La estafa ascendió a 910.000 dólares porque a Tony le había entrado la avaricia en un cajero.
– ¿Qué hará el pobre lelo? ¿Empeñar su Pagani? -dijo maliciosamente.
– No vuelvas a hacerlo -declaró Annabelle con firmeza, mientras desayunaban en otra casa de alquiler situada a ocho kilómetros de la primera, que habían limpiado a conciencia por si la policía la visitaba. Habían devuelto todos los coches Hertz utilizados para robar de las treinta cuentas. Los disfraces que se habían puesto estaban en distintos contenedores de basura, desperdigados por toda la ciudad; el dinero, en cuatro cajas de seguridad que Annabelle había arrendado. Habían borrado las filmaciones de vídeo y los archivos informáticos, y destruido las libretas.
– ¿Qué más dan diez mil dólares más? -se quejó Tony-. Joder, podríamos haberles quitado mucho más de lo que les quitamos.
Annabelle le presionó un dedo con fuerza contra el pecho.
– El dinero no es la cuestión. Cuando yo trazo un plan, tú lo cumples. De lo contrario, no podré confiar en ti. Y si no puedo confiar en ti, no puedes estar en mi equipo. No hagas que me arrepienta de haberte escogido, Tony. -Se quedó mirando al joven y luego se dirigió a los demás-: Bueno, vayamos a por la segunda estafa menor. -Miró otra vez a Tony-. Y se trata de un timo cara a cara. Si no sigues las instrucciones al pie de la letra, vas directo a chirona porque el margen de error es nulo.
Tony se sentó con expresión menos entusiasta.
– ¿Sabes, Tony? -dijo Annabelle-, no hay nada mejor que ver a la víctima cara a cara y medir sus fuerzas con las tuyas.
– A mí ya me está bien.
– ¿Seguro? Porque, si te supone algún problema, quiero saberlo ahora mismo.
Tony miró nervioso a los demás.
– No tengo ningún problema.
– Bien. Nos vamos a San Francisco.
– ¿Qué hay allí? -preguntó Freddy.
– El cartero -repuso Annabelle.
Hicieron el viaje de seis horas hasta San Francisco en dos coches, Leo y Annabelle en uno y Tony y Freddy en el otro. Alquilaron un apartamento para ejecutivos durante dos semanas a las afueras de la ciudad, con vistas al Golden Gate. Durante los cuatro días siguientes hicieron turnos para vigilar un complejo de oficinas de un barrio pijo de la ciudad. Observaban las recogidas de los buzones exteriores que estaban a tope la mayoría de los días, con fardos de correo apilados junto al receptáculo rebosante. Cada uno de esos cuatro días, el cartero pasó dentro de una franja de un cuarto de hora, entre las cinco y las cinco y cuarto.
El quinto día, a las cuatro y media en punto, Leo, vestido de cartero, se acercó al buzón en una furgoneta de correos que Annabelle había conseguido de un contacto una hora al sur de San Francisco. El caballero estaba especializado en ofrecer cualquier cosa, desde un coche blindado hasta ambulancias para fines poco honrados. Annabelle, que ocupaba un coche estacionado al otro lado del buzón, observó a Leo mientras éste se acercaba en la furgoneta. Tony y Freddy estaban apostados en la entrada del complejo; avisarían a Leo por el auricular si el verdadero cartero aparecía antes de tiempo. Leo sólo iba á coger el correo apilado fuera del buzón, dado que no tenía la llave que lo abría. Podría haber forzado la cerradura sin problema, pero Annabelle había descartado esa posibilidad por considerarla innecesaria y potencialmente peligrosa si alguien le veía.
– Nos basta con lo que haya en el suelo o sobresalga del buzón -había dicho.
Mientras Leo apilaba el correo en el interior de la furgoneta, oyó la voz de Annabelle por el auricular.
– Parece que viene una secretaria corriendo con unas cartas.
– Recibido -dijo Leo tranquilamente. Se giró y se encontró con la mujer, que pareció llevarse un chasco.
– Oh, ¿dónde está Charlie? -preguntó.
Charlie, el auténtico cartero, era alto y guapo.
– Estoy ayudando a Charlie porque hay demasiado correo -dijo Leo cortésmente-. Por eso he venido un poco antes. -Observó el fajo de cartas que la mujer tenía entre las manos y le tendió el saco de cartero-. Puedes dejarlas aquí.
– Gracias. Las nóminas tienen que salir esta noche. Es lo que son las cartas.
– ¿ Ah, sí? Pues entonces las llevaré con mucho cuidado. -Sonrió y siguió recogiendo las pilas de cartas mientras la mujer regresaba a la oficina.
Cuando estuvieron de vuelta en el apartamento, examinaron rápidamente el botín para separar lo útil de lo irrelevante. Annabelle le dijo a Tony que llevara las cartas que no servían al buzón de la esquina. Ella y Freddy estudiaron con detenimiento las demás.
– Chicos, habéis descartado un montón de cheques de nómina. ¿Por qué?
– Las nóminas y los cheques de cuentas por cobrar no nos interesan -declaró Freddy con la seguridad del experto que era-. Tienen un sistema de láser que fija la tinta del tóner al papel y fuentes de números seguros para que no se pueda modificar el importe.
– Nunca le he encontrado el sentido -confesó Leo-. Son los cheques que envían a gente que conocen.
Freddy mostró un cheque.
– Esto es lo que queremos: un cheque de reintegro.
– Pero los envían a completos desconocidos -dijo Tony.
– Eso es lo que no tiene sentido, chico -dijo Leo-. Emplean medidas de seguridad para los cheques que envían a la gente que trabaja para ellos o con quienes tienen tratos. Y no hacen nada de nada con los cheques que son para vete a saber quién.
– Escogí ese complejo de oficinas -añadió Annabelle-, porque alberga las sucursales regionales de varias empresas de Fortune 100. Cada día salen miles de cheques de esos sitios, y esas cuentas están repletas de dinero.
Al cabo de cinco horas, Freddy había reunido ochenta cheques.
– Estos están bastante limpios. Sin marcas de agua artificiales, bandas de alerta o recuadros de detección. -Llevó los cheques al pequeño taller que había montado en una habitación de la casa.
Con la ayuda de los demás, puso celo sobre la línea de la firma, por delante y por detrás de cada cheque, los colocó en una fuente para el horno grande y vertió quitaesmalte encima del papel. La acetona del quitaesmalte enseguida disolvió todo lo que no estaba escrito con tinta base. Cuando retiraron el celo de las líneas de la firma, básicamente lo único que quedaba eran ochenta cheques en blanco firmados por el presidente o director general de la empresa.
– Una vez alguien extendió un cheque falso a mi cuenta -dijo Leo.
– ¿Y qué hiciste? -preguntó Tony.
– Localizar al cabrón. Era un aficionado; lo hacía más bien para divertirse, pero me molestó. Así que le cambié la dirección, le desvié todas las facturas y el tipo acabó perseguido por los acreedores durante un par de años. Es que hay que dejar este trabajo a los profesionales. -Leo se encogió de hombros-. Joder, podía haberle dejado sin blanca, asumir su identidad, todo el rollo.
– ¿Y por qué no lo hiciste? -preguntó Tony.
– ¡Porque tengo corazón! -gruñó Leo.
– Cuando sequemos los cheques, reharé los números de enrutamiento de la Reserva Federal.
– ¿Qué es eso? -preguntó Tony.
– ¿Seguro que eres un estafador? -preguntó Leo desconcertado.
– Mi especialidad son los ordenadores e Internet, no el esmalte de uñas. Soy un estafador del siglo XXI. No necesito papeles.
– ¡Bravo por ti! -espetó Leo.
Annabelle tomó uno de los cheques:
– Este es el número de enrutamiento de la Reserva Federal -dijo, señalando los dos primeros dígitos de una serie de números situados en la parte inferior del cheque-. Es lo que indica al banco que el cheque se depositó en la cámara de compensación a la que se supone que va el cheque. El número de la cámara de compensación de Nueva York es cero-dos. El de San Francisco es doce. Por ejemplo, una empresa con sede en Nueva York que utilice cheques emitidos por un banco neoyorquino suele tener en los cheques el número de enrutamiento de Nueva York. Como cobraremos los cheques aquí, Freddy cambiará los números de enrutamiento de todos los cheques por los de Nueva York. Así, la empresa tardará más en recibir el comprobante y darse cuenta de que el cheque es falso.
– Y lo más importante -continuó Annabelle-es que se trata de empresas grandes que mantienen sus libros mayores de cuentas a pagar con métodos de gestión de efectivo cero. Así que tenemos muchas posibilidades de que ni aun con un cheque falso en la mezcla descubran una transacción relativamente insignificante, hasta que reciban los informes financieros de final de mes. Hoy es día cinco; eso significa que tenemos aproximadamente un mes hasta que descubran la irregularidad. Para entonces, ya nos habremos marchado.
– Pero ¿y si el cajero del banco mira el cheque y ve que el número de enrutamiento es incorrecto? -preguntó Tony.
– Supongo que nunca viste ese programa de la tele, ¿no? -preguntó Leo-. En el que unos periodistas de investigación entran en un banco con un cheque en el que habían escrito: «No me hagas efectivo, soy un cheque falso, maldito imbécil.» Y el maldito imbécil pagó el cheque.
– Nunca he sabido de ningún cajero que se haya dado cuenta de que el número de enrutamiento de un cheque es falso. A no ser que les des motivos para sospechar, no se darán cuenta.
Cuando los cheques estuvieron secos, Freddy los escaneó y los pasó al portátil. Al cabo de seis horas, apiló ochenta cheques encima de la mesa que sumaban un total de 2,1 millones de dólares.
Annabelle pasó el dedo por el borde perforado de uno de los cheques, lo cual indicaba que el cheque era legal, aunque las cantidades y el beneficiario no lo fueran. Annabelle miró a los demás:
– Ahora interviene la parte humana de la estafa. Colocar el cheque falso.
– Mi parte preferida -declaró Leo con impaciencia, mientras se acababa un sandwich de jamón y lo acompañaba de un buen trago de cerveza.