Capítulo 32

Esa misma tarde, en la biblioteca, Caleb envió un correo electrónico a las oficinas administrativas. Al cabo de una hora, sabía el nombre de la firma de arquitectos privada que había ayudado a reformar el edificio. Llamó a Milton para proporcionarle la información.

– ¿Qué tal con esa mujer? -le preguntó en voz baja.

– Acaba de comprarme un traje negro y una corbata llamativa y quiere cambiarme el peinado -le susurró Milton-para «darme vida».

– ¿Te ha dicho por qué?

– Todavía no. -Se calló y luego añadió-: Caleb, está tan, tan segura de sí misma que me asusta. -Milton no podía saberlo, pero había dicho una de las mayores verdades de su vida.

– Bueno, aguanta el tipo, «Miltie». -Caleb colgó, riéndose entre dientes.

A continuación, llamó a Vincent Pearl sabiendo que le saldría el contestador automático porque la librería no abría hasta última hora de la tarde. Lo cierto era que no quería hablar con Vincent, porque todavía no había decidido qué haría con la venta de la colección de Jonathan; pero, sobre todo, no sabía qué hacer con el Libro de los Salmos. Cuando se supiera de su existencia, se armaría un gran revuelo en el mundo de los libros raros. Caleb estaría en el centro de la vorágine, idea que lo aterraba e intrigaba por igual. Ser el centro de atención durante unos días no le haría daño, especialmente al ser una persona que trabajaba en el anonimato de una biblioteca.

Lo único que le impedía hacerlo público era algo que lo inquietaba. ¿Y si Jonathan había obtenido el Libro de los Salmos de forma ilegal? Tal vez eso explicara que lo guardara en secreto. Caleb no quería nada que mancillase el recuerdo de su amigo.

Caleb dejó de pensar en ello y se encaminó hacia Jewell English, quien, al igual que el fanático de Hemingway, Norman Janklow, había sido asidua de la sala de lectura durante los últimos años.

Mientras se dirigía hacia ella, Jewell se quitó las gafas, guardó las páginas con sus minuciosas anotaciones en una carpeta de papel manila y le hizo una seña para que se sentara a su lado. Nada más sentarse, ella lo sujetó del brazo y le dijo con entusiasmo:

– Caleb, he encontrado un Beadle como nuevo. Maleska, the Iridian Wife of the White Hunter. Es una joya única.

– Creo que tenemos un ejemplar de ese volumen -repuso Caleb, pensativo-. Asegúrate de que está como nuevo. Los Beadle no se caracterizan por su calidad.

Jewell English aplaudió de alegría.

– Oh, pero, Caleb, ¿no te parece emocionante? Una joya única.

– Sí, es muy emocionante. Y, si te parece bien, me encantaría ser el primero en echarle un vistazo.

– Oh, eres un sol. ¿Por qué no vienes a casa un día a tomar algo? Tenemos mucho en común. -Le dio una palmadita en el brazo y arqueó las cejas perfiladas de forma insinuante.

– Sí, bueno, no estaría mal -repuso Caleb, desprevenido-. Algún día. Quizás. En el futuro. Puede que en algún momento. -Trató de no volver corriendo al mostrador. Que una septuagenaria le tirase los tejos no era lo mejor para su amor propio. Enseguida recuperó el buen humor y recorrió la sala con la mirada. Resultaba reconfortante ver a bibliófilos como Jewell y Norman Janklow leyendo con detenimiento aquellos tomos antiguos. Hacía que el mundo pareciese un lugar más cuerdo de lo que en realidad era. A Caleb le gustaba deleitarse con esa ilusión al menos unas horas al día. «Oh, regresar al mundo de los pliegos y las plumas, aunque sólo sea temporalmente», pensaba.

Llevaba veinte minutos trabajando cuando oyó que se abría la puerta de la sala de lectura. Alzó la vista y se quedó helado. Cornelius Behan se dirigía al mostrador de consultas, cuando vio a Caleb. Le dijo algo a la mujer que estaba junto al mostrador y ella señaló a Caleb. Se levantó en cuanto Behan se le acercó, con la mano tendida. Caleb se percató de que no lo acompañaban los guardaespaldas. Tal vez los de seguridad no los dejaran pasar si iban armados.

– ¿Señor Beban? -dijo. De repente, Caleb se lo imaginó con unas bragas ondeando en sus partes pudendas. Tuvo que contener la risa-. Lo siento -dijo-, me he atragantado.

– Llámame CB, por favor. -Se estrecharon la mano. Behan miró a su alrededor-. Ni siquiera sabía que este lugar existía. Deberíais anunciarlo mejor.

– Podríamos concienciar más a la gente -admitió Caleb-, pero con presupuestos cada vez más reducidos no hay dinero para nada.

– Créeme, estoy al tanto del déficit presupuestario del Gobierno.

– Bueno, los tratos con Washington te han salido muy bien -comentó Caleb, y enseguida se arrepintió de haber dicho eso mientras Behan lo miraba de hito en hito.

– Fue un funeral agradable -dijo Behan, cambiando de tema-. En la medida en la que los funerales pueden ser agradables, claro.

– Sí, lo fue… y un placer conocer a tu esposa.

– Ya. Pues bien, estaba en el centro reunido con algunos tipos del Capitolio y decidí pasar por aquí. Fui vecino de Jonathan durante bastante tiempo y nunca había visto dónde trabajaba.

– Bueno, más vale tarde que nunca.

– Supongo que a Jonathan le gustaba trabajar aquí.

– Sí. Siempre llegaba el primero.

– Tenía muchos amigos aquí. Seguro que le caía bien a todos. -Miró a Caleb inquisitivamente.

– Diría que Jonathan se llevaba bien con todos.

– Anoche estabas en casa de Jonathan con una mujer, ¿no?

Caleb se desenvolvió bien ante aquel segundo cambio de tema tan descarado:

– Deberías habernos saludado si nos viste.

– Estaba ocupado.

«Y que lo jures», pensó Caleb.

– Os vieron mis hombres, siempre están vigilando. ¿Y esa mujer?

– Es una experta en libros raros. Le pedí que viniera para echar un vistazo a algunos tomos de Jonathan como parte del proceso de tasación. -Caleb se sintió orgulloso de sí mismo por haber inventado esa mentira tan rápido.

– ¿Y qué será de la casa de Jonathan?

– Supongo que se venderá, aunque yo no tengo nada que ver con ello.

– Había pensado en comprarla para usarla como casa de invitados.

– ¿No te parece grande, la tuya? -soltó Caleb, sin pensárselo dos veces.

Por suerte, Behan se rio.

– Sí, ya, es normal pensar eso; pero es que tenemos muchos invitados. Creía que igual sabías qué van a hacer con la casa. Tal vez ya la has inspeccionado al completo -añadió, como si no le diera importancia.

– No, me he limitado a la cámara.

Behan observó a Caleb con atención durante lo que pareció una eternidad.

– Entonces llamaré a los abogados, que se ganen el sueldo. -Titubeó, y añadió-: Ya que estoy aquí, ¿me enseñarías la biblioteca? Por lo que tengo entendido, aquí guardáis los libros raros.

– Por eso se llama sala de lectura de Libros Raros. -De repente, se le ocurrió algo. Iba contra ciertos protocolos de la biblioteca, pero qué más daba, tal vez contribuyera a averiguar quién mató a Jonathan-. ¿Te gustaría entrar en la cámara?

– Sí-respondió Behan, casi sin dejarle terminar la pregunta.

Caleb le mostró los lugares emblemáticos y acabó cerca del sitio en el que habían asesinado a Jonathan DeHaven. ¿Se lo había imaginado o Behan había observado más de lo normal la boquilla del sistema antiincendios que sobresalía de la pared? Sus sospechas se vieron confirmadas cuando Behan la señaló.

– ¿Qué es eso?

Caleb le explicó el funcionamiento del sistema.

– Cambiaremos el gas por otro más ecológico.

Behan asintió.

– Bueno, gracias por la visita.

Cuando Behan se hubo marchado, Caleb llamó a Stone y le contó lo sucedido.

– El modo indirecto de preguntarte si Jonathan tenía enemigos resulta muy curioso, salvo que se esté planteando la posibilidad de endilgarle el asesinato a otra persona -comentó Stone-. El hecho de que quisiera saber si habías inspeccionado toda la casa es muy revelador. Me pregunto si sabía que su vecino era un voyeur.

Tras hablar con Stone, Caleb recogió el libro que había sacado de la cámara de DeHaven y recorrió varios túneles hasta el edificio Madison, donde se hallaba el Departamento de Restauración. El departamento se dividía en dos salas grandes, una para libros y otra para todo lo demás. Allí, casi cien restauradores habían trabajado para recuperar objetos raros y no tan raros. Caleb entró en la sala de libros y se dirigió hacia una mesa donde un hombre con un delantal verde pasaba cuidadosamente las páginas de un incunable alemán. A su alrededor había un amplio surtido de herramientas, desde soldadores ultrasónicos y espátulas de teflón hasta prensas de tornillo manuales y cuchillas de toda la vida.

– Hola, Monty-saludó Caleb.

Monty Chambers lo miró desde detrás de las gruesas gafas negras y se frotó la calva con una mano enguantada. Iba bien afeitado y tenía un mentón poco marcado que parecía confundirse con la cara. No dijo nada, se limitó a asentir a Caleb. Monty tenía más de sesenta años y hacía décadas que era el restaurador jefe de la biblioteca. Siempre le encomendaban los trabajos más difíciles y nunca lo hacía mal. Se decía que incluso el libro más estropeado y maltratado renacía en sus manos. Se lo valoraba por la destreza y sensibilidad de sus manos, su inteligencia y creatividad para restaurar obrar antiguas y sus infinitos conocimientos en técnicas de conservación de libros.

– Tengo un trabajo para ti, Monty; si tienes tiempo, claro. -Caleb sostuvo el libro en alto-. El sonido y la furia. El agua ha estropeado las tapas. Perteneció a Jonathan DeHaven. Me encargo de la venta de su colección.

Monty examinó la novela.

– ¿Te corre prisa? -preguntó con voz aguda.

– Oh, no, tienes tiempo de sobra. Todavía estamos en las primeras etapas.

Los restauradores de la talla de Monty solían trabajar en varios proyectos importantes y menos importantes a la vez. Trabajaban hasta tarde y venían algunos fines de semana para que no los interrumpieran tanto. Caleb sabía que Monty tenía un taller completamente equipado en su casa de Washington, donde realizaba algún que otro encargo externo.

– ¿Reversible? -preguntó Monty.

El protocolo estándar actual exigía que los arreglos fueran «reversibles». A finales del siglo XIX y comienzo del XX, los restauradores de libros pasaron por una etapa de «embellecimiento». Por desgracia, eso significó que muchos libros antiguos se reconstruyeran por completo; la portada original se eliminaba y las páginas se encuadernaban de nuevo en cuero labrado y brillante y, en ocasiones, con lujosos pestillos de época. Era un buen trabajo, pero destruía la integridad histórica del libro sin posibilidad de recuperarla.

– Sí-respondió Caleb-, ¿y podrías anotar cómo piensas restaurarlo? Ofreceremos esa documentación con el libro cuando lo vendamos.

Monty asintió y prosiguió con el proyecto que tenía entre manos.

Caleb se encaminó hacia la sala de lectura. Mientras iba por los túneles se echó a reír. «Miltie -dijo entre dientes-y el nuevo peinado.» Sería la última vez que se reiría en mucho tiempo.


Загрузка...