Capítulo 2

Una vieja fábrica de ladrillos escupía grandes nubes de humo negro, que probablemente contenía suficientes agentes cancerígenos para arrasar a una o dos generaciones desprevenidas, a un cielo ya ennegrecido por los nubarrones. En un callejón de esta ciudad industrial condenada a muerte por los míseros sueldos que se pagaban en ciudades mucho más contaminadas de China, una pequeña multitud se había arremolinado en torno a un hombre. No se trataba de la escena de un crimen con cadáver incluido, o de alguien que emulaba en la calle el talento de Shakespeare para la interpretación, ni siquiera de un predicador de voz poderosa que vendía a Jesús y la salvación por una modesta contribución a la causa. Era lo que en el mundillo se llamaba «trilero», y estaba haciendo todo lo posible para esquilmar a la multitud mediante un juego de azar con naipes llamado trile.

Los compinches del timador hacían su función apostando y ganando de vez en cuando para que la gente confiara en un golpe de suerte. El «vigía» estaba un poco aletargado. Al menos eso dedujo la mujer que los observaba desde el otro lado de la calle, por sus gestos y expresión apática. No conocía al «musculitos» que también formaba parte de este grupo de timadores; pero tampoco parecía excesivamente duro, sólo blancuzco y lento. Los dos señuelos eran jóvenes y enérgicos y su función era atraer un flujo continuo de inocentes a un juego de cartas en el que nunca ganarían.

La mujer se acercó, contemplando cómo la multitud entusiasmada aplaudía o gemía dependiendo de si la apuesta se ganaba o se perdía. Había empezado su carrera como compinche de uno de los mejores trileros del país. Ese timador en concreto podía montar una mesa en prácticamente cualquier ciudad y largarse al cabo de una hora con, por lo menos, veinte mil dólares en el bolsillo sin que los jugadores tuvieran ni idea de que habían sido víctimas de algo más que de la mala suerte. Aquel trilero era excelente y por un buen motivo: había tenido el mismo maestro que ella. Según su experta mirada, utilizaba la técnica de carta doble reina al frente con la que sustituía la carta de atrás por la reina en el momento crítico de la entrega; porque ésa era la clave del juego.

El objetivo bien simple del trile, como el del juego de los cubiletes en que se basa, era adivinar dónde estaba la reina del trío de cartas de la mesa después de que el estafador las mezclara a una velocidad de vértigo. Resultaba imposible si la reina ni siquiera estaba encima de la mesa en el momento de la elección. Luego, un segundo antes de revelar la posición «correcta» de la reina, el trilero sustituía una de las cartas por la reina y mostraba al grupo dónde se suponía que había estado todo el rato. Con este sencillo truco habían timado a marqueses y marines y a todo tipo de gente desde que las cartas se inventaron.

La mujer se escondió detrás de un contenedor de basura, cruzó la mirada con alguien que estaba entre la multitud y se colocó unas grandes gafas de sol oscuras. Al cabo de un momento, una guapa apostante vestida con minifalda distrajo por completo al vigía. Se había agachado delante de él para recoger unas monedas que se le habían caído al suelo y le había permitido disfrutar de una buena vista de su trasero firme y del tanga rojo que hacía poco por cubrirlo. No era de extrañar que el vigía pensara que había tenido una suerte tremenda. Sin embargo, igual que con el trile, la suerte no tenía nada que ver. La mujer había pagado con anterioridad a la chica de la minifalda para que hiciera ese gesto cuando se lo indicara poniéndose las gafas. Esta sencilla técnica de distracción había funcionado con los hombres desde que las mujeres empezaron a usar ropa.

Cuatro rápidas zancadas y la mujer se colocó justo en medio, caminando erguida con aire arrogante y una energía que hizo que la multitud se separara enseguida mientras el vigía aturdido observaba impotente.

– Bueno -dijo con voz severa, mostrando sus credenciales-. Documentación -espetó, señalando con un dedo largo al trilero: un hombre de mediana edad bajito y rechoncho, con una perilla negra, brillantes ojos verdes y unas manos de las más habilidosas del país. La observó desde debajo de la gorra de béisbol, aun cuando introducía la mano lentamente en el abrigo para sacar la cartera.

– Chicos, se acabó la fiesta -anunció la mujer, al tiempo que se abría la chaqueta para que vieran la insignia plateada que llevaba en el cinturón. Muchos de los presentes empezaron a alejarse. La intrusa tenía unos treinta y cinco años, era alta y ancha de espaldas, y contaba con unas buenas caderas y una melena pelirroja. Vestía unos vaqueros negros, un jersey verde de cuello alto y una chaqueta de cuero corta. Cuando hablaba se le flexionaba un músculo largo en el cuello. Tenía una pequeña cicatriz en forma de anzuelo bajo el ojo derecho que quedaba oculta tras las gafas de sol-. He dicho que se acabó la fiesta. Recoged el dinero y desapareced -dijo en tono autoritario.

Ya se había dado cuenta de que las apuestas que había sobre la mesa se habían esfumado en cuanto había empezado a hablar. Y sabía exactamente adonde habían ido a parar. El trilero era bueno, había reaccionado rápidamente controlando lo único que importaba: el dinero. La gente había huido sin preocuparse de reclamar el dinero que había apostado.

El musculitos dio un paso vacilante hacia la intrusa, pero se quedó parado en cuanto ella lo fulminó con la mirada.

– Ni lo pienses, porque en la ciénaga federal les encantan los tipos gordos como tú. -Lo miró de arriba abajo con expresión lasciva-. Consiguen mucha más carne por el mismo precio. -Al musculitos empezó a temblarle el labio incluso mientras retrocedía e intentaba ser engullido por el muro.

Ella se le acercó.

– Venga, grandullón. Cuando he dicho que os largarais también te incluía a ti.

El musculitos miró nervioso al otro hombre, que le dijo:

– Lárgate. Ya nos encontraremos más tarde.

En cuanto el hombre huyó, la mujer examinó la documentación del trilero, sonrió con satisfacción al devolvérsela e hizo que se pusiera contra la pared para cachearlo. Cogió una carta de la mesa y la giró para que él viera la reina negra.

– Me parece que he ganado.

El trilero miró impertérrito la carta.

– ¿Desde cuándo se interesan los federales por un inofensivo juego de azar?

Ella volvió a dejar la carta sobre la mesa.

– Menos mal que tus víctimas no sabían lo «azaroso» que en realidad era este juego de azar. Tal vez debería ir a informar a alguno de los grandullones, que quizá quiera volver a darte una buena paliza.

El hombre miró la reina negra.

– Como has dicho, tú ganas. ¿Por qué no me dices cuánto es el soborno? -Cogió un fajo de billetes de la riñonera.

A modo de respuesta, ella sacó sus credenciales, soltó la insignia del cinturón y las dejó encima de la mesa. Él las miró.

– Adelante -dijo ella con toda tranquilidad-. No tengo secretos.

El hombre las tomó. Las supuestas credenciales no la identificaban como agente de la ley. La funda de plástico contenía una tarjeta de socio del Costco Warehouse Club. La insignia era de latón y llevaba grabada una marca de cerveza alemana.

El trilero abrió los ojos como platos cuando la mujer se quitó las gafas de sol.

– ¿Annabelle?

– Leo, ¿cómo se te ocurre hacer de trilero con una panda de perdedores en esta mierda de ciudad?

Leo Ritcher se encogió de hombros, aunque con una sonrisa de oreja a oreja.

– Malos tiempos. Y los chicos están bien, un poco verdes, pero van aprendiendo. El trile nunca nos ha fallado, ¿verdad? -Agitó el fajo de billetes antes de guardárselos en la riñonera-. Es un poco arriesgado hacerte pasar por policía -la regañó gentilmente.

– Yo no he dicho que fuera policía, la gente lo ha dado por supuesto. Por eso tenemos una profesión, Leo, porque con agallas suficientes la gente lo da por supuesto. Pero, ahora que lo dices, ¿intentabas sobornar a un policía?

– En mi humilde experiencia, suele funcionar más a menudo de lo que parece -dijo Leo, mientras sacaba un cigarrillo de un paquete que llevaba en el bolsillo de la camisa. Le ofreció uno, pero ella declinó la oferta.

– ¿Cuánto ganas por aquí? -preguntó Annabelle fríamente.

Leo la miró con suspicacia mientras encendía el Winston, le daba una calada y exhalaba el humo por la nariz, igualando al menos en miniatura las nubes fétidas que despedían las chimeneas de las industrias circundantes.

– El pastel ya está bastante repartido. Tengo trabajadores a mi cargo.

– ¡Trabajadores! ¡No me digas que ahora ofreces contratos de trabajo! -Antes de darle tiempo a responder, añadió-: El trile no entra dentro de mis planes, Leo. Así que ¿cuánto? Tengo un buen motivo para preguntártelo. -Se cruzó de brazos y se apoyó en la pared a esperar.

El se encogió de hombros.

– Normalmente trabajamos en cinco sitios que vamos rotando, unas seis horas al día; llegamos a sacar tres o cuatro de los grandes. Por aquí hay muchos tíos del gremio. Esta gente siempre tiene ganas de perder dinero. Pero pronto nos marcharemos. Va a haber otra oleada de despidos en las fábricas y no queremos que recuerden demasiado bien nuestras caras. Ya sabes cómo funciona. Yo me llevo el sesenta por ciento, pero hoy en día hay muchos gastos. Tengo ahorrados sesenta mil dólares. Quiero duplicar esta cantidad antes del invierno. Así tendré para mantenerme una temporada.

– Pero, conociéndote, no será demasiado tiempo. -Annabelle Conroy cogió su insignia cervecera y la tarjeta del Costco-. ¿Te interesa ganar dinero de verdad?

– La última vez que me lo preguntaste me pegaron un tiro.

– Nos pegaron un tiro porque te volviste avaricioso.

En esos momentos ninguno de los dos sonreía.

– ¿De qué se trata? -preguntó Leo.

– Te lo contaré cuando hayamos dado un par de golpes menores. Necesito un poco de capital para la gran estafa.

– La gran estafa. ¿Queda alguien que todavía se dedique a eso?

Ella ladeó la cabeza y bajó la mirada hacia él. Con las botas de tacón, medía metro noventa.

– Yo. De hecho, nunca he dejado de hacerlo -respondió.

Leo se fijó en que llevaba la melena teñida de rojo.

– ¿No eras morena la última vez que te vi?

– Soy lo que haga falta.

Leo esbozó una sonrisa.

– La Annabelle de siempre -dijo.

Ella endureció levemente la expresión.

– No, la de siempre no. Mejor. ¿Te apuntas?

– ¿De cuánto riesgo estamos hablando?

– De mucho, igual que la recompensa.

La alarma de un coche saltó a un volumen atronador. Ninguno de los dos parpadeó siquiera. Los estafadores de su nivel que perdían la calma en algún momento se convertían en carne de presidio o, directamente, morían.

Leo por fin parpadeó.

– Vale, me apunto. ¿Y ahora qué?

– Ahora buscamos a dos personas más.

– ¿Lo haremos por todo lo alto? -Los ojos le brillaron ante la perspectiva.

– La estafa perfecta no se merece más que lo mejor. -Anna-belle cogió la reina negra-. Esta noche me cobraré con una cena por sacar a la reina de tu baraja «mágica».

– Me temo que por aquí no hay muchos restaurantes que valgan la pena.

– Aquí no. Volamos rumbo a Los Ángeles dentro de tres horas.

– ¡A Los Ángeles! ¡Dentro de tres horas! Ni siquiera he hecho la maleta. Y no tengo billete.

– Lo tienes en el bolsillo izquierdo de la chaqueta. Te lo he metido ahí cuando te he cacheado. -Observó su barriga fofa y arqueó una ceja-. Has engordado, Leo.

Annabelle se giró y se marchó, mientras Leo se palpaba el bolsillo y extraía el billete de avión. Recogió las cartas y corrió tras ella sin molestarse en recoger la mesa de juego.

El trile se había acabado durante un tiempo. Ahora le esperaba la estafa perfecta.


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