Caleb Shaw yacía en una cama de hospital, negando lentamente con la cabeza. Estaba rodeado de los demás componentes del Camel Club. Reuben Rhodes, de casi sesenta años, medía casi dos metros y tenía la complexión de un jugador de rugby. Llevaba el pelo negro y rizado hasta los hombros, una barba descuidada y una expresión pesarosa en la mirada que, a veces, le hacía parecer un loco; lo cual, en ocasiones era más que cierto. Milton Farb medía metro ochenta, era delgado y tenía el pelo más bien largo y una cara angelical, sin arrugas, que hacía que aparentara mucho menos de los cuarenta y nueve.
Reuben era un veterano de la guerra de Vietnam con muchas condecoraciones y ex empleado de la DIA, Agencia de Inteligencia de la Defensa, que actualmente trabajaba en un muelle de carga después de que su carrera militar se fuera al garete por culpa del alcohol, las pastillas y su indignación por la guerra que criticó con indiscreción. Se desintoxicó con ayuda de Oliver Stone, quien se lo encontró durmiendo la borrachera bajo un arce en el cementerio nacional de Arlington.
Milton había sido un niño prodigio con una capacidad intelectual ilimitada. Sus padres trabajaban en una feria ambulante en la que habían explotado la superioridad mental de su hijo con una especie de espectáculo de bichos raros. Pese a ello, había ido a la universidad y había trabajado para los Institutos Nacionales de Salud. Sin embargo, como padecía un trastorno obsesivo-compulsivo y otros problemas mentales destructivos, el mundo en que vivía se había venido abajo. Acabó en la indigencia y cayó en un estado mental tan debilitado que lo internaron por orden judicial.
Oliver Stone también fue su salvador. Había trabajado de camillero en el hospital psiquiátrico en el que Milton estaba internado. Como advirtió su capacidad excepcional, que incluía una prodigiosa memoria fotográfica, Stone consiguió llevar a Milton sedado a Jeopardy!, donde venció a todos los concursantes y ganó una pequeña fortuna. Los años de terapia y de tratamiento farmacológico le habían permitido vivir con bastante normalidad. Ahora tenía un negocio lucrativo de diseño de webs corporativas.
Stone apoyó su cuerpo de metro noventa contra la pared, se cruzó de brazos y miró al amigo encamado.
Caleb Shaw, doctorado en Ciencias Políticas y Literatura del siglo XVIII, llevaba trabajando más de una década en la sala de lectura de Libros Raros de la Biblioteca del Congreso. Soltero y sin hijos, la biblioteca, aparte de sus amigos, constituía la pasión de su vida.
Caleb también había pasado por momentos difíciles. Había perdido a uno de sus hermanos mayores en Vietnam y sus padres habían muerto trágicamente hacía más de quince años. Stone había conocido a Caleb cuando estaba sumido en un pozo de desesperación, cuando parecía que el bibliotecario había perdido el deseo de seguir adelante. Stone entabló amistad con él, le presentó al dueño de una librería que necesitaba ayuda urgentemente y, poco a poco, Caleb fue superando la depresión gracias a su amor por la lectura. «Parece que me rodeo de casos perdidos -pensó Stone-. Aunque yo también lo fui.» De hecho, Stone debía tanto a sus amigos como ellos a él, por no decir más. De no ser por Caleb, Reuben y Milton, Stone tampoco habría sobrevivido. Después de pasar años sumido en un comportamiento destructivo, Stone había dedicado los últimos treinta años de su vida a buscar una forma de redención personal. En su opinión, todavía le quedaba mucho por hacer.
La entrada de Alex Ford, agente veterano del Servicio Secreto que había ayudado al Camel Club en el pasado y sido nombrado por ello miembro honorario del mismo, interrumpió las cavilaciones de Stone.
Ford pasó media hora con ellos, y le alivió saber que Caleb se recuperaría.
– Cuídate, Caleb -le dijo-. Y llámame si necesitas algo.
– ¿Cómo están las cosas en la OCW? -le preguntó Stone, refiriéndose a la Oficina de Campo del Servicio Secreto en Washington.
– Hay muchísimo trabajo. Los maleantes se han puesto las pilas.
– Bueno, espero que te hayas recuperado totalmente de nuestra aventurilla.
– Yo no llamaría «aventurilla» a un posible Apocalipsis global. Y no creo que jamás llegue a recuperarme del todo.
Cuando Alex Ford se hubo marchado, Caleb se dirigió a los demás.
– Fue verdaderamente horrible -confesó-. Me lo encontré tendido en el suelo.
– ¿Y te desmayaste? -preguntó Stone, con la vista clavada en su amigo.
– Supongo que sí. Recuerdo haber doblado la esquina en busca del jersey y encontrármelo ahí. Dios mío, casi tropiezo con él. Le vi los ojos y se me quedó la mente en blanco. Noté que se me contraía el pecho. Sentí mucho frío. Pensaba que me estaba dando un ataque al corazón, y entonces me desmayé.
Reuben apoyó una mano en el hombro de Caleb.
– Muchos se habrían desmayado.
– Según la Fundación Nacional de Psiquiatría, encontrar un cadáver es la segunda situación más traumática que puede experimentar una persona -intervino Milton.
Reuben arqueó una ceja al oír el comentario.
– ¿Y cuál es la primera situación más traumática? ¿Encontrarte a tu mujer en la cama con un tío que lleve en la mano un yogur caducado?
– ¿Conocías bien a DeHaven? -preguntó Stone a Caleb.
– Sí. Es una tragedia, la verdad. Estaba en plena forma. Acababan de hacerle un chequeo cardiológico completo en el Hopkins. Pero supongo que a cualquiera puede darle un ataque al corazón.
– ¿Eso es lo que fue, un ataque al corazón? -preguntó Stone.
Caleb se mostró indeciso:
– ¿Qué otra cosa iba a ser? ¿Una embolia?
– En términos estadísticos, probablemente fuera un ataque al corazón -intervino Milton-. Es la primera causa de lo que llaman muerte súbita en este país. De hecho, cualquiera de nosotros podría desplomarse en un momento dado y morir antes de llegar al suelo.
– Joder, Milton -replicó Reuben-, ¿tienes que ser tan asquerosamente optimista?
– Hasta que se conozcan los resultados de la autopsia, lo único que podemos hacer es especular-señaló Stone-. Tú no viste a nadie más en la zona de cámaras, ¿verdad?
Caleb miró a su amigo:
– No.
– Pero te desmayaste muy rápido, por lo que a lo mejor no viste si había alguien en la cuarta planta.
– Oliver, no se puede entrar en la cámara acorazada sin la tarjeta. Y hay una cámara en la puerta.
Stone se quedó pensativo.
– Primero asesinan al presidente de la Cámara de Representantes y, ahora, el director del Departamento de Libros Raros muere en circunstancias un tanto misteriosas.
Reuben lo observó con recelo.
– Dudo que ahora los terroristas vayan a por mercachifles de libros, así que no conviertas esto en otra gran conspiración que va a poner en peligro el equilibrio mundial. A mí me basta con un Apocalipsis al mes, muchas gracias.
Stone parpadeó.
– De momento, pospondremos el tema hasta que sepamos más.
– Puedo llevarte a casa, Caleb -dijo Reuben-. Tengo la moto.
Reuben se enorgullecía de su motocicleta Indian de 1928, cuya particularidad era que llevaba el sidecar a la izquierda.
– Creo que no estoy preparado, Reuben. -Caleb calló un momento antes de añadir-: La verdad es que le tengo pavor a ese ar-tilugio tuyo.
Una enfermera entró en la habitación, tomó las constantes vitales al paciente y le puso el termómetro en la axila izquierda.
– ¿Podré irme pronto a casa? -preguntó Caleb.
Cogió el termómetro y observó qué marcaba.
– Te ha subido la temperatura a un valor casi normal. Y sí, creo que el médico está preparando los papeles del alta.
Mientras se ultimaban los preparativos para darle el alta a Caleb, Stone se llevó a Reuben a un lado.
– Tenemos que estar pendientes de Caleb durante un tiempo.
– ¿Por qué? ¿Crees que tiene algo grave?
– No, lo que no quiero es que le pase algo grave.
– Ese tipo murió de un ataque al corazón, Oliver. Pasa todos los días.
– Pero no es tan probable en una persona que acaba de salir del Johns Hopkins en perfecto estado de salud.
– Vale, pues se le reventó un vaso sanguíneo o se cayó y se partió la crisma. Ya has oído a Caleb: el hombre estaba solo.
– Según Caleb estaba solo, pero no puede estar seguro al cien por cien.
– ¿Y la cámara de seguridad y la tarjeta? -protestó Reuben.
– Todo eso es importante, y quizá confirme que Jonathan De-Haven estaba solo cuando murió. Pero no demuestra que no lo mataran.
– Venga ya, ¿quién iba a querer ajustar cuentas con un bibliotecario? -preguntó Reuben.
– Todo el mundo tiene enemigos; lo que pasa es que, en algunos casos, hay que esforzarse más en encontrarlos.