso que me creyera. Enseguida le conté a Albert lo ocurrido, y lo siguiente que sé es que Jonathan había muerto. Albert me dijo más tarde que como la sala de lectura era nuestra base de intercambio, tenían que hacer que la muerte pareciera natural. Si perdíamos la sala de lectura, perdíamos el negocio.
– Sabías lo que había ocurrido y aun así no acudiste a la policía -le acusó Caleb.
– ¿Cómo iba a hacerlo? ¡Me iba a pudrir en la cárcel! -exclamó Chambers.
– Que es lo que te pasará ahora -afirmó Stone con firmeza antes de mirar a Trent, que estaba desplomado-. Y a él.
– O quizá no -interrumpió una voz.
Todos se giraron y observaron cómo Roger Seagraves se acercaba hacia ellos, con una pistola en cada mano.
– ¿Señor Foxworth? -dijo Caleb.
– ¡Cállate! -gritó Seagraves impacientemente sin dejar de mirar a Trent, que estaba volviendo en sí.
– Gracias a Dios, Roger -dijo cuando vio a Seagraves.
Seagraves sonrió.
– Te has equivocado de deidad, Albert.
Disparó y alcanzó a Trent en el pecho. El hombre jadeó y se cayó de la silla al suelo. Seagraves apuntó con la otra pistola a Stone y Reuben, quienes se dirigían hacia él.
– Ni os atreváis. -Apuntó la otra pistola a Chambers-. Tampoco necesitamos ya tus servicios.
Mientras Chambers se preparaba para recibir el impacto de la bala, Stone se colocó entre él y Seagraves.
– Ya he llamado a la policía, y están de camino. Si quieres huir, mejor que lo hagas ahora.
– Vaya, ¡qué emotivo! Un Triple Seis protegiendo a otro…
A Stone se le agarrotaron un poco los músculos.
Seagraves sonrió.
– O sea que es cierto. Entonces conocerás la primera regla de nuestro negocio: no dejar jamás ningún testigo. Tengo curiosidad. ¿Cómo acabaste trabajando en un cementerio? Debió de ser una derrota para alguien como tú.
– Pues yo lo consideré un ascenso.
Seagraves negó con la cabeza.
– Me habría evitado muchos problemas si te hubiera matado cuando tuve la oportunidad. Has arruinado una gran operación, pero tengo suficiente dinero para vivir bien.
– Si consigues escapar -interrumpió Annabelle.
– Oh, me escaparé, te lo aseguro.
– Yo no estaría tan seguro -dijo Stone, moviendo la mano derecha hacia el bolsillo de su chaqueta-. Ahora el Servicio Secreto y el FBI también están metidos en el caso.
– ¡Uy, no veas qué miedo me dan! Lo último que tengo que hacer es recoger un par de artículos para mi colección. ¡Quieto! -gritó Seagraves. Stone dejó de mover la mano; tenía la punta de los dedos muy cerca del bolsillo de la chaqueta-. ¡Arriba las manos!
– ¿Qué? -preguntó Stone, fingiendo estar desconcertado.
– Arriba las manos, Triple Seis. ¡Ponías donde las vea! ¡Ya!
Stone levantó ambas manos con rapidez.
Seagraves respiró con dificultad y se tambaleó hacia delante. Dejó caer las pistolas al suelo, intentó sacarse el cuchillo del cuello, pero el filo que Stone le había lanzado al levantar las manos le había cortado la carótida. La sangre brotaba con tanta rapidez que Seagraves ya estaba desmoronándose, arrodillado. Luego se tumbó bocabajo. Lentamente, se giró. Mientras los demás le observaban horrorizados, Stone se dirigió tranquilamente hacia Seagraves y le sacó el cuchillo.
«La última persona que había asesinado lanzándole el cuchillo de esta manera era como este hombre. Se lo tenía más que merecido.»Milton apartó la mirada mientras Caleb empalidecía; parecía que las piernas le flaquearan. Las miradas de Annabelle y Reuben estaban clavadas en el hombre herido de muerte.
Stone miró al hombre moribundo sin mostrar la menor compasión.
– Si quieres matar a alguien, mátale; no te pongas a charlar con él.
Mientras Roger Seagraves fallecía en silencio, oyeron las sirenas a lo lejos.
– Llamé a Alex Ford cuando me di cuenta de que la casa de Chambers daba con la librería -explicó Stone.
– Por esto hice lo que hice -declaró Chambers, apartando finalmente la mirada del ahora muerto Seagraves-. Por los libros. Para comprarlos y mantenerlos a salvo para la próxima generación. Con el dinero que gané he comprado algunos ejemplares sorprendentes. De veras.
Levantó la mirada y vio cómo todos le contemplaban con indignación.
Chambers se levantó lentamente.
– Tengo que darte una cosa, Caleb.
Stone, desconfiado, le siguió hasta el mostrador. Cuando se disponía a introducir la mano en un cajón, Stone se la cogió.
– Ya lo haré yo.
– No es un arma-protestó Chambers.
– Ya lo veremos, ¿de acuerdo?
Stone sacó una cajita, la abrió, miró en su interior y la cerró. Se la entregó a Caleb. Contenía una primera edición del Libro de los Salmos.
– ¡Gracias a Dios! -exclamó Caleb aliviado. Acto seguido, miró a Chambers sorprendido-. ¿Cómo lo conseguiste? No tenías ni la combinación ni la llave de la cámara.
– ¿Recuerdas que me encontraba mal cuando estábamos a punto de abandonar la cámara y te ofreciste para ir a buscar un vaso de agua al cuarto de baño que había abajo? En cuanto te fuiste, abrí la pequeña caja fuerte. Había visto cómo la habías abierto y me fijé en la combinación: el número de la sala de lectura. Cogí el libro y me lo escondí en la chaqueta. Cuando regresaste con el agua, cerraste la cámara y nos fuimos.
Reuben gruñó.
– Estás zumbado. ¿Lo dejaste solo en la cámara?
– Bueno, no esperaba que robara este maldito libro -protestó Caleb.
Chambers se observó las manos.
– Fue sólo un impulso. Cuando lo conseguí, estaba tan aterrado como emocionado. Jamás había hecho nada igual. Soy escrupulosamente sincero con mis clientes. Sin embargo, ese libro… ¡Tocarlo ya era un lujo!
Los ojos le brillaron durante unos instantes y luego se le apagaron con la misma rapidez.
– Al menos puedo decir que lo tuve, aunque sólo fuera por poco tiempo. No paraba de decirte que el libro se tenía que analizar porque pensé que así no sospecharías de mí cuando descubrieras su falta.
Annabelle miró en la caja.
– ¡Oh, ese libro! Así que sí que se lo quedó.
Caleb la miró con incredulidad.
– ¿Cómo? ¿Sabías de la existencia de este libro? -preguntó.
– Oh, es una larga historia -dijo ella a la ligera.