Capítulo 42

A primera hora de la mañana siguiente, Reuben informó a Stone de que durante la noche no había sucedido nada; la noche anterior el informe había sido el mismo.

– ¿Nada? -preguntó Stone con escepticismo.

– No hubo acción en el dormitorio, si es que te refieres a eso. Behan y su esposa llegaron a casa a medianoche. Al parecer, no usan ese dormitorio porque la luz nunca se enciende. Quizás está reservado para las mujeres que hacen striptease.

– ¿Viste algo más? ¿La camioneta blanca, por ejemplo?

– No, y creo que entré y salí de la casa sin que nadie me viera. Hay un seto de tres metros de altura que tapa la zona de atrás. Hay una alarma en la puerta trasera, así que no tuve problemas.

– ¿Estás seguro de que no viste nada que pudiera ayudarnos?

Reuben parecía inseguro.

– Bueno, tal vez no sea importante, pero a eso de la una de la madrugada me pareció ver un destello en la ventana de la casa de enfrente.

– Tal vez los propietarios estuvieran levantados.

– Eso es lo raro. Parece que no vive nadie en la casa. No se ven coches ni cubos de la basura fuera. Y hoy era el día de sacar la basura, porque todas las otras casas la habían dejado en la acera.

Stone lo miró con curiosidad.

– Interesante. ¿Crees que era un destello óptico?

– De una pistola, no; pero puede que sí de unos prismáticos.

– Vigila esa casa también. ¿Qué hay del aviso a la policía?

– Los llamé desde una cabina, como dijiste, pero creo que no me creyeron porque la mujer me dijo que dejara de llamar para molestar.

– Vale, llámame mañana por la mañana para darme el siguiente parte.

– Perfecto, pero ¿cuándo se supone que duermo, Oliver? Llevo toda la noche despierto y ahora voy al muelle a trabajar.

– ¿Cuándo sales del trabajo?

– A las dos.

– Duerme entonces. No hace falta que vayas a casa de DeHa-ven hasta las diez, más o menos.

– Gracias. ¿Puedo comerme su comida?

– Sí, siempre y cuando la repongas.

– Joder, vivir en una mansión no es tan bueno como lo pintan -resopló Reuben.

– Ya lo ves, no te has perdido nada.

– Y mientras me parto el culo ahí fuera, ¿qué hace su excelencia?

– Su excelencia sigue pensando.

– ¿Sabes algo de Susan? -preguntó Reuben esperanzado.

– Nada de nada.

Al cabo de media hora, Stone trabajaba en el cementerio cuando un taxi se detuvo junto a la puerta y Milton salió. Stone se levantó, se sacudió el polvo de las manos y los dos entraron en la casa. Mientras Stone servía limonada, Milton encendió el portátil y abrió una carpeta que había traído.

– He averiguado muchas cosas sobre Cornelius Behan y Robert Bradley -dijo-, pero no sé si servirán de algo.

Stone se sentó junto al escritorio y cogió la carpeta. Al cabo de veinte minutos, alzó la vista.

– Parece que Behan y Bradley no eran precisamente amigos.

– Enemigos, para ser más exactos. Aunque la empresa de Behan ganó esos dos importantes contratos gubernamentales, Bradley le impidió ganar otros tres; en parte, porque lo acusó de tráfico de influencias. Eso me lo contaron un par de conocidos del Capitolio. Por supuesto, nunca lo admitirían en público, pero parece bastante evidente que Bradley encabezó el ataque contra Behan, a quien tachaba de corrupto. No parecen formar parte de la red de espionaje.

– No, no lo parece, salvo que sea una tapadera. Pero estoy de acuerdo con el difunto presidente: creo que Behan es un corrupto. ¿Lo bastante corrupto para matar? En el caso de DeHaven, diría c] ue sí.

– Entonces, quizá Behan también mató a Bradley. Tendría motivos de sobra si Bradley se entrometía en sus negocios.

– Sabemos que DeHaven murió por envenenamiento de CO2 y que la bombona mortal procedía de una de las empresas de Be-han. Caleb me llamó ayer. Fue a la cámara y echó un vistazo detrás de la rejilla doblada del conducto de ventilación. Había un pequeño agujero de tornillo en la pared del conducto que podría haber servido para colgar una cámara de vídeo. También me comentó que no le costó desatornillar la tapa, como si alguien lo hubiera hecho recientemente. Pero eso no basta para demostrar que allí hubo una cámara.

– Si Bradley y Behan no estaban conchabados, entonces Jonathan no los vio juntos en casa de Behan. ¿Por qué lo mataron?

Stone negó con la cabeza.

– Ni idea, Milton.

Cuando Milton se hubo marchado, Stone retomó el trabajo en el cementerio. Sacó un cortacésped de un pequeño cobertizo, lo puso en marcha y lo pasó por una zona de hierba situada a la izquierda de la casita. Al acabar, apagó el motor, se volvió y se la encontró mirándolo. Llevaba un sombrero grande y flexible, gafas de sol y un abrigo de piel marrón sobre la falda corta. Aparcado al otro lado de las puertas, vio un coche de alquiler.

Se secó la cara con un trapo y empujó el cortacésped hasta el porche de la casa, donde lo esperaba Annabelle. Se quitó las gafas.

– ¿Qué tal, Oliver?

Stone permaneció en silencio unos instantes.

– Por tu vestimenta diría que vas a alguna parte.

– De hecho, he venido por eso, para comunicarte un cambio de planes. Tengo que marcharme. Mi vuelo sale dentro de un par de horas. No volveré.

– ¿En serio?

– En serio -respondió ella con firmeza.

– Bueno, no puedo culparte; las cosas se están poniendo feas.

Annabelle lo miró de hito en hito.

– Si crees que me largo por eso, no eres tan listo como creía.

Stone la observó unos instantes.

– Quienquiera que te persigue debe de ser muy peligroso.

– Me da a mí que tú también tienes enemigos.

– No los busco, pero ellos acaban encontrándome.

– Ojalá pudiera decir lo mismo. Suelo buscarme los enemigos.

– ¿Se lo dirás a los demás?

Annabelle negó con la cabeza.

– Pensaba pedirte que te despidieras por mí.

– Se llevarán un buen chasco, sobre todo Reuben. Y hacía años que no veía a Milton tan contento. Por supuesto, Caleb no admitirá que le gusta tu compañía, pero llevará la cara larga una buena temporada.

– ¿Y tú? -le preguntó Annabelle, sin mirarlo a los ojos.

Con la bota, Stone quitó un hierbajo que se había quedado atrapado en las ruedas del cortacésped.

– Es indudable que tienes un gran talento.

– Hablando de talento, me pillaste robándote la foto del bolsillo. No me había pasado desde que tenía ocho años. -Lo miró con expresión inquisitiva.

– Estoy seguro de que fuiste una niña precoz -repuso Stone.

Annabelle le dedicó una sonrisa complacida.

– Bueno, me lo he pasado bien. Cuidaos y andaos con ojo. Como has dicho, los enemigos acaban encontrándote. -Se volvió para marcharse.

– Esto… Susan, si resolvemos el misterio sobre la muerte de Jonathan, ¿quieres que nos pongamos en contacto contigo?

Annabelle lo miró.

– Creo que lo mejor será que deje el pasado donde está. En el pasado.

– Creía que te gustaría saberlo. Así nunca se supera una pérdida.

– Parece como si lo dijeras por experiencia propia.

– Mi esposa. Hace ya mucho.

– ¿Os habíais divorciado?

– No.

– En nuestro caso fue distinto. Jonathan decidió poner fin a nuestro matrimonio. Ni siquiera sé por qué vine aquí.

– Entiendo. ¿Podrías devolverme entonces la foto?

– ¿Qué? -dijo sobresaltada.

– La foto de Jonathan. Quiero llevarla a su casa.

– Oh, esto… no la llevo encima.

– Bueno, cuando llegues adondequiera que vayas, envíamela.

– Eres demasiado confiado, Oliver. No tengo motivo alguno para devolvértela.

– Ya. Ni un solo motivo.

Annabelle lo miró con curiosidad.

– Eres una de las personas más curiosas que he conocido, y eso significa mucho.

– Deberías marcharte o perderás el vuelo.

Annabelle observó las lápidas que los circundaban.

– Te rodea la muerte, es muy deprimente. Tal vez deberías buscarte otro trabajo.

– Ves muerte y tristeza en esos hoyos, mientras que yo veo seres que han vivido existencias plenas y cuyos buenos actos influirán en las generaciones venideras.

– Demasiado altruista para mi gusto.

– Yo también pensaba así.

– Buena suerte. -Se volvió para irse.

– Si alguna vez necesitas un amigo, ya sabes dónde encontrarme.

Los hombros de Annabelle se tensaron unos instantes al oír ese comentario, y entonces se marchó.

Stone apartó el cortacésped, se sentó en el porche y contempló las lápidas mientras comenzaba a soplar un viento helado.


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