Al caer la tarde, fueron todos a casa de DeHaven en el Nova de Caleb. Durante la jornada, Milton había descubierto muchas cosas sobre los sistemas antiincendios. Les informó de que el «halón 1301 es inodoro e incoloro y que extingue fuegos invirtiendo el proceso de combustión, lo cual implica la disminución de los niveles de oxígeno. Se evapora con rapidez, sin dejar residuos. Al activarse el sistema, se descarga en unos diez segundos».
– ¿Puede ser letal? -preguntó Stone.
– Si permaneces en el lugar el tiempo suficiente, dependiendo de los niveles de concentración del agente inundante, se puede padecer asfixia. También puede producir un ataque al corazón.
Stone miró a Caleb con expresión triunfante.
– Pero, según el resultado de la autopsia, DeHaven murió de un paro cardiorrespiratorio -le recordó Milton-. Si hubiera sufrido un ataque al corazón, la causa de la muerte habría sido infarto de miocardio. Un ataque al corazón o ictus deja señales fisiológicas claras. Al forense no se le habrían pasado por alto.
Stone asintió:
– De acuerdo. Pero has dicho que puede producir asfixia.
– Creo que no -dijo Milton-. No, después de haber hablado con Caleb.
– Busqué más información sobre el sistema de halón de la biblioteca -explicó Caleb-. Se considera un sistema sin efectos adversos observados, un protocolo estándar que se utiliza en la extinción de incendios. Está relacionado con los niveles de cardiosensibilización presentes en un lugar concreto con relación a la cantidad de agente inundante necesario para extinguir el fuego. Resumiendo, con un sistema catalogado de este modo, hay muchísimo tiempo para salir del lugar sin que afecte a las personas. Y, aunque por algún motivo la sirena estuviera desconectada, si el gas hubiera salido de esa boquilla, Jonathan lo habría oído. Es imposible que el halón lo incapacitara tan rápido que no tuviera tiempo de escapar.
– Bueno, parece que mi teoría sobre la muerte de Jonathan De-Haven era incorrecta -reconoció Stone. Miró hacia delante. Acababan de parar en Good Fellow Street.
– ¿Ese es Vincent Pearl? -preguntó.
Caleb asintió.
– Ha llegado antes de tiempo -dijo Caleb molesto-. Debe de estar muñéndose de ganas de demostrar a un servidor que se equivoca con lo del Libro de los Salmos.
Reuben sonrió con satisfacción.
– Veo que ha dejado la túnica en casa.
– Mantened los ojos bien abiertos -les advirtió Stone al salir del coche-. No me cabe la menor duda de que nos están observando.
Tal como pensaba Stone, los prismáticos de la ventana al otro lado de la calle enfocaban al grupo cuando se reunieron con Pearl y entraron en la casa. Esa persona también tenía una cámara y les hizo varias fotos.
Una vez en el interior, Stone sugirió que el librero acompañara a Caleb a la cámara solo.
– Es un espacio bastante reducido y vosotros dos sois los expertos en la materia -justificó-. Os esperamos arriba.
Caleb miró a Stone descontento, sin duda por dejarlo a solas con Pearl. Por su parte, Pearl miró a Stone con suspicacia unos segundos antes de encogerse de hombros.
– Dudo que tarde mucho en demostrar que no se trata de una primera edición del Libro de los Salmos.
– Tomaos el tiempo necesario -les dijo Stone, mientras los dos hombres entraban en el ascensor.
– Espero que no os muerdan los gusanos de los libros -añadió Reuben.
– Venga, rápido. Registremos la casa -dijo Stone, en cuanto la puerta se cerró.
– ¿Por qué no esperamos a que Pearl se marche? -sugirió Mil-ton-. Así podemos tomarnos todo el tiempo del mundo y Caleb puede ayudarnos a mirar.
– Pearl no es quien me preocupa. No quiero que Caleb se entere, porque seguro que le parece mal.
Se separaron y, durante los treinta minutos siguientes, inspeccionaron todo lo que pudieron.
– Nada, ni un diario ni cartas -dijo Stone, decepcionado.
– He encontrado esto en un estante del armario del dormitorio -dijo Reuben, mostrando la fotografía de un hombre y una mujer en un pequeño marco-. Y el hombre es DeHaven. Lo he reconocido por la foto que salió en el periódico.
Stone observó la foto y luego le dio la vuelta.
– No lleva nombre ni fecha. Pero, a juzgar por el aspecto de DeHaven, es de hace muchos años.
– Caleb nos dijo que el abogado le había mencionado que DeHaven estuvo casado. A lo mejor ésta fue su mujer.
– Si así es, fue un tipo con suerte -comentó Reuben-. Y se los ve felices, lo cual significa que hacía poco tiempo que se habían casado. Todo eso cambia con el tiempo, creedme.
Stone se guardó la foto en el bolsillo.
– Por ahora nos la quedaremos. -Se paró y miró hacia arriba-. El tejado de esta casa tiene mucha pendiente.
– ¿Y? -preguntó Reuben.
– Pues que las casas de esta época con el tejado inclinado suelen tener un desván.
– Yo no he visto nada parecido en la planta de arriba -dijo Milton.
– Normal, si el acceso está escondido -repuso Stone.
Reuben consultó la hora.
– ¿Por qué tardan tanto esos monstruos de los libros? ¿Crees que se están peleando?
– No me imagino a esos dos lanzándose primeras ediciones el uno al otro -dijo Milton.
– Hagan lo que hagan, esperemos que se queden ahí abajo un rato más -dijo Stone-. Milton, quédate aquí abajo y vigila. Si oyes el ascensor, avísanos.
Aunque tardó unos minutos, Stone acabó encontrando el acceso al desván detrás de un perchero en el vestidor de DeHaven. Estaba cerrado con llave, pero Stone había traído una ganzúa y una barra de tensión, y la cerradura enseguida sucumbió a sus esfuerzos.
– Debieron de añadir este vestidor posteriormente -dijo Reuben.
Stone asintió.
– Los vestidores no eran muy habituales en el siglo XIX.
Subieron por las escaleras. Por el camino, Stone encontró un interruptor de la luz, lo accionó y así se iluminó un poco el tramo. Llegaron al final de las escaleras y contemplaron el espacio. Parecía no haber cambiado desde el día en que habían estrenado la casa. Había unas cuantas cajas y maletas viejas; cuando las examinaron vieron que o estaban vacías o llenas de trastos viejos.
Reuben fue quien primero lo vio, plantado delante de un espejo de media luna de cristal emplomado.
– ¿Para qué querría un telescopio aquí? -preguntó Reuben.
– Pues no lo iba a montar en el sótano, ¿no?
Reuben miró por la mirilla.
– ¡Joder!
– ¿Qué? -exclamó Stone.
– Está enfocado a la casa de al lado.
– ¿De quién es la casa?
– ¿Y yo qué…? -Reuben se calló y ajustó el ocular-. ¡Cielo santo!
– ¿Qué es? Déjame ver.
– Espera un momento, Oliver -dijo Reuben-. Déjame hacer un buen reconocimiento.
Stone esperó unos momentos antes de apartar a su amigo. Limpió el ocular y miró a través de una ventana de una casa vecina a la de DeHaven. Las cortinas estaban corridas, pero aquella ventana estaba provista de una media esfera de cristal en la parte superior que las cortinas no cubrían. Sólo era posible ver lo que ocurría en esa habitación desde esa privilegiada posición. Y entonces Stone vio lo que había llamado la atención de Reuben. La habitación era un dormitorio. Y Cornelius Behan estaba desnudo sentado en una enorme cama con dosel mientras una morena alta y guapa se iba desnudando lentamente para él. El vestido ya había caído al suelo encerado, igual que la combinación negra. Ahora se desabrochaba el sujetador. Cuando lo dejó caer, se quedó únicamente con unos tacones de diez centímetros y un tanga.
– Vamos, Oliver, me toca a mí-reclamó Reuben, apoyando la manaza en el hombro de Stone. Stone ni se inmutó-. Oye, no es justo, yo he visto el puto telescopio -protestó Reuben.
Mientras Stone continuaba mirando, la joven dejó que el tanga se le deslizara por las esculturales piernas. Dio un paso para librarse de él y se lo lanzó a Behan, quien enseguida se lo puso en cierta parte de su anatomía. Ella se echó a reír, se agarró a uno de los postes de la cama y se dispuso a bailar en él como una profesional. Cuando se quitó los zapatos y se acercó descalza y desnuda hacia el anhelante Behan, Stone cedió el telescopio a su amigo.
– He visto una foto de la señora Behan en el periódico y no es esta mujer.
Reuben ajustó el ocular.
– Joder, lo has desenfocado -se quejó.
– Pues tú has empañado el cristal.
Reuben se acomodó para mirar.
– Un hombre bajito y feúcho con esa belleza: ¿cómo pasan estas cosas?
– Oh, podría darte un billón de razones -añadió Stone, pensativo-. Así que DeHaven era un voyeur.
– ¿Acaso te extraña? -exclamó Reuben-. ¡Ay, eso parece que ha dolido! Oh, no ha pasado nada. Parecía peor de lo que… Vaya, la chica es flexible. Ya no sé dónde está la cabeza y dónde están los pies.
Stone aguzó el oído.
– ¿Qué ha sido eso?
Reuben estaba demasiado ocupado comentando la jugada para responder.
– Bueno, están en el suelo. ¡Oh, toma ya! Ahora ella lo ha levantado en el aire.
– Reuben, Milton nos está llamando. Caleb y Pearl deben de estar subiendo.
Reuben ni se inmutó.
– ¿Qué cono? Pensaba que estas acrobacias sólo las hacían los monos. Esa araña de luces debe de estar bien sujeta al puto techo.
– ¡Reuben! ¡Venga ya!
– ¿Cómo hace eso sin manos?
Stone agarró a su amigo y tiró de él hacia la puerta.
– ¡Vamos!
Se las apañó para empujarlo escaleras abajo, a pesar de las quejas continuas de Reuben. Llegaron a la primera planta justo cuando Caleb y Pearl salían del ascensor.
Mientras Milton fulminaba con la mirada a Stone y a Reuben por haber apurado tanto, el librero estaba estupefacto frente a un triunfante Caleb.
– Sé que ha sido un golpe duro -dijo, dándole una palmadita a Pearl en el hombro-. Pero ya le dije que era un original.
– ¿Entonces, es una edición de 1640? -preguntó Stone.
Pearl asintió sin decir palabra.
– Y lo he tocado, con estas dos manos, lo he tocado. -Se sentó en una silla-. He estado a punto de desmayarme. Shaw ha tenido que ir a buscarme un poco de agua.
– Todos cometemos errores -dijo Caleb en un tono comprensivo que no se correspondía con su sonrisa de satisfacción.
– Esta mañana he llamado a todas las instituciones que tienen un Libro de los Salmos -reconoció Pearl-. Yale, la Biblioteca del Congreso, la Old South Church de Boston, a todos. Me han confirmado que todo estaba en su sitio. -Se secó la cara con un pañuelo.
Caleb retomó la historia:
– Hemos repasado todos los puntos de autenticidad aceptados con respecto al libro. Por eso hemos tardado tanto.
– He venido convencido de que se trataba de una falsificación -reconoció Pearl-. Pero, aunque hemos examinado el libro entero, desde las primeras páginas he sabido que era auténtico. Sobre todo, por la impresión irregular. A veces, el impresor diluía la tinta, o quizás hubiera manchones en las piezas de la imprenta. En las primeras ediciones siempre se aprecian restos de tinta seca entre las letras, lo cual dificulta la lectura. Por aquel entonces, no era normal limpiar las cajas de las letras. Las demás características que se dan en una primera edición están ahí. Están ahí -repitió.
– Por supuesto la autenticidad tendrá que ser confirmada por un equipo de expertos que realizará un análisis estilístico, histórico y científico -puntualizó Caleb.
– Exacto -convino Pearl-. De todos modos, estoy convencido de cuál será su respuesta.
– ¿Que existe un duodécimo ejemplar del Libro de los Salmos} -preguntó Stone.
– Eso es -confirmó Pearl con voz queda-. Y que estaba en posesión de Jonathan DeHaven. -Negó con la cabeza-. Me cuesta creer que nunca me lo dijera. Tener uno de los libros más especiales del mundo, uno que nunca poseyeron los mayores coleccionistas de la época. Y guardarlo en secreto. ¿Por qué? -Miró a Caleb preso de la impotencia-. ¿Por qué, Shaw?
– No lo sé -reconoció Caleb.
– ¿Cuánto vale un libro de ésos? -preguntó Reuben.
– ¿Que cuánto vale? -exclamó Pearl-. ¿Cuánto vale? ¡No tiene precio!
– Bueno, si piensas venderlo, alguien tendrá que ponerle precio.
Pearl se levantó y empezó a recorrer la habitación de un lado a otro.
– El precio será el de la mayor oferta. Y será de muchos, muchos millones de dólares. Ahora mismo, hay varias instituciones y coleccionistas forrados y generará un interés extraordinario. Hace más de sesenta años que no ha salido un Libro de los Salmos al mercado. Para muchos, ésta será la última oportunidad de sumarlo a su colección. -Dejó de ir de un lado a otro y miró a Caleb-. Y sería un honor para mí organizar la subasta. Lo podría hacer en colaboración con Sotheby's o Christie's.
Caleb respiró hondo.
– Necesito asimilar todo esto, señor Pearl. Deje que me lo piense durante un par de días y ya lo llamaré.
Pearl se llevó un pequeño chasco, pero se esforzó por sonreír.
– Esperaré ansioso su llamada.
– Caleb, mientras estabais en la cámara hemos registrado la casa -informó Stone, en cuanto Pearl se hubo marchado.
– ¿Que habéis hecho qué? -exclamó Caleb-. Oliver, es una vergüenza. Se me permite la entrada a esta casa como albacea literario de Jonathan. No tengo ningún derecho a registrar sus pertenencias, y vosotros, tampoco.
– Cuéntale lo del telescopio -propuso Reuben, con expresión petulante.
Stone se lo contó y Caleb sustituyó la indignación por la sorpresa.
– Jonathan mirando a otros mientras mantienen relaciones sexuales. Es repulsivo -dijo.
– No, no lo es -repuso Reuben con sinceridad-. En cierto modo, resulta muy edificante. ¿Quieres venir a comprobarlo conmigo?
– ¡No, Reuben! -exclamó Stone con firmeza. Entonces le enseñó a Caleb la foto de la mujer y DeHaven en su juventud.
– Si estuvo casada con Jonathan, fue antes de que yo lo conociera-dijo Caleb.
– Si guardó la foto, quizá siguiera en contacto con ella -sugirió Milton.
– De ser así, quizá debamos buscarla -dijo Stone. Miró el libro que Caleb tenía en la mano-. ¿Qué es eso?
– Es un libro de la colección de Jonathan que necesita ser restaurado. No sé cómo, pero está dañado por el agua. No me di cuenta la última vez que estuvimos aquí. Voy a llevarlo al Departamento de Conservación de la biblioteca. Tenemos el mejor personal del mundo. Uno de los empleados también trabaja por su cuenta. Seguro que podrá restaurarlo.
Stone asintió.
– Inexplicablemente, Jonathan DeHaven tenía uno de los libros más valiosos del mundo. Espiaba a un contratista de Defensa adúltero y quizá viera algo más que sexo. Y nadie sabe cómo murió en realidad. -Miró a sus amigos-. Creo que lo tenemos realmente crudo.
– ¿Por qué tenemos que hacer algo? -planteó Reuben.
Stone lo miró.
– Es posible que Jonathan DeHaven fuera asesinado. Alguien nos siguió. Caleb trabaja en la biblioteca y ha sido nombrado albacea literario de DeHaven. Si Cornelius Behan tuvo algo que ver con la muerte de DeHaven, podría sospechar que Caleb sabe algo. Eso supondría un riesgo para él. Así que, cuanto antes descubramos la verdad, mejor.
– Perfecto -dijo Caleb con sarcasmo-. Sólo espero sobrevivir el tiempo suficiente.