Roger Seagraves leyó la noticia en la pantalla del ordenador del trabajo. El sospechoso de asesinato se llamaba Reuben Rhodes. Ex militar y ex agente de la DIA (Agencia de Inteligencia de la Defensa) con problemas de bebida que había quemado todas las naves. Trabajaba en el muelle de Washington y vivía en una casucha en los confines del norte de Virginia. La noticia daba a entender que el tipo era una bomba de relojería andante. Este firme enemigo de la guerra había asesinado a un hombre que se había hecho rico vendiendo armas a ejércitos de todo el mundo. Demasiado bonito para ser cierto.
Cuando Seagraves lo vio entrar por la puerta de atrás, no supo qué pensar. Al principio creyó que se trataba de un ladrón, pero la alarma no se había disparado y el hombre se había marchado a la mañana siguiente con las manos vacías. Cuando Reuben volvió a la noche siguiente, Seagraves sabía que tenía una oportunidad de oro para que la policía no sospechase de él.
Cumplió su horario de trabajo para el Gobierno, y luego se tomó su tiempo. Seagraves tenía otra misión pendiente. No sería tan agradable como el encuentro con la mujer de la ASN, pero los negocios no siempre podían ser así. Era importante mantener a sus fuentes felices y en funcionamiento y, a la vez, asegurarse de que nadie sospechara de ellas. Por suerte, gracias a su cargo en la CIA, tenía acceso a las investigaciones abiertas sobre las redes de espionaje nacionales. Aunque era cierto que el FBI también desempeñaba un papel importante al respecto y tenía varios contactos en esa agencia, le resultaba útil saber qué personas eran consideradas «de interés» por parte de su agencia.
Lo que daba fe de su valía era que la flecha nunca le había apuntado. Era como si la CIA no creyese posible que uno de sus antiguos asesinos trabajase por su cuenta. ¿Acaso creían que así funcionaba el mundo? Si tan fácil era engañar a la principal agencia de inteligencia nacional, entonces temía de verdad por la seguridad del país. Sin embargo, no había que olvidar a Aldrich Ames, aunque Seagraves no se parecía en nada a ese espía.
Seagraves había asesinado obedeciendo órdenes del Gobierno. Por lo tanto, no se le podían aplicar las normas relativas a la seguridad ciudadana. Era como los atletas profesionales, capaces de hacer lo que quisieran gracias a su excelente rendimiento en el terreno. Sin embargo, las características que los hacían parecer tan formidables en el tribunal o en el terreno de juego, también los tornaban increíblemente peligrosos en otros contextos. Seagraves había matado todos esos años sin problema alguno y creía que todo era posible. Pero cuando apretaba el gatillo para ganarse la vida, nunca tenía la sensación de estar trabajando para alguien. Era él quien movía el culo, ya fuera en Oriente Medio, en Extremo Oriente o en cualquier otro lugar al que lo enviaran para liquidar a otra persona. Era un solitario, su perfil psicológico lo había confirmado, y uno de los motivos por los que le habían contratado como asesino.
Condujo hasta un gimnasio de McLean, Virginia, apenas a unos minutos de la sede de la CIA en Chain Bridge Road. Jugaba al tenis con el jefe de sección, un hombre que se enorgullecía de su patriotismo, rendimiento laboral y rápido revés.
Se repartieron los dos primeros sets y Seagraves se planteó si debía dejarse ganar en el tercero. Finalmente, se impuso su espíritu competitivo, aunque fingió que casi perdía. Al fin y al cabo, le llevaba quince años.
– Vaya paliza, Roger -le dijo su jefe.
– Hoy estaba inspirado, eso es todo; aunque no me lo has puesto fácil. Si tuviéramos la misma edad, creo que no podría contigo.
Aquel hombre siempre había trabajado en la oficina de Langley. Lo más cerca que había estado del peligro real eran las novelas de suspense que le gustaba leer. Su jefe no sabía casi nada sobre el trabajo que Seagraves había desempeñado para la agencia en el pasado. Por motivos obvios, el Club del Triple Seis era un secreto muy bien guardado. Sin embargo, sabía que Seagraves había trabajado duro durante muchos años en lugares que la agencia había denominado «puntos conflictivos». Por ese motivo, a Seagraves se le profesaba más respeto que al listillo de turno.
Ya en los vestuarios, mientras su jefe se duchaba, Seagraves abrió su taquilla y sacó una toalla. Se secó la cara y luego el pelo. Su jefe y él condujeron hasta el Reston Town Center y cenaron en el Clyde's, cerca de la chimenea de gas en el centro de la elegante sala. Se despidieron después de cenar. Mientras su jefe se alejaba en coche, Seagraves paseó por la calle principal y se detuvo frente a una sala de cine.
En lugares así, y en los parques de la zona, los espías del pasado realizaban las entregas o recogían el dinero. Seagraves recordó la sutil entrega de un paquete de palomitas que contenía algo más que una ración extra de mantequilla; una práctica sutil, aunque burda, en el arte del espionaje. Su jefe de sección y él ya habían realizado la entrega y recogida durante la tarde y era imposible que alguien se hubiera dado cuenta de ello. La CIA casi nunca vigilaba a dos empleados que pasaban unas horas juntos, y menos si era para jugar al tenis y cenar. Su concepto de los espías tradicionales indicaba que se trataba de una ocupación solitaria, y por eso había invitado al despistado de su jefe.
Condujo hasta casa, sacó la toalla que había traído de la taquilla y entró en una pequeña habitación de hormigón con un revestimiento especial situada en el sótano, una especie de habitación «secreta» a salvo de miradas indiscretas. Colocó la toalla en una mesa junto a un vaporizador manual. El logotipo del gimnasio estaba cosido en la superficie de la toalla. Bueno, lo habría estado si hubiera sido una toalla del gimnasio. Era una falsificación bastante aceptable, pero el logotipo estaba sobre la tela, como los parches que se planchan en la ropa de los niños. El vaporizador despegó el logotipo rápidamente. Al otro lado estaba aquello por lo que Seagraves había sudado durante tres sets: cuatro fragmentos de cinta de cinco centímetros de longitud.
Con un sofisticado dispositivo de aumento que, por algún motivo, su jefe permitía que el personal de cierta categoría tuviese, leyó y descifró la información contenida en los fragmentos. Luego la codificó de nuevo y la colocó en el medio adecuado para llevársela a Albert Trent. Eso lo mantuvo ocupado hasta la medianoche, pero no le importó. Como asesino, estaba acostumbrado a trabajar por la noche, y las viejas costumbres nunca cambian.
Una vez que hubo acabado, le quedaba otra tarea antes de concluir la jornada. Se dirigió al armario especial, lo abrió, desactivó la alarma y entró. Iba allí al menos una vez al día, para admirar su colección. Esa noche añadiría un objeto; aunque le fastidiaba que sólo fuera uno, porque deberían haber sido dos. Sacó el objeto del bolsillo del abrigo. Era un gemelo de Cornelius Behan que le había dado un socio de Seagraves que trabajaba para Fire Control, Inc. Al parecer, se le había caído mientras visitaba el almacén, una visita que al final le había costado la vida. Behan había averiguado la causa de la muerte de Jonathan DeHaven y no podía permitir que se lo contase a nadie.
Seagraves colocó el gemelo en un pequeño estante, junto al babero. Todavía no tenía nada de la joven a la que había disparado. Acabaría averiguando su identidad y obtendría un objeto. Había disparado a Behan en primer lugar; éste se había desplomado y le había dejado el espacio necesario para liquidar a la joven que se disponía a realizar un acto lascivo. De rodillas, la joven miró hacia la ventana, por donde había entrado el primer disparo. Seagraves no sabía si le veía o no, pero no importaba. La joven ni siquiera tuvo tiempo de gritar. La bala le destrozó aquella hermosa cara. Sin duda, iría en un ataúd cerrado, igual que Behan. La herida de salida siempre era mayor que la de entrada.
Mientras observaba el espacio vacío junto al gemelo, Seagraves prometió que encontraría un objeto de la joven y así su colección estaría al día. Como a él le gustaba.