Capítulo 37

El Nova siguió a la camioneta de Fire Control, Inc., a una distancia prudencial. Caleb conducía, Stone iba a su lado, y Reuben, en la parte de atrás.

– ¿Por qué no llamamos a la policía y lo dejamos en sus manos? -preguntó Caleb.

– ¿Y qué les decimos? -repuso Stone-. Dijiste que la biblioteca sustituiría el viejo sistema antiincendios. En apariencia, eso es precisamente lo que están haciendo esos hombres, y podría poner sobre aviso a la gente equivocada. Necesitamos sigilo, no a los polis.

– ¡Maravilloso! -exclamó Caleb-. O sea, ¿qué tengo que arriesgar mi vida en lugar de que lo haga la policía? La verdad es que no sé para qué cono pago impuestos.

La camioneta giró a la izquierda y luego a la derecha. Habían dejado atrás la zona del Capitolio y habían llegado a una parte más decadente de la ciudad.

– Aminora-dijo Stone-. La camioneta está parando.

Caleb aparcó junto al bordillo. La camioneta se había detenido frente a una puerta eslabonada que otro hombre abría desde dentro del complejo.

– Es un almacén -dijo Stone.

La camioneta entró y la puerta volvió a cerrarse.

– Bueno, aquí se acaba nuestra aventura -dijo Caleb, aliviado-. Por Dios, después de esta pesadilla necesito urgentemente un cappuccino descafeinado.

– Tenemos que pasar al otro lado -dijo Stone.

– Exacto -convino Reuben.

– ¡Estáis locos! -exclamó Caleb.

– Quédate en el coche si quieres, Caleb -le dijo Stone-, pero tengo que averiguar qué pasa ahí dentro.

– ¿Y si os pillan?

– Pues nos pillaron, pero creo que vale la pena intentarlo -respondió Stone.

– ¿Me quedo en el coche? -dijo Caleb lentamente-. Aunque no me parece justo si los dos os arriesgáis…

– Si tenemos que largarnos a toda prisa, es mejor que estés en el coche -le interrumpió Stone-listo para salir pitando.

– Desde luego, Caleb -afirmó Reuben.

– Bueno, si eso creéis… -Caleb sujetó el volante con fuerza y adoptó una expresión resuelta-. He salido derrapando a toda velocidad en más de una ocasión.

Stone y Reuben salieron del coche y se acercaron a la valla. Ocultos tras una pila de tablones viejos amontonados fuera del almacén, observaron la camioneta detenerse en un extremo del aparcamiento. Los hombres salieron del vehículo y entraron en el edificio principal. Al cabo de unos minutos, esos mismos hombres, con ropa de calle, se marcharon en sus coches. Un guardia de seguridad cerró la puerta con llave y regresó al edificio principal.

– Lo mejor será que escalemos la valla por el otro lado, donde han aparcado la camioneta -dijo Reuben-. Así la camioneta nos tapará si el guardia vuelve a salir.

– Buen plan -dijo Stone.

Corrieron hasta el otro extremo de la valla. Antes de comenzar a trepar, Stone arrojó un palo.

– Sólo quería asegurarme de que no estuviera electrificada.

– Claro.

Escalaron la valla lentamente y saltaron en silencio al otro lado, se agacharon y se dirigieron hacia la camioneta. A medio camino, Stone se detuvo y le hizo una seña a Reuben para que se tirara al suelo. Rastrearon la zona con la mirada, pero no vieron a nadie. Esperaron otro minuto y luego reemprendieron la marcha. Stone se apartó repentinamente de la camioneta y corrió hacia un pequeño edificio de hormigón situado cerca del final de la valla.

Había una cerradura en la puerta, pero una de las llaves de Stone encajaba.

El almacén estaba repleto de bombonas enormes. Stone sacó una pequeña linterna que había traído y alumbró a su alrededor. Había un banco de trabajo con herramientas y una pequeña máquina para pintar en un rincón, junto a varios botes de pintura y disolvente. En la pared había un depósito de oxígeno portátil y una máscara. Stone enfocó las bombonas y leyó las etiquetas: FM-200. INERGEN. HALÓN 1301, CO2, FE-25. Volvió a iluminar la de CO2 y observó la etiqueta con atención.

Reuben le dio un empujón.

– Mira -le dijo, señalando un letrero que colgaba de la pared.

– Fire Control, Inc. Eso ya lo sabemos -comentó Stone, impaciente.

– Lee lo que pone debajo.

Stone respiró hondo.

– Fire Control es una filial de Paradigm Technologies, Inc.

– La empresa de Cornelius Behan -farfulló Reuben.

Caleb seguía sentado en el Nova, con la vista clavada en la valla.

– Venga -dijo-. ¿Por qué tardarán tanto?

De repente, se hundió en el asiento. Un coche pasó a su lado de camino al almacén. En cuanto se hubo alejado, Caleb se irguió mientras el corazón le palpitaba a toda velocidad. Era un coche patrulla de seguridad privada, con un pastor alemán enorme en el asiento trasero.

Caleb sacó el móvil para llamar a Stone, pero no le quedaba batería. Siempre se olvidaba de cargarla porque, para empezar, no le gustaba usar el móvil.

– ¡Santo Dios! -gimió Caleb. Respiró hondo-. Puedes hacerlo, Caleb Shaw. Puedes hacerlo. -Exhaló, se concentró y luego citó uno de sus poemas favoritos para armarse de valor: «La mitad de una comunidad /La mitad de una comunidad hacia delante / Todos en el valle de la Muerte / Cabalgaron los seiscientos: / Adelante la Brigada Ligera /Cargad contra los cañones, dijo / Al interior del valle de la Muerte / Cabalgaron los seiscientos.» Se calló y observó el exterior, donde se desarrollaba el verdadero drama con perros y hombres armados, y comenzó a flaquear. Lo poco que le quedaba de valor se esfumó en cuanto recordó que la maldita Brigada Ligera había sido aniquilada.

– ¡Tennyson no sabía una mierda sobre los peligros reales! -exclamó.

Salió del coche y se dirigió hacia la valla con paso inseguro.

Ya fuera del almacén, Stone y Reuben regresaban hacia la camioneta.

– Vigila mientras echó un vistazo -indicó Stone.

Subió de un salto a la parte trasera de la camioneta; estaba descubierta y había listones por todas partes para evitar que la carga se cayera. Iluminó las etiquetas de las bombonas. En todas, menos en una, ponía HALÓN 1301. En la otra rezaba FM- 200. Stone sacó de la chaqueta un bote pequeño de trementina y un trapo que había encontrado en el almacén, y comenzó a aplicar la trementina en el cilindro con la etiqueta que ponía FM-200.

– Vamos, vamos -dijo Reuben mientras miraba en todas direcciones.

Cuando la capa de pintura comenzó a disolverse, Stone dejó de frotar e iluminó la etiqueta original, la que estaba debajo de la pintada. Frotó un poco más hasta que fue capaz de leerla.

– CO2 -leyó-. Cinco mil ppm.

– ¡Oh, mierda! -susurró Reuben-. ¡Corre, Oliver!

Stone miró por el lateral de la camioneta. El perro acababa de salir del coche patrulla, junto a la puerta principal.

Stone bajó de un salto y, manteniendo la camioneta entre ellos y el coche patrulla, salieron disparados hacia la valla. Sin embargo, la camioneta no impedía que el perro los oliera. Stone y Reuben lo oyeron aullar, y luego, correr en su dirección, seguido de los dos guardias.

Stone y Reuben comenzaron a trepar la valla. El perro llegó a su altura y hundió los dientes en la pernera del pantalón de Reuben.

Al otro lado de la puerta, Caleb observaba impotente, sin saber qué hacer, pero tratando de armarse de valor para actuar.

– ¡Alto! -gritó una voz. Reuben trataba de zafarse del perro, sin éxito. Stone miró hacia abajo y vio que los dos guardias les apuntaban con las pistolas.

– Baja, o el perro te arrancará la pierna -gritó un guardia-. ¡Ya!

Stone y Reuben comenzaron a bajar lentamente. El mismo guardia llamó al perro, que se apartó sin dejar de enseñar los dientes.

– Creo que se trata de un malentendido -comenzó a decir Stone.

– Claro, cuéntaselo a la poli -grañó el otro guardia.

– Nosotros nos ocupamos, chicos -dijo una voz de mujer.

Todos se volvieron. Annabelle estaba al otro lado de la puerta, junto al sedán negro. Milton estaba a su lado, ataviado con una cazadora azul y una gorra que ponía FBI.

– ¿Quién cono sois? -preguntó uno de los guardias.

– McCallister y Dupree, agentes del FBI. -Annabelle sostuvo en alto las credenciales y abrió la chaqueta para que vieran la insignia y el arma que llevaba en la pistolera-. Abrid la puerta y sujetad bien el maldito perro -espetó.

– ¿Qué cono hace el FBI aquí? -inquirió el mismo guardia, corriendo hacia la puerta para abrirla.

Annabelle y Milton entraron.

– Léeles sus derechos y espósales -le dijo a Milton, quien sacó dos pares de esposas y se dirigió hacia Stone y Reuben.

– Un momento -dijo el otro guardia-. Si pillamos a alguien entrando sin autorización, tenemos órdenes de llamar a la policía.

Annabelle se colocó frente al joven regordete y lo miró de arriba abajo.

– ¿Cuánto tiempo llevas en… esto… seguridad, jovencito?

– Trece meses. Estoy cualificado para llevar armas -respondió, con aire desafiante.

– Por supuesto, pero baja el arma antes de que dispares a alguien sin querer. -El guardia enfundó el arma de mala gana mientras Annabelle volvía a enseñarle las credenciales-. Esto manda más que los polis locales, ¿vale? -Las credenciales, que parecían de verdad, formaban parte de un paquete que Freddy le había preparado y que era lo que Annabelle guardaba en la caja de tampones.

El guardia tragó saliva, nervioso.

– Pero tenemos unas normas. -Señaló a Reuben y a Stone, a quienes Milton estaba esposando. En la parte de atrás de la cazadora también rezaba FBI. La habían comprado en la tienda de bromas, junto con las armas, insignias y esposas falsas-. Habían entrado sin autorización.

Annabelle rio:

– ¡Habían entrado sin autorización! -Puso los brazos en jarras-. A ver, ¿te has fijado en las personas que has detenido? ¿Sabes quiénes son?

Los guardias se miraron.

– ¿Dos viejos vagabundos? -respondió uno de ellos.

– ¡Eh, tú, gilipollas de tres al cuarto! -bramó Reuben, esposado, y saltó enfurecido hacia el guardia. Milton desenfundó el arma de inmediato y apretó el cañón contra la sien de Reuben.

– Cierra el pico, gordo seboso, antes de que te vuele la cabeza.

Reuben se quedó helado.

– El tipo grande y «agradable» es Randall Weathers, se le busca en cuatro condados por tráfico de drogas, blanqueo de dinero, dos acusaciones de asesinato en primer grado y atentado con bomba en la casa de un juez federal en Georgia. El otro tipo es Paul Masón, alias Peter Dawson, entre otros dieciséis nombres falsos. Ese capullo está en contacto con una célula terrorista de Oriente Medio y trabaja al amparo del Capitolio. Le hemos pinchado el móvil y el correo electrónico. Dimos con su rastro anoche y lo hemos seguido hasta aquí. Parece que estaban haciendo un reconocimiento para robar un gas explosivo. Creemos que esta vez querían atentar contra el Tribunal Supremo. Bastaría con aparcar una camioneta delante del edificio con ese gas y un temporizador para hacer saltar a los nueve jueces por los aires. -Miró a Reuben y Stone con desagrado-. Esta vez lo pagaréis bien caro -añadió en tono amenazador.

– ¡Joder, Earl! -dijo uno de los guardias a su compañero-. ¡Son terroristas!

Annabelle sacó una libreta.

– Dadme vuestros nombres. El FBI os agradecerá de forma muy especial que hayáis participado en la redada. -Sonrió-. Creo que lo notaréis a partir del próximo sueldo.

Los dos guardias se miraron, sonriendo.

– ¡Qué pasada! -exclamó Earl.

Le dijeron sus nombres y luego Annabelle se volvió hacia Milton.

– Mételos en el coche patrulla, Dupree. Cuanto antes nos llevemos a estos babosos a la oficina de Washington, mejor. -Miró a los guardias-. Avisaremos a la policía local, pero primero «interrogaremos» a estos chicos al estilo del FBI. -Les guiñó un ojo-. Pero yo no os he dicho nada, ¿vale?

Los dos le dedicaron una cómplice sonrisa.

– Dadles su merecido -dijo Earl.

– ¡Recibido! Estaremos en contacto.

Llevaron a Stone y a Reuben hasta el asiento trasero del sedán y se alejaron del almacén.

Caleb esperó a que los guardias se marcharan, regresó corriendo al Nova y siguió el coche de Annabelle.

– Milton, antes te has lucido -le dijo Reuben con arrogancia.

A Milton se le iluminó el semblante. Se quitó la gorra y se soltó la melena.

– Veo que, cuando hacéis de equipo de apoyo, os lo tomáis en serio. Gracias -le dijo Stone a Annabelle.

– De perdidos, al río -repuso ella-. ¿Adónde vamos?

– A mi casa -respondió Stone-. Tenemos que hablar de muchas cosas.


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