Roger Seagraves condujo el coche de alquiler por las tranquilas calles del barrio opulento de Washington y giró a la izquierda hacia Good Fellow Street. A esa hora, la mayoría de las casas estaba a oscuras. Mientras pasaba junto a la casa del difunto Jonathan DeHaven, dio la impresión de que ni siquiera miraba hacia allí. Se avecinaba otra tormenta. Empezaba a cansarse de los partes meteorológicos. Pero era una trampa perfecta que no podía dejarla pasar, se dijo. Continuó conduciendo lentamente, como si se tratara de un recorrido para observar con tranquilidad las viejas mansiones. Luego dio la vuelta a la manzana y avanzó por la calle paralela observando con atención la configuración del terreno.
Sin embargo, todavía no se le había ocurrido un plan. Necesitaba tiempo para pensar. Se había fijado en algo: la casa que estaba frente a la de Behan. En el interior había una persona mirando por unos prismáticos. ¿Mirando qué? Daba igual, pero tendría que contar con ese detalle cuando preparase el ataque. Cuando alguien vigilaba, sólo existía una forma de matar y luego huir.
Tras acabar el reconocimiento, Seagraves aparcó el coche de alquiler en el hotel. Cogió el maletín, se dirigió al bar, tomó una copa y luego subió en el ascensor como si fuera a su habitación. Esperó una hora y a continuación bajó por las escaleras. Abandonó el edificio por otra puerta y entró en otro coche que había dejado en el aparcamiento contiguo. Esa noche tenía que hacer algo más aparte de planear otro asesinato.
Condujo hasta el motel y sacó una llave del bolsillo mientras salía del coche. Le bastaron diez rápidas zancadas para llegar a la puerta de una habitación de la segunda planta que daba al aparcamiento. Abrió la puerta, pero no encendió la luz. Se dirigió rápidamente hacia la puerta que daba a la otra habitación, la abrió y entró. Mientras lo hacía, Seagraves percibió la presencia de otra persona en la habitación, aunque no dijo nada. Se desvistió y se acostó en la cama junto a ella. Su cuerpo era suave, con curvas, cálido y, lo más importante de todo, era de una supervisora de turnos de la ASN.
Al cabo de una hora, los dos satisfechos, Seagraves se vistió y se fumó un cigarrillo mientras ella se duchaba. Sabía que había tomado las mismas precauciones que él para evitar que la siguieran, y la ASN tenía tantos empleados que era imposible vigilarlos a todos. Ella nunca había llamado la atención, y Seagraves la había contratado por ese motivo para su operación. Los dos estaban solteros; por lo que, si la cita llegaba a descubrirse, se atribuiría al deseo expreso de mantener relaciones sexuales entre dos adultos que eran empleados federales… lo cual, de momento, no era ilegal en Estados Unidos.
Seagraves oyó que terminaba de ducharse. Llamó a la puerta y la abrió. La ayudó a salir de la ducha, le pellizcó el culo desnudo y la besó.
– Te quiero -le susurró ella al oído.
– Es decir, quieres mi dinero -replicó él.
– También -admitió ella, y bajó la mano hasta la entrepierna de Seagraves.
– Uno por noche -dijo-. Ya no tengo dieciocho años.
Ella le acarició los hombros musculosos.
– A mí no me engañas, cielo.
– La próxima vez -dijo Seagraves y le dio una palmada en el trasero.
– Sé duro conmigo -le susurró al oído-, que me duela.
– No sé hacerlo de otra manera.
Ella lo empujó contra la pared, con los pechos húmedos le mojó la camiseta, y le tiró del pelo mientras trataba de meterle la lengua hasta la garganta.
– ¡Joder, estás como un tren!
– Eso dicen.
Seagraves intentó zafarse, pero no pudo.
– ¿La transferencia se hará según lo previsto? -le preguntó entre lametón y lametón.
– En cuanto reciba mi parte, recibirás la tuya, cariño. -Esta vez, ella lo soltó después de que él le hubiera dado otra palmada en el trasero y le hubiera dejado una marca roja en la otra nalga.
«Sí, lo único que importa es el dinero.»Mientras ella acababa en el baño, Seagraves regresó a la habitación, encendió la luz, cogió el bolso de ella de la mesita de noche y sacó la cámara digital de uno de los bolsillos interiores. Extrajo de la ranura el disco duro de veinte gigas y raspó con la uña una lámina negra que había en la parte posterior del disco de dos centímetros y medio de largo. Observó aquel minúsculo objeto durante unos instantes. Pese a lo reducido de su tamaño, tenía un valor de diez millones de dólares, puede que más, para un ávido comprador de Oriente Medio que no quería que Estados Unidos estuviese al tanto de sus planes de muerte y destrucción para quienes se oponían a él.
La información contenida en aquella joya negra equilibraría la contienda, al menos durante una temporada, hasta que la ASN averiguara que su nuevo sistema de vigilancia se había visto comprometido. Entonces lo cambiarían, Seagraves recibiría otra llamada y él, a su vez, también realizaría otra llamada. Al cabo de varios días iría a otro motel, se tiraría de nuevo a esa mujer, despegaría otra lámina negra e ingresaría otra cifra de ocho dígitos. Repetir los negocios era lo que mejor se le daba. Continuarían haciéndolo hasta que la ASN comenzara a sospechar que el topo estaba cerca. Entonces Seagraves pondría fin a la operación en la ASN, al menos durante una temporada, ya que los burócratas solían ser olvidadizos. Mientras tanto, buscaría otro blanco… y había tantos para escoger.
Pegó en un chicle la lámina que contenía los detalles digitales del programa de vigilancia de la ASN y se lo metió tras los dientes. Luego volvió a la primera habitación a la que había entrado, donde tenía una muda de ropa limpia en el armario. Se duchó, se cambió y se marchó; primero recorrió varias manzanas a pie, luego tomó un autobús y se bajó en un establecimiento de alquiler de coches, se subió a otro coche alquilado y condujo hasta casa.
Necesitó una hora para extraer la información del minúsculo dispositivo y otra hora para transferirla al medio adecuado para su entrega. De espía, Seagraves había sido un entusiasta aprendiz de los códigos secretos y de la historia de la criptografía. En la actualidad, los ordenadores cifraban y descifraban los mensajes de manera automática. Los sistemas más seguros con claves que tenían cientos o incluso miles de dígitos… muchos más de los que contenía el propio mensaje cifrado. Para descifrar esas claves se necesitaban, como mínimo, ordenadores potentes y miles o millones de años.
Eso ocurría porque los criptógrafos modernos suponían que los mensajes cifrados serían interceptados y, por lo tanto, habían diseñado sistemas de cifrado que tuvieran en cuenta esa eventualidad. Su mantra bien podía ser: «Lo interceptarás, pero casi seguro que no podrás leerlo.»Seagraves había optado por un método de cifrado más antiguo, uno que, tal y como se comunicaban los mensajes, sería más difícil de descifrar que los creados por los ordenadores de última generación por un motivo bien simple: si el mensaje no se interceptaba, las posibilidades de leerlo eran nulas. Los métodos antiguos siempre tienen cierta valía, musitó. Incluso la ASN, con todo su poderío tecnológico, debería tenerlo en cuenta.
Una vez transferida la información, se desplomó en la cama.
No obstante, en lugar de dormir sólo podía pensar en su siguiente asesinato. Así, su querida «colección» aumentaría otro número.
De regreso en su casa, Stone puso a los demás al corriente de lo sucedido. Cuando mencionó que en la etiqueta oculta de la bombona ponía C02, 5.000 PPM, Milton encendió el portátil, donde había almacenado varios archivos descargados de Internet. En cuanto Stone acabó de hablar, Milton intervino:
– El CO2 casi nunca se emplea en espacios ocupados, porque podría asfixiar a las personas al eliminar el oxígeno del aire para apagar los fuegos. Cinco mil partes por millón serían letales para todo aquel que estuviese cerca; se quedaría demasiado débil para escapar. Y no es la manera más agradable de morir.
Annabelle tosió, se levantó y se acercó a la ventana.
– Y supongo que enfriará aquello con lo que entre en contacto -se apresuró a decir Stone, mirando a Annabelle con preocupación.
Milton asintió mientras observaba la pantalla.
– En los sistemas de alta presión se produce una descarga de partículas de hielo seco. Se le llama «efecto nieve», porque absorbe el calor rápidamente, reduce la temperatura ambiente y ayuda a evitar que el fuego se reavive. La nieve se convierte en vapor a temperatura normal y no deja rastro alguno.
– Para cuando encontraron a Caleb y a DeHaven en la cámara -añadió Stone-el nivel de CO2ya había vuelto a la normalidad y cualquier atisbo de frío habría quedado anulado por la intensa refrigeración que se usa en la cámara.
– Pero, si DeHaven murió asfixiado por efecto del CO2, ¿no debería verse reflejado en la autopsia? -preguntó Reuben.
Mientras hablaban, Milton no había dejado de teclear a toda velocidad.
– No necesariamente. Esta información la descargué antes de una página patrocinada por una asociación nacional de médicos forenses. Si bien el envenenamiento por monóxido de carbono se detecta en la autopsia por el enrojecimiento de la piel, la exposición al dióxido de carbono no deja indicios tan claros. -Milton leyó lo que ponía en la pantalla y añadió-: El único método para detectar un nivel bajo de oxígeno en una persona es mediante un análisis de gas en la sangre, que mide la proporción de oxígeno-dióxido de carbono en la sangre de la persona. Pero ese análisis sólo se realiza a los vivos para comprobar si es necesario aumentar el nivel de oxígeno. Nunca se realiza durante la autopsia por la sencilla razón de que la persona está muerta.
– Por lo que me comentaron a posteriori, Jonathan fue declarado muerto en la cámara -añadió Caleb-. Ni siquiera lo llevaron a la sala de urgencias.
– Por motivos obvios, la bombona en la que me fijé fue la que se llevaron con la etiqueta FM-200.
– No sé a qué te refieres -repuso Reuben.
– La biblioteca planea retirar el sistema basado en halón. Si estoy en lo cierto y trajeron una bombona repleta de CO2 mortal con una etiqueta falsa para ocultar esa información, entonces no trajeron el halón de vuelta a la biblioteca; eso habría despertado sospechas.
– Exacto, tenían que traer el gas con el que sustituirían el halón. El FM-200 -añadió Caleb-. Y se lo han llevado esta noche con varias bombonas de halón. Si no hubiéramos estado allí, nadie se habría dado cuenta.
Stone asintió.
– Y estoy seguro de que la bombona que estaba conectada a la tubería estaba llena de halón. La bombona vacía que había tenido C02 seguramente se desconectó de la tubería en cuanto se hubo vaciado. Así, en caso de que la policía hiciera una comprobación, no encontraría nada raro. Desde luego, no comprobarían todas las bombonas. Y, aunque lo hicieran, tendrían que haber enviado las bombonas a Fire Control, Inc. Dudo mucho que hubiesen obtenido una respuesta veraz, porque quienquiera que orquestara todo esto trabaja para esa empresa.
– El crimen perfecto -comentó Annabelle con expresión sombría mientras volvía a sentarse-. La cuestión es por qué. ¿Por qué esa necesidad imperiosa de matar a Jonathan?
– Eso nos lleva a Cornelius Behan -respondió Stone-. Ahora sabemos que la bombona de CO2 letal que mató a DeHaven se cambió por la de halón. También sabemos que Fire Control es propiedad de Behan. Está claro que ordenó que mataran a DeHaven. Behan se presentó en la sala de lectura para ver a Caleb el mismo día que las bombonas desaparecieron de la biblioteca. Estoy seguro de que quería saber si se había investigado la boquilla. Y tiene que existir alguna relación entre Behan y Bob Bradley.
– Quizá Bradley y Behan formaran parte de la red de espionaje que creemos que actúa aquí -conjeturó Reuben-. Bradley fue a ver a Behan a su casa y Jonathan vio u oyó algo que no debería haber visto u oído. O tal vez viera algo que inculpara a Behan del asesinato de Bradley. Behan lo averiguó y ordenó que lo matasen antes de que DeHaven lo contase y se abriese una investigación.
– Es posible -repuso Stone-. Tenemos que ocuparnos de muchas cosas, así que nos dividiremos. Caleb, mañana a primera hora baja a la cámara y busca pruebas de que alguien colocara una cámara detrás de la rejilla del conducto de ventilación. Luego observa con atención las cintas de vigilancia para ver quién ha entrado en la cámara.
– ¿Qué? -exclamó Caleb-. ¿Por qué?
– Dijiste que quienquiera que matara a Jonathan debía tener acceso a la biblioteca y a la cámara. Quiero saber quién entró en la cámara los días previos y posteriores al asesinato de DeHaven.
– Pero no puedo ir al Departamento de Seguridad y pedirles que me dejen ver las cintas. ¿Qué motivo les doy? -preguntó Caleb.
– Te ayudaré a encontrar uno, Caleb -dijo Annabelle.
– Oh, perfecto -farfulló Reuben-. Primero Milton se va con la chica, y ahora, Caleb. ¿Y moi? Noooo.
– Reuben, quiero que hagas una llamada anónima a la policía de Washington y les cuentes lo de la bombona de CO2 -prosiguió Stone-. Hazla desde una cabina para que no puedan rastrearla. No sé si se lo tomarán en serio o no, y para cuando lleguen al almacén seguramente ya será demasiado tarde, pero vale la pena intentarlo.
– Pero entonces algunas personas sospecharán que las estamos investigando, ¿no? -dijo Caleb.
– Es posible -repuso Stone-; pero, ahora mismo, ésa es laúnica prueba que tenemos de que DeHaven fue asesinado. Reuben, después de la llamada, quiero que esta misma noche empieces a vigilar Good Fellow Street.
– No es el mejor lugar del mundo para vigilar, Oliver. ¿Dónde me escondo?
– Caleb te dará la llave y la combinación para entrar en casa de DeHaven. Si entras por la puerta trasera, no te verá nadie.
– ¿Qué quieres que haga yo? -preguntó Milton.
– Averigua cuanto puedas sobre la posible relación entre Bob Bradley y Cornelius Behan. Investiga hasta el más mínimo detalle.
– ¿Y tú qué harás, Oliver? -quiso saber Annabelle.
– Pensar.
Mientras los demás se marchaban, Annabelle se dirigió a Caleb.
– ¿Cuánto confías en tu colega, Oliver?
Caleb empalideció.
– Pondría mi vida en sus manos. De hecho, he puesto mi vida en sus manos.
– Admito que parece que sabe lo que hace.
– Sin duda -dijo Caleb-. Has dicho que me ayudarías a conseguir las cintas de vídeo. ¿Cómo?
– Serás el primero en saberlo en cuanto se me ocurra algo.